Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XIV.


Aunque Cisneros dió testimonio de su templanza y de su generosidad en este lamentable incidente, envió poco á poco á sus conventos á la mayor parte de los religiosos franciscanos que tenia á su lado, y que habian sido, sin duda alguna, instigadores ó cómplices de toda la oposicion é intrigas que contra él se tramaban. Algunos retuvo todavía por su fidelidad, mérito y devocion, que después llegaron á grandes puestos, dos á Obispos, uno á Predicador del Rey; pero quedó en su casa el peor de todos, que era su propio hermano.

Obsérvase por regla general en todas las familias que, cuando uno de sus individuos llega á sobresalir y á ocupar un puesto preeminente en cualquier carrera, arte ú oficio, todos ó casi todos los que á esa familia pertenecen creen que, sin duda por venir del mismo tronco, tienen igual capacidad y pueden abrigar iguales aspiraciones. Esto, que en cierto modo es pausible, pues es honrar al que sobresale seguir sus pasos en todo, tiene tambien sus inconvenientes, pues si no han recibido de Dios, que es lo ordinario, la misma aptitud los imitadores, quedan rezagados; y entónces, ó vienen á ser escándalo de la justicia si el adelantado los empuja con su favor, que es lo natural, dada la fragilidad humana, ó son manantial contínuo de reyertas y disgustos íntimos, si aquel los retiene por respeto propio en su merecida esfera, lo cual sucede raras veces, y de ello hay abundantísimos ejemplos en todas las épocas; y cuando se presenta ese singular fenómeno, más bien que un corazon sin ternura, que es lo que los desairados dicen, es preciso confesar que allí puede haber una entereza y un heroismo que admirar y aplaudir.

No tuvo ese heroismo Cisneros respecto de su hermano Bernardino, pues cuando se retiró á un cláustro, empezó por renunciar en él todos sus beneficios, que más adelante renunció tambien para abrazar la Orden de San Francisco, en donde tanto se distinguia su hermano. Llegado Cisneros á Arzobispo de Toledo, vínole Bernardino á buscar y se le constituyó en su Palacio, en donde le recibió con ternura de hermano, le dió la Superintendencia de su casa, como habia hecho con él el difunto Cardenal Mendoza cuando estaba en Sigüenza, y le hablaba con confianza de los negocios de la Diócesis. Pronto comprendió Cisneros que no podia sacar partido del carácter turbulento, caprichoso é irascible de su hermano, quien se erigió en amo absoluto del Palacio episcopal, despidiendo criados, lastimando á amigos, ofendiendo á empleados, mandando en todo á su placer, granjeándose una antipatía universal. Disimulaba Cisneros sus defectos con amor de hermano; pero cuando le reprendia por sus defectos, Bernardino le replicaba con insolencia y se iba á un convento de su Orden por algunos dias para desahogar la cólera, pasada la cual, como si nada hubiera ocurrido, se presentaba de nuevo en el Palacio del Arzobispo. Aumentaba de dia en dia la bilis del Bernardino, y en uno de estos eclipses la desahogó en un infame libelo, aborto de su natural maligno é inspiracion, segun algunos, de los hermanos de su Orden, que lo tomaron como el instrumento más á propósito para desautorizar al Arzobispo, pues aparte de que un hermano está en posesion de aquellos secretos, confianzas y debilidades que no alcanza el vulgo de las gentes, siempre tienen una autoridad y una fuerza sus palabras, aunque palpiten en ellas la injusticia y hasta la monstruosidad, que ceden en daño del que es objeto de diatribas semejantes.

Terminó su obra Bernardino, y para alcanzar el fin que se proponía, —¡menguado fin por cierto!— espiaba la ocasión de presentarla á la Reina. Supo el complot á tiempo el Arzobispo, y dió órden para que detuvieran á Bernardino y ocuparan todos los objetos de su pertenencia, entre los cuales se encontró el libelo mencionado, escrito de su puño y letra. Sufrió Bernardino por consecuencia de este atentado una dura prision, primero en Alcalá, después en Guadalajara, en donde pasó una larga enfermedad, moral más bien que física, desesperacion de la impotencia, al fin de la cual, oia porque se arrepintiera de la enormidad de su crímen, ora porque la razon, en medio de la soledad, le iluminara respecto á su verdadera conveniencia y á sus verdaderos deberes, que eran estar bien con su hermano, pidió gracia al Arzobispo, que se apresuró á concedérsela por completo, con olvido absoluto de lo pasado, llevando hasta la imprudencia su abnegacion y su generosidad, pues llegó á reinstalarle en su Palacio con las facultades y con la autoridad antiguas, de las que no tardó ciertamente en abusar.

Andaba indispuesto por aquellos dias el Arzobispo cuando su liermano llegó á Alcalá, y aprovechándose éste de las circunstancias, contra la expresa prohibicion de aquel, favoreció en un pleito á una de las partes, por su desgracia la que no tenía razón, ejerciendo una verdadera presion sobre los jueces. La parte perjudicada puso el grito en el Cielo, se quejó al Arzobispo, y éste, que tan amante de la justicia era, examinó por sí el pleito, y al convencerse del derecho que le asistia, llamó á los jueces, los reprendió duramente, y á toda costa quiso reparar el perjuicio. No tuvo límites la cólera de Bernardino cuando supo esta conducta de su hermano, pues supuso que lo hacía exclusivamente por sistema de chocar con él y desautorizarle con las gentes; de modo que, sin consideracion alguna á su enfermedad, que lo tenía postrado en cama, entró en la habitación del Arzobispo, que estaba solo, y tratándole de mal hermano, que nunca se habia cuidado de sus adelantos y de su fortuna, que siempre lo habia tenido abandonado, acabó por dirigirle las injurias más atroces. Cisneros le mandó salir de su cuarto y le dijo que no volviera á su presencia, amenazándole con prision más dura que la anterior; y entónces Bernardino, ciego de ira, cogiendo la almohada sobre que reposaba la cabeza de aquel y tapándole la boca á fin de que no pudiese llamar á nadie, apretóle la garganta con entrambas manos hasta que lo creyó muerto.

Salióse el criminal entónces, y encargando á los pajes y criados que no hicieron ruido alguno para no despertar á su hermano, procuró esconderse, pero uno de aquellos advirtió la turbacion y sobresalto con que hablaba, y recordando las descompasadas voces que daban en la pasada contienda, entró á ver al Arzobispo, que encontró medio espirante, casi asfixiado, sin respiracion, sin pulso, con todos los síntomas de la muerte. Llamó, gritó, puso en alarma á todo el mundo, acudieron los demás criados, vinieron los médicos, y vuelto un poco en sí el Arzobispo, gracias á los auxilios que se le prodigaron, dió á entender lo que habia pasado, llamando ingrato y fratricida al desacordado Bernardino; pero, serenado al fin, exclamó: Alabado sea Dios, que harto más vale haber corrido tan gran peligro que haber tolerado una injusticia.

Buscóse á su hermano, y al fin se dió con él, que reconoció su crímen y pedia á voces que se le quitase la vida. Los jueces ordinarios le procesaron al punto, y era de esperar que se le hubiere condenado á la última pena, si el Arzobispo no se hubiera interpuesto con toda su influencia para cortar los procedimientos. Esta conducta noble y generosa respondia, á la vez, á los sentimientos humanos de su corazon, á su carácter sacerdotal y á las previsiones de la prudencia más consumada. Aunque era atroz el crímen de su hermano, aunque pudiera sospecharse que otros lo impulsaban, la mancha que hubiera caido sobre él, habria salpicado á Cisneros, á toda su familia, á la Orden á que pertenecian entrámbos. La generosidad aconseja á veces lo que pide el egoísmo. El perdon y la amnistía queden determinados casos pueden ser cálculo de la cabeza, aparecen como á primera vista inspiracion de un carácter magnánimo. Quizás estos perdones forzados, quizás estas amnistías obligadas, dejan en el ánimo que los otorga, al parecer con tanta espontaneidad, hondos y perdurables resentimientos que luego, á cierta distancia, cuando ya todo parece olvidado, dan en la oscuridad tristes y amargos frutos. Por fortuna de Cisneros y de su limpia fama, ni de cerca ni de léjos, siguió ninguno de estos lamentables hechos al perdon que otorgó á su hermano, llevado de sus nobilísimos sentimientos. Contentóse con enviarle al Monasterio de Torrijos, cerca de Toledo, para hacerle pasar el resto de su vida en retiro y penitencia, y aunque para volverlo á su gracia se empeñaron personas de consideracion, y hasta el Rey D. Fernando, sólo consiguieron que le señalara una pension de 800 ducados

á condición de vivir en un convento, y de no presentarse nunca en su casa.

En cambio, tomó por su cuenta la educación del paje, que verdaderamente lo habia librado de la muerte, y le dio toda la vida grandes pruebas de su cariño y agradecimiento.