El cardenal Cisneros/LXXI

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


LXXI.


Habia, sin embargo, otro peligro en la situación de España, que al ilustre Regente no habia de ser tan fácil conjurar. Murmuraban todos en voz baja de los Flamencos, de su avaricia, de sus fraudes, de sus robos, y estas murmuraciones llegaban á repetirse por lo alto, convenciéndose los Españoles de que esta era la opinión general. Si alguna vez se aplacaban estos rumores cuando se anunciaba la venida del Rey, reproducíanse con mayor fuerza cuando se desvanecía aquella esperanza, y entónces se celebraron ya juntas públicas para representar contra la venta de cargos, tráfico de beneficios, disipaciones y demás escándalos que con razón se atribulan al Consejo de Flándes. Búrgos y Valladolid fueron las primeras en tocar á rebato; otras muchas ciudades las siguieron, y en 17 de Marzo de 1517 escribe Cisneros á Flándes recomendando á Toledo, porque «no quiso concurrir por via de juntas con otros pueblos y cibdades destos rreynos, viendo que aquello no cumplía al servicio de su alteza.» El movimiento de los pueblos era casi unánime: todos pedian que se atajase aquella prodigalidad de la Corte de Flándes; quién que se exigiese al Rey su pronta venida, ó de no realizarla, la eliminación de todo Flamenco en sus Consejos, poniendo en su lugar á Españoles de virtud probada; quién que se tomase un acuerdo general declarando incapaces á los extranjeros de poseer oficios ni beneficios en Castilla. Cisneros, cediendo al consejo de los más prudentes, y como para dar una satisfacción á la opinión pública, que tan enérgicamente se pronunciaba, convocó la reunión de Estados para el otoño próximo, porque así podia calmarse algún tanto la efervescencia popular, ganaba tiempo y se prometía que, llegando ántes el Rey, los Diputados de las ciudades se reunirian, más para darle honor, que para perseguirle con desabrimientos y quejas.

Calmóse algún tanto la indignación de los pueblos con estas promesas, con estas seguridades; pero cuando pasaron dias y vieron que el Rey no llegaba, las murmuraciones y las quejas se reprodujeron con más calor. Hablaban ya mal del Cardenal, á quien reprochaban de no ponerse abiertamente al lado de los Españoles en aquella lucha contra los Flamencos. Corrían libelos difamatorios contra el Consejo de Regencia, y aunque sus compañeros se irritaban contra sus autores y pedian castigo para ellos, Cisneros los despreciaba, manifestando que los que se levantan á grandes dignidades, si tienen tranquila la conciencia, deben dejar el miserable desahogo de la murmuración á los que están por debajo. Empero, si nuestro Cardenal era en España el mejor escudo de D. Cárlos y sus Flamencos (por lo que ya los Españoles lo hacian blanco de sus anatemas tambien), no cesaba de escribir una y otra vez contra la mala administración de aquellos, encareciendo al Rey la necesidad de que viniera sin más dilación á sus Estados. Necesitábase en España la Bula de Cruzada para recoger sus rendimientos, y escribía á Bruselas para que D. Cárlos tuviera en cuenta «que aunque venga la cruzada si su alteza no viniese en estos sus rreynos seria de muy poco fruto lo que se hiziesse, porque los que han de servir en tales jornadas quieren echar cargo á su rrey y señor para rrecibir premio y mercedes de su trabajo; pues ponen sus personas, vidas y haziendas en aventura: y quando no tienen rrespecto á servir á su rrey y señor, no curan de otra cosa sino de rrobar y aprovecharse, y desta manera se destruyen las huestes y las armadas [1].» Todavía era más apremiante y perentorio su lenguaje cuando, contemplando la agitación creciente de los pueblos, veia próximo un conflicto. «Venid, señor, á sosegar estas tempestades; el pueblo es insolente, quando ha tomado ya una vez la libertad de hablar, y los que se han querellado con altas voces, no están muy lejos de inquietarse.»

Comprendía Cisneros, con su perspicaz mirada de hombre de Estado, que la reunión de Córtes iba á ser la señal de este conflicto: tomó sus medidas, comprendió que en Madrid, donde tan fuerte era, podrían reunirse las Córtes sin peligro y contener á los Diputados en sus demasías, y así los convocó para dicha villa, dado el caso de que el Rey no abandonase á Flándes; pero al fin Don Cárlos se embarcó, y el Cardenal, acompañado del Consejo de Estado y de muchos Grandes, se puso en camino tambien, siguiéndole el Infante D. Fernando. Proponíase aguardar en Aranda del Duero para tomar el rumbo conveniente según el puerto á que abordase la escuadra de Flándes; pasó por Torrelaguna, lugar de su nacimiento, como para darle el último adiós, y de allí se encaminó hacia una aldea llamada Boceguillas, en donde suponen algunos que fué envenenado durante la comida, si bien nosotros creemos que no hay fundamento bastante para creer lo que la tradición cuenta, entrando en pormenores para acreditar esta maldad de verosímil. Cierto es que después de comer se sintió enfermo; también se dice que Francisco Carrillo, que habia servido á Cisneros en Boceguillas, y probado, segun costumbre, los manjares que le servia ántes de presentarlos á la mesa, se sintió después gravemente indispuesto; tambien se dice que un caballero enmascarado avisó á unos religiosos que iban á Boceguillas para que se apresuraran á incorporarse con el Cardenal á fin de que le hiciesen saber que lo iban á envenenar en la comida por medio de una gran trucha, y que cuando se dijo á Cisneros, éste contestó con calma: si esta desdicha me ha ocurrido, no es ciertamente de hoy, contando á aquellos religiosos que algunos dias ántes, abriendo una carta que de Flándes le dirigían, salió un vapor de ella que le penetró en los ojos. Quién supone que el veneno vino de Flándes; quién culpa á Varacaldo, Secretario del Cardenal, pero ni éste ni sus amigos sospecharon de él; y Pedro Mártir y Carabajal, que tan minuciosamente hablan de todas las cosas de aquel tiempo, no dicen una palabra sobre punto tan grave.


  1. Apéndice VIII de la Colección de los Sres. Gayangos y la Fuente.