El comendador Mendoza: 23

El comendador Mendoza
de Juan Valera
Capítulo XXII

Capítulo XXII

Clara había vuelto a salir de paseo con Lucía y acompañada del Comendador y de Doña Antonia; pero Clara estaba cambiada.

Su palidez y su debilidad eran para inspirar serios temores. Su distracción continua asustaba también al Comendador. Cuando éste le dirigía la palabra, Clara se estremecía como si la sacasen de un sueño, como si cortasen el vuelo remontado de su espíritu y le hiciesen caer de pronto del cielo a la tierra, a modo de pajarillo herido por el plomo allá en lo sumo del aire.

A pesar de la benignidad y dulce condición de Clara, D. Fadrique advertía con pena que aquella linda criatura esquivaba su conversación; casi no le respondía sino con monosílabos, y hasta procuraba que él no le hablase.

Con Lucía era Clara más expansiva, y Lucía seguía siéndolo siempre con el Comendador. Por medio, pues, de Lucía penetraba aún el Comendador en el espíritu de aquel ser querido y comunicaba algo con él.

Las nuevas que Lucía le daba eran en substancia siempre las mismas, si bien más inquietantes cada vez.

-No lo comprendo, tío -decía Lucía-, pero a veces me doy a cavilar que a Clara le han dado un bebedizo. ¡Tiene unos terrores tan inmotivados! ¡Siente unos remordimientos tan fuera de razón!... No sé qué sea ello. Doña Blanca le ha puesto tan feroces escrúpulos en el alma, le ha hecho recelar tanto de su apasionada natural condición... que la infeliz se cree un monstruo, y es un ángel. Tal vez imagina que la persiguen las furias del infierno, los enemigos del alma, una legión entera de diablos, y entonces no se considera en salvo sino acogiéndose al pie del altar. Es menester que avisemos a D. Carlos que venga pronto, a ver si liberta a Clara de este género de locura.

El Comendador y Lucía escribieron con la misma fecha a D. Carlos de Atienza, participándole la novedad de la despedida de D. Casimiro, de la resolución de Clara de retirarse a un convento y de estado poco satisfactorio de su salud. Don Carlos partió desatentado de Sevilla, y estuvo en la ciudad a poco.

Con el mismo recato y disimulo de siempre Don Carlos volvió a ver a Clara en los paseos que ésta daba con Lucía; pero la delicada salud de Clara le llenó de desconsuelo. Y más aún, si cabe, le atormentó y afligió el ver a Clara esquiva, tímida como nunca, apartándose de él y no queriendo apenas hablarle, aunque mirándole a veces con involuntarias amorosas miradas, que se conocía que ella dejaba escapar a su despecho, y con las cuales, más que amor, reclamaba piedad, conmiseración y hasta perdón por su inconsecuencia de dejarle, de haber alentado sus esperanzas, y de matarlas ahora entrando en el claustro.

La desesperación de D. Carlos de Atienza llegó a su colmo. Con no poca amargura echaba la culpa de todo al Comendador.

Para esto -decía- me obligó V. a que me ausentase. En esto han parado las promesas de arreglarlo todo en menos de un mes: en que Clara se me esté muriendo, y en que además haya dejado de amarme y quiera ser monja; en que acabe por tomar el velo... y luego la mortaja. Pero yo me moriré también. Yo no quiero sobrevivir. Me mataré si no me muero.

El Comendador no sabía qué responder a tales quejas. Procuraba consolar a D. Carlos, que le juzgaba indiferente y extraño; que ignoraba que él tenía mayor necesidad de consuelo.

Iba D. Fadrique a buscarle en el P. Jacinto. Iba asimismo a buscar en él alguna luz sobre aquel misterio; pero ¡caso extraño! el P. Jacinto, todo franqueza y jovialidad antes, se había vuelto muy grave, muy misterioso y muy callado.

Don Fadrique entrevía, no obstante, que el padre Jacinto aprobaba la resolución de Clara de ser monja. Esto le ponía fuera de sí, y a veces estaba a punto de romper con el P. Jacinto y de mirarle como a amigo desleal o como a fanático sin entrañas.

Con todo, en medio de sus tribulaciones el Comendador se reportaba y no perdía la calma. Había tomado sus medidas. Su conducta estaba prescrita y determinada con firmeza, y aguardaba sereno el resultado.

Este no tardó mucho en venir.

Era muy de mañana cuando trajo mi criado desde Villabermeja una carta para D. Fadrique. Don Fadrique la leyó rápidamente, estando en la cama aún. Se levantó a escape, se vistió y se fue al convento de Santo Domingo en busca de su maestro.

El padre acababa de levantarse y recibió a Don Fadrique en su celda. Sentados ambos, como en la otra celda de Villabermeja, hablaron de este modo.