El contrato social (1819): Libro II - Capítulo V
Se pregunta como los particulares no teniendo derecho de disponer de su propia vida pueden transmitirsele al Soberano: esta qüestion no parece difícil de resolverse sino por quanto ella está mal establecida. Todo hombre tiene derecho de arriesgar su propia vida por conservarla. ¿Se ha dicho jamas que el se hecha por una ventana para escapar de un incendio, sea reo de suicidio? ¿Se ha imputado este crímen al que perece en una tempestad cuyo peligro no ignoraba quando se embarcó?
El tratado social tiene por fin la conservacion de los contractantes. El que quiere el fin, quiere tambien los medios; y estos son inseparables de algunos riesgos y aun de algunas pérdidas. El que quiere conservar su vida á expensas de otros, debe tambien darla por ellos quando sea preciso. Así es que el Ciudadano no es Juez del peligro al que quiere la ley que se exponga: y quando el Príncipe le ha dicho es conveniente al Estado que tu mueras, debe morir, y solo baxo ésta condicion ha vivido en seguridad hasta entónces. Ademas que su vida no es ya solamente un beneficio de la naturaleza, sino tambien un don condicional del Estado.
La pena de muerte impuesta á los criminales puede ser mirada casi baxo el mismo modo: quien ha cometido un asesinato, debe consentir en morir por no ser la víctima de otro asesino. En este tratado léjos de disponer de su propia vida, no se cuida sino de guardarsela, y no hay entónces motivo para presumir que alguno de los contractantes premedite pernear en una horca.
Por otra parte, todo malhechor atacando el derecho social, viene á ser por sus excesos rebelde y traydor á la Patria, cesa de ser su miembro violando las leyes, y aun la hace la guerra. Entónces la conservacion del Estado es incompatible con la suya, y es necesario que uno de los dos perezca, y así quando se hace morir al culpable es como enemigo no como Ciudadano. Las escrituras del proceso y el juicio son las pruebas de que él ha quebrantado el tratado social, y por consiguiente que no es ya miembro del Estado; y no siendo reconocido como tal, mas ó ménos segun su delito, debe ser castigado, ó con destierro como infractor del pacto, ó con la muerte como enemigo público, por que un tal enemigo no es una persona moral, es un hombre; y entónces es quando tiene fuerza el derecho de la guerra, á saber: matar al vencido.
Pero se me dirá que la condenacion de un criminal es un acto particular, es verdad; mas tampoco esta condenacion pertenece al Soberano, por que este es un derecho que puede conferir sin que pueda el mismo exercer. Todas mis ideas estan mutuamente unidas; pero yo á veces no sabré exponerlas á mi gusto.Por lo demás, la freqüencia de suplicios es siempre una señal de debilidad ó de pereza en el Gobierno. Ninguno hay tan malo que no se le pueda hacer bueno; y así no hay derecho para hacer morir sino al que no se puede conservar sin peligro.
En órden al derecho de hacer gracia ó de exîmir al culpable de la pena aplicada por la ley, y pronunciada por el Juez, no pertenece sino al que es superior al Juez y á la ley, es decir: al Soberano; pero su derecho en este asunto no es todavía claro, y los casos en que debe usarle, son muy raros: en un Estado bien gobernado hay pocos castigos, no por que se hagan muchas gracias sino por que hay pocos criminales. La multitud de crímines asegura la impunidad quando el Estado se corrompe. En la República Romana jamas el Senado ni los Cónsules tentaron de hacer gracia; ni el Pueblo mismo la hacia aun quando revocaba algunas veces su propio juicio. Las freqüentes gracias anuncian que bien pronto los excesos no tendran necesidad de ellas, y cada uno conoce donde va esto á parar. Mas yo siento que mi corazon murmura y contiene mi pluma: dexemos disputar esta qüestion al hombre justo que no delinquiendo jamas, no tiene necesidad de gracia.