El comendador Mendoza: 24
Capítulo XXIII
Padre Jacinto -dijo el Comendador con aire de jubiloso triunfo-, Clara es libre ya. No es menester que se case con D. Casimiro ni que sea monja.
-¿Cómo es eso, hijo mío?
-He dado por ella una suma igual a todo el caudal de D. Valentín.
-¿A quién?
-A D. Casimiro.
-¿Y con qué razón? ¿Con qué pretexto ha podido aceptarla?
-La ha aceptado con una razón que promete callar; por un motivo secreto.
-¡Válgame Dios, hijo mío! ¡Qué delirio! ¡Qué sacrificio inútil: Y dime... ese motivo secreto...! ¡Confiar así a D. Casimiro la honra de una familia ilustre!...
-Yo no le he confiado nada.
-¿Pues de qué medio te has valido?
-De una mentira; pero mentira indispensable y con la cual nadie pierde.
-¿Puedo saber esa mentira?
-Todo lo va V. a saber.
El padre prestó la mayor atención. Don Fadrique prosiguió diciendo:
-De sobra sabe V. que Paca, la primera mujer del tío Gorico, fue una mala pécora.
-Es evidente. Dios la haya perdonado.
-La buena reputación de Paca no tiene nada que perder.
-Absolutamente nada.
-Pues bien. Hay la feliz coincidencia de que Nicolasa nació pocos meses después de mi ida de Villabermeja, cuando estuve allí de vuelta de la Habana.
-¿Y qué?
-He hecho creer primero a la chacha Ramoncica, con el mayor sigilo, que Nicolasa es hija mía. Le he dicho que un deber imperioso de conciencia me obliga a dotarla, ahora, que ella se va a casar. La chacha entiende poco de números. Se ha espantado, no obstante, de la enorme cantidad que yo quería dar por dote; pero la he echado de espléndido y me he supuesto más rico de lo que soy. A las observaciones que la chacha me ha hecho, he respondido que mi resolución era irrevocable. He persuadido, por último, a la chacha de que no conviene que Nicolasa sepa los lazos que a ella me unen, y que es más delicado y honesto que lo sepa sólo el sujeto que va a ser su marido. He logrado, pues, que la chacha se encargue de persuadir a D. Casimiro a que tome lo que libre, aunque misteriosamente, quiero dar y doy a su futura. No creo que la chacha haya tenido que hacer grandes gastos de elocuencia para convencer a D. Casimiro de que debe aceptar. Don Casimiro me ha escrito esta carta, donde me dice que acepta, me colma de elogios por mi generosidad, y me promete callar el motivo de la donación que le hago, y la misma donación, hasta donde sea posible.
El P. Jacinto leyó la carta que le entregó D. Fadrique. Luego sacó éste del bolsillo un paquete de papeles. Le puso sobre la mesa y dijo:
-Aquí están los papeles todos que se requieren para formalizar la donación, la cual deseo que se lleve a feliz término por medio de V. Éste es el poder más amplio, otorgado ante un escribano de esta ciudad, para que V. disponga, venda, enajene y haga lo que convenga con todo cuanto me pertenece. Éstas son las cartas a los banqueros que tienen fondos míos, poniéndolos todos a la orden de V. Ésta, por último, es la lista, inventario, cuenta o como quiera llamarse, de lo que en poder de dichos banqueros tengo hasta ahora; y esta otra es la cuenta de lo que valen los bienes de D. Valentín, justipreciados por peritos. Escasamente llegará lo mío a cubrir el importe de lo que disfruta dicho señor; pero V. sabe que poseo algunas finquillas, y, si fuere menester, supliré la falta. Querido maestro, V. va a ser ejecutor fiel y pronto de mi decidida voluntad, de la cual pretendo que dé V. noticia y testimonio a Doña Blanca, exigiéndole en cambio de mi parte la libertad de mi hija. Y digo exigiéndole la libertad de mi hija, porque si no le da libertad, si no procura quitarle de la cabeza tanto insano delirio, si no determina curarla de la mortal enfermedad de alma y de cuerpo, que su orgullo, su fanatismo y sus remordimientos, mil veces más odiosos que el pecado, han hecho nacer, yo me he de vengar, dando el más insolente escándalo que se ha dado jamás en el mundo. Espero que aceptará V. gustoso mi encargo.
-Le acepto, -respondió el padre-; mas no sin condiciones. Yo no he de ser el instrumento de tu ruina, si tu ruina es inútil.
-¿Y por qué inútil?
-Porque Clara, a mi ver, no desistirá ya de tomar el velo.
-¿Cómo que no desistirá? Sobre Clara pesa el yugo férreo de su madre. Quitémosle ese yugo, y Clara volverá a vivir, y volverá a amar a su gallardo estudiante, y se casará con él, y, será dichosa.
-Lo dudo.
-Yo no lo dudo. Lo que no me explico es cómo se ha vuelto V. tan tétrico.
-Me parece que es ya tarde, -dijo el P. Jacinto, suspirando.
-Voto al mismo Satanás -replicó D. Fadrique-: no es tarde aún, si la dicha es buena. Vaya usted hoy mismo a ver a Doña Blanca. Infórmela de todo. Convénzala de que es libre Clara; de que los bienes, que de D. Valentín ha de heredar están ya pagados. Sepa Doña Blanca que yo rescato misteriosamente a nuestra hija. Sepa también que si no admite el rescate, romperé todo freno; lo diré todo; seré capaz de una villanía; la deshonraré en público; leeré a D. Valentín cartas que aún de ella conservo; haré doscientas mil barbaridades.
-Vamos, hombre, modérate. Enseguida iré a hablar con Doña Blanca. Ella es madrugadora. Estará ya de punta y me recibirá. Aguárdame en tu casa, y allá acudiré a referirte mi entrevista.
-En casa aguardaré a V. Apresúrese, padre, porque estoy devorado por la impaciencia.
Dicho esto, el fraile y D. Fadrique se levantaron y salieron juntos de la celda a la calle, por la cual caminaron en silencio, hasta que el uno entró en casa de su hermano y el otro en casa de Doña Blanca Roldán.
Dando paseos por su estancia; despidiendo desabridamente a la curiosa Lucía, que asomó la rubia cabeza a la puerta, y preguntó, como de costumbre, qué había de nuevo, y lleno todo de agitación, esperó D. Fadrique más de hora y media.
El fraile llegó al cabo; pero, antes de que abriese los labios, columbró D. Fadrique, en lo melancólico que venía, que era portador de malas nuevas.
No bien entrado el fraile, cerró la puerta con llave el Comendador, para que nadie viniese a interrumpirlos, y en voz baja dijo, mientras él y su maestro tomaban asiento:
-Cuente V. lo que ha pasado. No me oculte nada.
-Hablaré en resumen, porque ha sido larga la discusión. Doña Blanca ha celebrado tu generosidad. Dice que no atina a comprender cómo un impío es capaz de acción tan noble. Supone que es obra del orgullo; pero al fin la celebra. Mas no por eso te excita a que consumes el sacrificio. Afirma que será inútil, y te ruega que no le hagas. Doña Blanca considera que su hija tiene hoy una verdadera vocación; que Dios la llama a ser su esposa; que Dios la quiere apartar de los peligros del mundo; que Dios quiere salvarla, y que ella no puede, sin gravísima culpa, retraer ahora a su hija de tan santos propósitos.
-¡Hipocresía! ¡Refinamiento de maldad! -interrumpió D. Fadrique-. ¿Y V. no la ha amenazado con mi venganza? ¿No le ha dicho V. que estoy determinado a todo; que le arrancaré la máscara: que se acordará de mí; que la burla que de mí hace no quedará sin afrentoso castigo?
-Se lo he dicho todo; pero Doña Blanca ha contestado que, si bien te cree un hombre sin religión, todavía te tiene por caballero, y que no teme de ti esas villanas e infames acciones con que en tu rabia la amenazas. Añade, no obstante, que, aun cuando se engañase, aun cuando tú te olvidases de la honra y te vengases así, lo sufriría todo antes de disuadir a su hija contra lo que la conciencia le dicta.
-Esa mujer está loca, P. Jacinto. Esa mujer está loca, y creo que su locura es contagiosa; que a Clara y a V. los tiene ya enloquecidos, y que falta poco para que yo también lo esté. Pero, lo juro por mi honor, por Dios, por lo más sagrado: mi locura será de muy diversa índole. Soñará con mi locura. Pues qué, ¿imagina que soy yo un segundo D. Valentín? ¿Piensa que me someteré a sus monstruosos caprichos? ¿Entiende que soy necio y que voy a creer lo que a ella se le antoje hacerme creer? Clara tiene trastornada la cabeza, y por eso quiere ser monja de repente. ¿Qué vocación ha de tener, cuando me consta que estaba, que está aún, enamorada de ese muchacho rondeño, con quien podría ser felicísima? Aquí hay algún misterio abominable. Algo se ha hecho para infundir el delirio en Clara y perturbar su natural despejo. Yo ni puedo, ni quiero, ni debo consentir extravagancias tan criminales. ¿No comprende esa mujer de Satanás que la educación que ha dado a su hija, que esos terrores que le ha infundido son como un veneno? ¿Quiere saciar el odio que me tiene, asesinando a su hija, porque también es mi hija?
-Comendador, ten sangre fría; mira que te engañas. Mira que Clara no siente hoy la vocación religiosa por causa de su madre.
-Me importa poco que sea hoy o ayer cuando su madre le ha dado la ponzoña. El corazón me dice que las rarezas, que los extravíos de Clara provienen del tormento espiritual que le está dando su madre desde que la niña tiene uso de razón. Esto es menester que acabe. Si Clara, cuando esté en completa tranquilidad y serenidad de espíritu, sanos su cuerpo y su alma, persiste en ser monja, que lo sea: yo no me opondré. Mi sacrificio habrá sido inútil. No exhalaré una queja. Que disfrute de todos mis bienes D. Casimiro. Pero mientras Clara esté enferma, casi fuera de sí, con una especie de fiebre continua, no he de sufrir que se tome ese estado febril por éxtasis místico, y esos ataques nerviosos por llamamientos del cielo. Es mi hija, voto a quince mil demonios, y no quiero que me la maten. Ahora mismo voy a ver a Doña Blanca. Romperé la consigna para entrar. Romperé la cabeza a quien quiera oponerse a mi entrada. Si no la veo y la hablo, estallo como una bomba. No me detenga V., P. Jacinto. Déjeme V. salir.
El Comendador había abierto la puerta, se había puesto el sombrero, y forcejeaba por salir con el P. Jacinto, que procuraba detenerle.
-Quien está desatinado eres tú -decía el padre-. ¿A dónde vas? ¿No calculas el escándalo de lo que te propones hacer?
-Déjeme V., Padre. Yo no calculo nada.
-Esto es una perdición. Dios te ha dejado de su mano. Oye cuatro palabras con reposo y haz luego lo que quieras. Carezco de fuerzas para detenerte.
El P. Jacinto cedió en su resistencia y el Comendador se paró a escucharle.
-Quieres ver a Doña Blanca, y la verás, pero con menos peligro de lances y de escándalo. Pasado mañana va D. Valentín a la casería con el aperador, a vender unas tinajas de vino. Entonces podrás ver y hablar a Doña Blanca. Para evitar mayores males, te llevaré yo mismo. Yo entretendré a Clara a fin de que hables a solas con Doña Blanca y le digas cuanto tienes que decirle. Ya ves a lo que me allano. Ya ves a lo que me comprometo. Vas a sorprender desagradablemente a Doña Blanca con tu inesperada visita. Vuestra conversación va a tener algo de un duelo a muerte; mas prefiero intervenir en él, ser cómplice en el delito de vuestro espantoso diálogo, a que sucedan cosas peores. Por las ánimas benditas, Comendador, aguarda hasta pasado mañana. Vendrás conmigo. Verás a Doña Blanca. Por la amistad que me tienes, por la pasión y muerte de Cristo te suplico que te calmes para entonces, y trates de que sea lo menos cruel posible la entrevista que te voy a procurar.
El Comendador cedió a todo, y agradeció al P. Jacinto los consejos que le daba y la protección que le ofrecía.