El cardenal Cisneros/XIII

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XIII.

Durante este tiempo, los Franciscanos, cuya reforma había emprendido Cisneros con tanto vigor, cuando era su Provincial y simple Confesar de la Reina, no habian cedido en su enemiga contra el Arzobispo. Por el contrario, habían ganado á su causa á los mismos familiares del Prelado, quienes, despechados por no encontrar en él la proteccion con que se prometiam llegar á todas las dignidades y magistraturas, sinó más bien una severidad de conducta que los mantenía en el cumplimiento de loe deberes religiósos y apartados del productivo contacto de lá Corte, se entregaron á todo género de murmuraciones y de intrigas, cosa que no extraña á quien conoce el corazon humano, pues los que se suman y siguen á una eminencia por interes, cuando no hartan su codicia, cambian en ódio su hipócrita adhesion y su mentido afecto. Cisneros era, pues, para todos los Franciscanos en general, y para sus familiares en particular, el enemigo más encarnizado de la Orden de San Francisco: habia salido de ella para deshonrarlos, no para enaltecerlos; trataba á sus hermanos como esclavos, no como compañeros, y en lugar de protegerlos, áun siendo distinguidos y sábios, desviaba el ánimo de la Reina cuando pensaba en adelantarlos. En la conversacion, en el confesionario, en el púlpito, en todas partes hablaban los Franciscanos abominaciones de Cisneros, le llamaban hipócrita, no le concedian mérito ni virtud alguna; le consideraban un mónstruo de maldad y de ingratitud, y no se vedaron arma, por innoble y villana que fuese, para deshonrarle y perderle, ya en la Corte de España, ya en la Pontificia, envenenando tal vez el corazon de Bernardino Jimenez, que intentó envilecer primero y asesinar después á su propio hermano. ¡Tanto ciega el mundanal interes áun á los que hacen profesion de virtud, dándose casos como éste en que sacerdotes, más obligados que nadie á practicarla, no reparan en medios para conseguir sus fines, y el confesonario, y el púlpito, y las cosas más santas se utilizan, á la par del crímen, en pro de ruines propósitos y miserables egoismos!

Cisneros oponia á todo este hervidero de malas pasiones su austera conducta y su inalterable firmeza. Un dia en que un predicador franciscano, lleno de santa cólera, tronaba desde el púlpito contra el lujo en el vestir, aludiendo con gran trasparencia á Cisneros, allí presente, que llevaba un soberbio traje adornado con armiños que le habian regalado, éste oyó con paciencia suma todo el sermon, y al acabar la ceremonia religiosa llamó á la sacristía al severo predicador, y allí, alabando su discurso, le enseñó el tosco sayal de su Orden pegado á la carne, que ocultaba debajo de aquellas exterioridades fastuosas impuestas á su dignidad, cuando el fraile, segun algunos, cubria finísimos lienzos con su hábito de Franciscano.

No con menor fortuna salió Cisneros de la asechanza que los Franciscanos le tendieron cerca de la Reina por medio del General de su Orden, que hicieron venir con este objeto desde Roma. Después de muchos conciliábulos, convinieron el General y los enemigos del Arzobispo en que el medio más seguro de acabar con él era desautorizarle en el ánimo de la Reina, con cuyo objeto aquel pidió una audiencia que le fué fácilmente otorgada. La gran autoridad de que se presentaba revestido el General de los Franciscanos; su solemne venida de Roma, que revestia su persona de no menor prestigio; el lenguaje severo que pensaba emplear, y el dirigirse á una mujer sobre quien, por regla general, es muy fácil ejercer influencias y fascinaciones de cierto género, sobre todo cuando se habla en nombre de la Religion, le hicieron creer que, después de esta escena, tan cómica y sábiamente ensayada, el gran Consejero de la Reina, su Confesor y primer Ministro, estaba perdido sin remedio. El General de los Franciscanos empezó por maravillarse de que la Reina hubiera elegido para el Primado de España á un sugeto sin gran naturaleza, ciencia ni virtud, cuya santidad no era más que hipocresía, y que sólo habia llegado á las dignidades por medio de artificios; motejó la ligereza de su conducta que habia pasado de la extrema miseria al fausto excesivo, le tachó de intachable y feroz, conjurando por último á la Reina á que reparara el agravio que habia hecho á la Iglesia de Toledo, deponiéndole ú obligándole á dimitir un puesto que él mismo debia comprender y habia confesado que no era capaz de gobernar.

Quizás el buen fraile pecó de exceso de celo; quizá creyó que, áun hablando con una Reina, tenia enfrente, después de todo, á una mujer vulgar; á una de esas naturalezas nerviosas é impresionables que sufren tan dulcemente las piadosas obsesiones de clase tan respetable, cuando no son dóciles instrumentos del fanatismo; pero por fortuna la primera Isabel era una gran Reina, cuyo espíritu profundo y sagaz adivinaba ó veia la intriga á través de las apariencias de celo, y cuya voluntad, firme y entera de suyo, no se doblaba fácilmente á los caprichos ó intereses de un fraile fanático venido de Roma para desautorizar al hombre de su confianza y que más valia en sus Estados, amparar al clero en sus desórdenes y perturbar su Reino. Así es que, cuando el General se lisonjeaba de acabar con el poder del Arzobispo en aquella entrevista tan calculadamente preparada, lo que hizo fué afirmarle y consumar su propio desprestigio. La Reina se indignó de su atrevido é irreverente lenguaje; hubo instante en que pensó interrumpirle y hacerle salir de la cámara; pero al fin se contuvo y se limitó á decirle: Padre mio, ¿habeis pensado bien lo que habeis dicho? ¿Sabeis con quién hablais? Esta noble y severa moderacion, que tan bien cuadraba á la magestad del Trono, acabó de irritar al fraile, de sí ya bien arrebatado y violento, que otra cosa esperaba de sus estudiadas exhortaciones y de sus ardientes conjuros, por lo cual, en el último paroxismo de la soberbia, le replicó á su vez: Si, Señora, lo he pensado bien, y sé que hablo con la Reina Isabel, que es polvo y ceniza, como yo.

El General y los Franciscanos comprendieron que su proyecto habia completamente abortado. Cisneros desde entónces tuvo más en su favor el ánimo de la Reina (que siempre aumenta la simpatía de las almas nobles en favor de aquellos que son objeto de emulaciones bastardas y de envidias ruines); pero no por eso quiso justificarse con ella y ni mucho menos abusó de su triunfo mostrando su disgusto al General, á quien, por el contrario, manifestó gran consideracion y respeto.