- V -
Memorias de un juez de primera instancia


I


Hace dos años que, estando de Promotor fiscal en ***, obtuve licencia para pasar un mes en Sevilla.

En la fonda en que me hospedé vivía hacía algunas semanas cierta elegante y hermosísima joven, que pasaba por viuda, cuya procedencia, así como el objeto que la retenía en Sevilla, eran un misterio para los demás huéspedes.

Su soledad, su lujo, su falta de relaciones y el aire de tristeza que la envolvía, daban pie a mil conjeturas; todo lo cual, unido a su incomparable belleza y a la inspiración y gusto con que tocaba el piano y cantaba, no tardó en despertar en mi alma una invencible inclinación hacia aquella mujer.

Sus habitaciones estaban exactamente encima de las mías; de modo que la oía cantar y tocar, ir y venir, y hasta conocía cuándo se acostaba, cuándo se levantaba y cuándo pasaba la noche en vela -cosa muy frecuente-. Aunque en lugar de comer en la mesa redonda se hacía servir en su cuarto, y no iba nunca al teatro, tuve ocasión de saludarla varias veces, ora en la escalera, ora en alguna tienda, ora de balcón a balcón, y al poco tiempo los dos estábamos seguros del placer con que nos veíamos.

Tú lo sabes. Yo era grave, aunque no triste, y esta circunspección mía cuadraba perfectamente a la retraída existencia de aquella mujer; pues ni nunca la dirigí la palabra, ni procuré visitarla en su cuarto, ni la perseguí con enojosa curiosidad como otros habitantes de la fonda.

Este respeto a su melancolía debió de halagar su orgullo de paciente; dígolo, porque no tardó en mirarme con cierta deferencia, cual si ya nos hubiésemos revelado el uno al otro.

Quince días habían transcurrido de esta manera, cuando la fatalidad..., nada más que la fatalidad..., me introdujo una noche en el cuarto de la desconocida.

Como nuestras habitaciones ocupaban idéntica situación en el edificio, salvo el estar en pisos diferentes, eran sus entradas iguales. Dicha noche, pues, al volver del teatro, subí distraído más escaleras de las que debía, y abrí la puerta de su cuarto creyendo que era la del mío.

La hermosa estaba leyendo, y se sobresaltó al verme. Yo me aturdí de tal modo, que apenas pude disculparme, pero mi misma turbación y la prisa con que intenté irme, la convencieron de que aquella equivocación no era una farsa. Retúvome, pues, con exquisita amabilidad «para demostrarme -dijo- que creía en mi buena fe y que no estaba incomodada conmigo», acabando por suplicarme que me equivocara otra vez deliberadamente, pues no podía tolerar que una persona de mis condiciones de carácter pasase las noches en el balcón, oyéndola cantar -como ella me había visto-, cuando su pobre habilidad se honraría con que yo le prestase atención más de cerca.

A pesar de todo creí de mi deber no tomar asiento en aquella noche, y salí.

Pasaron tres días, durante los cuales tampoco me atreví a aprovechar el amable ofrecimiento de la bella cantora, aun a riesgo de pasar por descortés a sus ojos. ¡Y era que estaba perdidamente enamorado de ella; era que conocía que en unos amores con aquella mujer no podía haber término medio, sino delirio de dolor o delirio de ventura; era que le temía, en fin, a la atmósfera de tristeza que la rodeaba!

Sin embargo, después de aquellos tres días, subí al piso segundo.

Permanecí allí toda la velada: la joven me dijo llamarse Blanca y ser madrileña y viuda: tocó el piano, cantó, hízome mil preguntas acerca de mi persona, profesión, estado, familia, etc., y todas sus palabras y observaciones me complacieron y enajenaron... Mi alma fue desde aquella noche esclava de la suya.

A la noche siguiente volví, y a la otra noche también, y después todas las noches y todos los días.

Nos amábamos, y ni una palabra de amor nos habíamos dicho.

Pero, hablando del amor habíale yo encarecido varias veces la importancia que daba a este sentimiento, la vehemencia de mis ideas y pasiones, y todo lo que necesitaba mi corazón para ser feliz.

Ella, por su parte, me había manifestado que pensaba del mismo modo.

-Yo -dijo una noche- me casé sin amor a mi marido. Poco tiempo después... lo odiaba. Hoy ha muerto. ¡Sólo Dios sabe cuánto he sufrido! Yo comprendo el amor de esta suerte: es la gloria o es el infierno. Y para mí, hasta ahora, ¡siempre ha sido el infierno!

Aquella noche no dormí.

La pasé analizando las últimas palabras de Blanca.

¡Qué superstición la mía! Aquella mujer me daba miedo. ¿Llegaríamos a ser, yo su gloria y ella mi infierno?

Entre tanto, expiraba el mes de licencia.

Podía pedir otro pretextando una enfermedad... Pero, ¿debía hacerlo?

Consulté con Blanca.

-¿Por qué me lo pregunta usted a mí? -repuso ella, cogiéndome una mano.

-Más claro, Blanca... -respondí-. Yo la amo a usted... ¿Hago mal en amarla?

-¡No! -respondió Blanca palideciendo.

Y sus ojos negros dejaron escapar dos torrentes de luz y de voluptuosidad...


II


Pedí, pues, dos meses de licencia, me los concedieron... gracias a ti. ¡Nunca me hubieras hecho aquel favor!

Mis relaciones con Blanca no fueron amor: fueron delirio, locura, fanatismo.

Lejos de atemperarse mi frenesí con la posesión de aquella mujer extraordinaria, se exacerbó más y más: cada día que pasaba, descubría nuevas afinidades entre nosotros, nuevos tesoros de ventura, nuevos manantiales de felicidad...

Pero en mi alma como en la suya, brotaban al propio tiempo misteriosos temores.

¡Temíamos perdernos!... Ésta era la fórmula de nuestra inquietud.

Los amores vulgares necesitan el miedo para alimentarse, para no decaer. Por eso se ha dicho que toda relación ilegítima es más vehemente que el matrimonio. Pero un amor como el nuestro hallaba recónditos pesares en su precario porvenir, en su inestabilidad, en su carencia de lazos indisolubles...

Blanca me decía:

-Nunca esperé ser amada por un hombre como tú; y, después de ti, no veo amor ni dicha posibles para mi corazón. Joaquín, un amor como el tuyo era la necesidad de mi vida: moría ya sin él; sin él moriría mañana... Dime que nunca me olvidarás.

-¡Casémonos, Blanca! -respondía yo.

Y Blanca inclinaba la cabeza con angustia.

-¡Sí, casémonos! -volvía yo a decir, sin comprender aquella muda desesperación.

-¡Cuánto me amas! -replicaba ella-. Otro hombre en tu lugar rechazaría esa idea, si yo se la propusiese. Tú, por el contrario...

-Yo, Blanca, estoy orgulloso de ti; quiero ostentarte a los ojos del mundo; quiero perder toda zozobra acerca del tiempo que vendrá; quiero saber que eres mía para siempre. Además, tú conoces mi carácter, sabes que nunca transijo en materias de honra... Pues bien; la sociedad en que vivimos llama crimen a nuestra dicha... ¿Por qué no hemos de rendirnos al pie del altar? ¡Te quiero pura, te quiero noble, te quiero santa! ¡Te amaré entonces más que hoy!... ¡Acepta mi mano!

-¡No puedo! -respondía aquella mujer incomprensible.

Y este debate se reprodujo mil veces.

Un día que yo peroré largo rato contra el adulterio y contra toda inmoralidad, Blanca se conmovió extraordinariamente; lloró, me dio las gracias y repitió lo de costumbre:

-¡Cuánto me amas! ¡Qué bueno, qué grande, qué noble eres!

A todo esto expiraba la prórroga de mi licencia.

Érame necesario volver a mi destino, y así se lo anuncié a Blanca.

-¡Separarnos! -gritó con infinita angustia.

-¡Tú lo has querido! -contesté.

-¡Eso es imposible!... Yo te idolatro, Joaquín.

-Blanca, yo te adoro.

-Abandona tu carrera... Yo soy rica... ¡Viviremos juntos! -exclamó, tapándome la boca para que no replicara.

La besé la mano, y respondí:

-De mi esposa aceptaría esa oferta, haciendo todavía un sacrificio... Pero de ti...

-¡De mí! -respondió llorando. ¡De la madre de tu hijo!

-¿Quién? ¡Tú! ¡Blanca!...

-Sí..., Dios acaba de decirme que soy madre... ¡Madre por primera vez! ¡Tú has completado mi vida, Joaquín; y no bien gusto la fruición de esta bienaventuranza absoluta, quieres desgajar el árbol de mi dicha! ¡Me das un hijo y me abandonas tú...!

-¡Sé mi esposa, Blanca! -fue mi única contestación-. Labremos la felicidad de ese ángel que llama a las puertas de la vida.

Blanca permaneció mucho tiempo silenciosa.

Luego levantó la cabeza con una tranquilidad indefinible, y murmuró:

-Seré tu esposa.

-¡Gracias! ¡Gracias, Blanca mía!

-Escucha -dijo al poco rato-: no quiero que abandones tu carrera...

-¡Ah! ¡Mujer sublime!

-Vete a tu Juzgado... ¿Cuánto tiempo tardarás en arreglar allí tus asuntos, solicitar del Gobierno más licencia y volver a Sevilla?

-Un mes.

-Un mes... -repuso Blanca-. ¡Bien! Aquí te espero. Vuelve dentro de un mes y seré tu esposa. Hoy somos 15 de abril... ¡El 15 de mayo, sin falta!

-¡Sin falta!

-¿Me lo juras?

-Te lo juro.

-¡Aún otra vez! -replicó Blanca.

-Te lo juro.

-¿Me amas?

-Con toda mi vida.

-Pues vete, y ¡vuelve! Adiós...

Dijo, y me suplicó que la dejara y que partiera sin perder momento.

Despedíme de ella y partí a *** aquel mismo día.


III


Llegué a ***.

Preparé mi casa para recibir a mi esposa; solicité y obtuve, como sabes, otro mes de licencia, y arreglé todos mis asuntos con tal eficacia, que, al cabo de quince días, me vi en libertad de volver a Sevilla.

Debo advertirte que durante aquel medio mes no recibí ni una sola carta de Blanca, a pesar de haberle yo escrito seis. Esta circunstancia me tenía vivamente contrariado. Así fue que, aunque sólo había transcurrido la mitad del plazo que mi amada me concediera, salí para Sevilla, adonde llegué el día 30 de abril.

Inmediatamente me dirigí a la fonda que había sido nido de nuestros amores.

Blanca había desaparecido dos días después de mi partida, sin dejar razón del punto a que se encaminaba.

¡Imagínate el dolor de mi desengaño! ¡No escribirme que se marchaba! ¡Marcharse sin dejar dicho adónde se dirigía! ¡Hacerme perder completamente su rastro! ¡Evadirse, en fin, como una criminal cuyo delito se ha descubierto!

Ni por un instante se me ocurrió permanecer en Sevilla hasta el 15 de mayo aguardando a ver si regresaba Blanca... La violencia de mi dolor y de mi indignación, y el bochorno que sentía por haber aspirado a la mano de semejante aventurera, no dejaban lugar a ninguna esperanza, a ninguna ilusión, a ningún consuelo. Lo contrario hubiera sido ofender mi propia conciencia, que ya veía en Blanca el ser odioso y repugnante que el amor o el deseo habían disfrazado hasta entonces... ¡Indudablemente era una mujer liviana e hipócrita, que me amó sensualmente, pero que, previendo la habitual mudanza de su caprichoso corazón, no pensó nunca en que nos casáramos! Hostigada al fin por mi amor y mi honradez, había ejecutado una torpe comedia, a fin de escaparse impunemente. ¡Y en cuanto a aquel hijo anunciado con tanto júbilo, tampoco me cabía ya duda de que era otra ficción, otro engaño, otra sangrienta burla!... ¡Apenas se comprendía semejante perversidad en una criatura tan bella y tan inteligente!

Tres días nada más estuve en Sevilla, y el 4 de mayo me marché a la Corte, renunciando a mi destino, para ver si mi familia y el bullicio del mundo me hacían olvidar a aquella mujer, que sucesivamente había sido para mí la gloria y el infierno.

Por último, hace cosa de quince meses que tuve que aceptar el Juzgado de este otro pueblo, donde, como has visto, no vivo muy contento que digamos; siendo lo peor de todo que, en medio de mi aborrecimiento a Blanca, detesto mucho más a las demás mujeres... por la sencilla razón de que no son ella...

¿Te convences ahora de que nunca llegaré a casarme?