El contrato social: Libro Segundo: Capítulo VII

CAPÍTULO VII.
Del legislador.

Para encontrar las mejores reglas de sociedad que convengan á las naciones, seria menester una inteligencia superior, que viese todas las pasiones de los hombres sin estar sujeta á ellas; que no tuviese ninguna relacion con nuestra naturaleza y que la conociese á fondo; cuya dicha no dependiese de nosotros, y que sin embargo quisiese ocuparse en la nuestra; en fin que procurándose para futuros tiempos una lejana gloria, pudiese trabajar en un siglo y disfrutar en otro [1]. Seria necesario que hubiese dioses para poder dar leyes á los hombres.

El mismo raciocinio que hacia Calígula en cuanto al hecho, lo hacia Platon en cuanto al derecho para definir al hombre civil ó real que busca en su libro del Reinado. Pero si es verdad que un gran príncipe es un hombre raro, cuanto no lo será un gran legislador! El primero solo debe seguir el modelo que el otro debe proponer. Este es el mecánico que inventa la máquina; aquel, el operario que la arregla y la hace obrar. En el orígen de las sociedades, dice Montesquieu, los caudillos de las repúblicas son los que hacen la institucion, y despues la institucion es la que hace los gefes de las repúblicas.

Aquel que se atreve á instituir un pueblo, debe sentirse con fuerzas para mudar, por decirlo asi, la naturaleza humana; para transformar á cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de otro todo mayor, del cual reciba en cierto modo la vida y el sér; para alterar la constitucion del hombre á fin de vigorarla; para sustituir una existencia parcial y moral á la existencia física é independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, debe quitar al hombre sus propias fuerzas para darle otras que le sean agenas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el ausilio de los demas. Cuanto mas muertas y anonadadas están las fuerzas naturales, tanto mayores y mas duraderas son las adquiridas, y tanto mas sólida y perfecta es la institucion; de modo que si cada ciudadano no es nada sino ayudado de los demas, y si la fuerza adquirida por el todo es igual ó superior á la suma de las fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir que la legislacion se halla en el mas alto grado de perfeccion á que puede llegar.

El legislador es por todos respectos un hombre estraordinario en el estado. Si lo ha de ser por su talento, no lo es menos por su empleo. Este no es ni magistratura, ni soberanía. Este empleo, que constituye la república, no entra en su constitucion: es un minísterio particular y superior que nada tiene de comun con el imperio humano; porque si el que manda á los hombres no debe mandar á las leyes, tampoco el que manda á las leyes debe mandar á los hombres; de lo contrario sus leyes, instrumentos de sus pasiones, no harian mas que perpetuar sus injusticias, y nunca podria evitar que sus miras particulares alterasen la santidad de su obra.

Cuando Licurgo dió leyes á su patria, empezó por abdicar el trono. La mayor parte de las ciudades griegas acostumbraban confiar á estranjeros el establecimiento de las suyas. Las modernas repúblicas de Italia imitaron con frecuencia esta costumbre; la de Ginebra hizo lo mismo, y no tuvo de que arrepentirse [2]. Roma, en la época mas hermosa que hay en su historia, vió renacer en su seno todos los crimenes de la tiranía, y estuvo á pique de perecer, por haber reunido en unas mismas cabezas la autoridad legislativa y el poder soberano.

Sin embargo, los mismos decemviros no se arrogaron jamás el derecho de sancionar alguna ley por su propia autoridad. Nada de lo que os proponemos, decian al pueblo, puede pasar á ser ley sin vuestro consentimiento. Romanos, séd vosotros mismos los autores de las leyes que han de hacer vuestra felicidad.

El que redacta las leyes no tiene pues, ó no debe tener ningun derecho legislativo; y el pueblo mismo, aunque quiera, no puede despojarse de este derecho incomunicable, porque, segun el pacto fundamental, solo la voluntad general obliga á los particulares, y no se puede estar cierto de que una voluntad particular sea conforme á la voluntad general hasta que se haya sometido á la libre votacion del pueblo: ya hé dicho esto en otra parte; pero no considero inútil repetirlo.

De este modo se encuentran á la vez en la obra de la legislacion dos cosas que parecen incompatibles; una empresa superior á las fuerzas humanas, y viniendo á la ejecucion, una autoridad que no es nada.

Aun hay otra dificultad que merece nuestra atencion. Los sabios que quieren hablar al vulgo en un lenguaje diferente del que este usa, no pueden hacerse comprender; y con todo hay cierta clase de ideas que es imposible traducir en el idioma del pueblo. Las miras demasiado generales y los objetos demasiado remotos están igualmente fuera de sus alcances: cada individuo, no hallando bueno otro plan de gobierno sino el que conduce á su interés particular, comprende con dificultad las ventajas que debe sacar de las continuas privaciones, que las buenas leyes imponen. Paraque un pueblo que se forma pudiese querer las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razon de estado, seria menester que el efecto se convirtiera en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institucion, presidiera á la institucion misma; y que los hombres fuesen antes de las leyes lo que han de llegar á ser por medio de ellas. Asi pues, no pudiendo el legislador emplear ni la fuerza ni la razon, es indispensable que recurra á una autoridad de un orden diferente, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer.

Esto es lo que obligó en todos tiempos á los padres de las naciones á recurrir á la intervencion del cielo y á honrar á los dioses con su propia sabiduría, á fin de que los pueblos, sometidos á las leyes del estado como á las de la naturaleza y reconociendo la misma poderosa mano en la formacion del hombre que en la del estado, obedeciesen con libertad y llevasen docilmente el yugo de la felicidad pública.

Esta razon súblime, que se eleva sobre el alcance de los hombres vulgares, es aquella cuyas decisiones pone el legislador en boca de los inmortales para arrastrar por medio de la autoridad divina á los que no podria conmover la prudencia humana [3]. Pero no todos los hombres pueden hacer hablar á los dioses ni ser creidos, cuando se declaran sus intérpretes. El alma grande del legislador es el verdadero milagro, que debe justificar su mision. Á cualquier hombre le es dado gravar tablas de piedra, ó sobornar algun oráculo, ó fingir un comercio secreto con alguna divinidad, ó erigir una ave para hablarle al oido, ó encontrar otros medios groseros para engañar al pueblo. El que no sepa mas que esto podrá tal vez juntar por casualidad una cuadrilla de locos; pero nunca fundará un imperio, y su disparatada obra perecerá bien pronto con su persona. Los vanos prestigios forman un vínculo momentáneo; solo la sabiduría le hace duradero. La ley judaica siempre permanente, la del hijo de Ismael, que gobierna la mitad del mundo diez siglos há, nos anuncian aun hoy á los grandes hombres que las han dictado; y mientras que la orgullosa filosofía ó el ciego espíritu de partido no vén en ellos mas que á unos impostores afortunados, el verdadero político admira en sus instituciones aquel grande y poderoso talento que preside á los establecimientos duraderos.

De todo lo dicho no se ha de deducir con Warburton que la política y la religion tengan entre nosotros el mismo objeto, sino que, en el orígen de las naciones, la una sirve de instrumento á la otra.

  1. Un pueblo no se hace celebre sino cuando su legislacion empieza á decaer. No se sabe por cuantos siglos la institucion de Licurgo hizo la dicha de los espartanos, antes que se hablase de ellos en el resto de la Grecia.
  2. Los que no consideran á Calvino sino como teólogo, mal conocen la estension de su talento. La redaccion de nuestros sabios edictos, en la cual tuvo mucha parte, le honra tanto como su institucion. Por mas revoluciones que el tiempo pueda acarrear á nuestro culto, mientras el amor de la patria y de la libertad no se haya apagado entre nosotros, siempre se colmará de bendiciones la memoria de este grande hombre.
  3. E veramente, dice Maquiavel, mai non fù alcuno ordinatore di leggi straordinarie in un popolo, che non ricorresse à Dio, perche altrimenti non sarebbero accettate; perche sono molti beni conosciuti da uno prudente, i quali non hanno in se raggioni evidenti da potergli persuadere ad altrui. Discorsi sopra Tito Livio. L. I, c. XI.