Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


LXXII.

Cisneros siguió su camino para llegar á Aranda á pesar de su enfermedad. Su espíritu, siempre entero, parecía como que contenia el desarrollo de ésta. Es más: ya á las puertas mismas del sepulcro, tuvo rasgos de energía dignos de sus mejores tiempos, ora con el Príncipe D. Fernando que seguía siendo bandera de rebelión para algunos Españoles, ya con el audaz Girón que quiso mover de nuevo á Andalucía, ya con el Consejo de Estado que le acompañaba y que no creyó necesario su permiso para adelantarse á recibir á D. Cárlos, una vez desembarcado éste en las costas de España.

Don Cárlos, que comprendió por fin la conveniencia de renovar la casa de su hermano el Infante D. Fernando, dirigió pliegos importantísimos al Cardenal, que precedieron pocos dias á su llegada: contenian estos pliegos una carta para el Infante y otra para Cisneros, dándoles cuenta de lo que habia resuelto. Cayeron en manos de Adriano aquellos papeles, y éste comunicó al Infante las cartas que se dirigian á él, enviando después á Cisnerós las suyas, de modo que, cuando el asunto debia verificarse sin ruido, por disposiciones que éste tomara, el Infante y todos los empleados de su casa lo supieron ántes que nadie y se alborotaron. El joven Don Fernando vio á Cisnerós al dia siguiente, produciéndose en su presencia, á veces con sentimiento, á veces con ira, quejándose de que sin razon se le quitasen sus fieles servidores, haciéndole tal afrenta el Cardenal, á quien siempre habia mirado como á un amigo y casi como á un padre. Cisneros procuró consolarle, quiso hacerle comprender el deber en que estaba de adelantarse á las órdenes de su hermano y señor, le aconsejó que no le convenia tomar otro camino, porque de esta manera causaria la ruina de aquellos cuyos intereses tomase inconsideradamente por su cuenta. No persuadieron al Infante estos razonamientos, replicó ásperamente al Cardenal, y le dijo: que pues quería la perdición de su casa, él buscaría medios de salvarla. Buscad, pues, esos medios, —le contestó el Cardenal con entereza,— y yo os juro, por la vida de vuestro hermano, que ni vos, ni toda España junta impediréis que las órdenes que yo he recibido del Rey, no sean mañana ejecutadas.

Grande fué la arrogancia de D. Fernando en esta ocasion, pero no tenía fuerzas para cumplir las amenazas que proferia. Cisneros que amaba á este joven, pero que estaba dispuesto á mantener la causa de la legitimidad que representaba su hermano, la cual en todos tiempos tiene tanta fuerza, tomó sus medidas para frustrar todo plan que en su desesperacion pudieran imaginar el Infante y sus consejeros. Tenia sitiado el pueblo y vigilada la casa de Don Fernando, de modo que éste pasó la noche profiriendo vanas amenazas, y el dia siguiente quedaron cumplidas las órdenes del Cardenal en todas sus partes, bien que con una estéril protesta del Infante formulada ante el Consejo de Estado, algunos Obispos que habia en Aranda y los dos Nuncios del Papa.

Gran mérito dió la Corte de Bruselas á este servicio que consideraban como un golpe de Estado contra la casa del Infante á quien suponían con grandes simpatías en Castilla y con medios para encender la guerra civil. Quisieron los Flamencos al ménos ganarse al Marques de Astorga y al Conde de Lemos, inmediatos parientes de los servidores principales del Infante, y enviaron á Cisneros cartas del Rey para dichos señores en que se les venia á suplicar que ayudasen en su obra al Regente, puesto que éste era el interés del Príncipe. Demás está decir que Cisneros no entregó estas cartas y que se rió del miedo de los Flamencos, quienes no comprendían que teniendo razón, en caso alguno es conveniente suponer que haya quien pueda resistir, pues esta creencia da orígen á timideces en los Gobiernos que enervan su acción al paso que alientan y embravecen á los que tienen enfrente como enemigos.

No ménos energía manifestó Cisneros cuando el tenaz D. Pedro Girón, creyéndole medio muerto en el convento de Aguilera é incapaz de resistir, se apoderó de nuevo del Ducado de Medinasidonia. Cisneros acudió á su recurso de siempre, á las milicias, que tan buen resultado le hablan dado contra todos, y mandó al Conde de Luna, Gobernador de Sevilla, que á toda costa persiguiese á Girón y se apoderase de él vivo ó muerto. Mal lo habria pasado esta vez el hijo del Conde de Ureña, pues Cisneros queria castigar ejemplarmente sus reincidentes rebeldías, si no hubiera depuesto prontamente las armas y trabajado grandemente su padre para obtener su perdon en los momentos de la llegada del Príncipe.

Ya una vez D. Cárlos en España, que llegó á las costas de Asturias y desembarcó cerca de Villaviciosa á mediados de Setiembre de aquel año (1517), todo el mundo queria ser el primero en saludarle como para recojer las primicias de su poder, según es costumbre, y el Consejo de Estado deseaba adelantarse también, movido por D. Antonio Rojas, Arzobispo de Granada y su Presidente, que siempre en secreto hostilizaba á Cisneros. Este, que se distinguía por su previsión, enseñó al Arzobispo y demás Consejeros cartas de D. Cárlos en que se les prevenía que no se separasen del lado del Regente hasta que mandase el Príncipe lo que se hubiese de hacer; pero siguiendo en sus propósitos Rojas y casi todos sus compañeros que dijeron al Cardenal que este no era tiempo de recibir órdenes suyas, escribió con grande energía al Rey contra esta especie de rebeldía, diciendo respecto de Rojas y de los demás «que si su Alteza no fuera venido que yo lo castigara como fuera menester y antes de tres dias pusiera consejo nuevo, como convenia al servicio de su Alteza y que por aqui puede ver la vida que con ellos he tenido todo el tiempo pasado.» El Arzobispo y compañeros recibieron en el camino orden de retroceder y de esperar en Aranda al lado del Cardenal ó en el punto á que éste se dirigiese. No, no se podia jugar impunemente con el Cardenal, ni aun en aquellos momentos, que eran la agonía de su poder y la agonia de su existencia, cuando sintiéndose próximo á su fin se ocupaba de revisar su testamento en el Monasterio de Aguilera. El caso del Infante, el de Girón y el del Arzobispo Rojas demuestran que Cisneros conservó el temple varonil de su carácter, la energía de hierro que siempre le distinguió hasta el instante de bajar al sepulcro. En cambio, si con los señores Consejeros estuvo tan implacable, dijo al Almirante de Castilla y á otros Nobles que solicitaron la honra de formar parte de su comitiva para recibir á Don Cárlos, que se adelantaran á presentarse á él con el cortejo y brillantez que debia acompañar á los Grandes de España para que el Rey advirtiera la diferencia que habia entre los Nobles castellanos y los flamencos.