El caballero de las botas azules/VIII

VII
El caballero de las botas azules: Cuento extraño (1867)
de Rosalía de Castro
Capítulo VIII
IX

Capítulo VIII

En las novelas, las mujeres son siempre discretas y hermosas, hablan el lenguaje de las musas y escriben poco menos que Madame de Sévigné; pero si se desciende a la realidad de los hechos, esto no es siempre cierto y aun estamos tentados a decir que casi siempre es mentira.

Las mujeres hablan sencillamente el lenguaje de las mujeres, y apenas aciertan alguna vez a conversar, como dicen ciertos sabios, útil y razonablemente; mas a pesar de esto conservan incólume el indisputable mérito y el atractivo irresistible con que Dios bondadoso oculta sus imperfecciones y su debilidad más imperfecta todavía.

Feas o bonitas, las unas cargan sobre sus hombros la pesada cruz del matrimonio, viven las otras resignadas o alegres en el estado honesto propio de las almas recogidas y amantes del reposo; mas, si en verdad no son tan poéticas ni espirituales como se desearía, y su belleza física tiene por lo común defectos que pueden pasar por no vistos, si no son, en fin, tan perfectas ni escriben tan bien como las novelas cuentan no debe culpárselas a fe porque cumplan debidamente su misión haciendo hasta la muerte su papel de mujeres. Cosa es ésta digna de la mayor alabanza, cuando hay tantos hombres que ejecutan el suyo de la peor manera, dándose a divagaciones prohibidas a los entendimientos vulgares, puesto que nacieron para vivir modesta y honradamente, haciendo compás con el martillo o el azadón, al huso con que hila el blanco lino su buena esposa.

Por lo demás, cuando el amor, la vanidad o la pasión dicta una epístola a la mujer, allí va estampada la prueba más tristemente palpable de su común indiscreción. Ni el mismo talento la excluye muchas veces, en este punto, de rendir culto a su débil cuanto impresionable naturaleza, cuando latiéndole el corazón y con una nube de fuego en el pensamiento coge la pluma y escribe.

He aquí por qué ellos, al ver tal, exclaman en tono de protesta: «No la pluma en tu mano, mujer nacida para educar a mis hijos: la aguja y la rueca son tus armas».

Y tienen razón al hablar así. ¿Pero no han previsto que sus hijos tendrían dos madres? ¿Que la rueca caería en desuso y que la aguja quedaría relegada a las costureras? ¿En qué han de ocuparse entonces las mujeres?...


EPÍSTOLA I

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Ojos negros, cabellos negros y rizados, color pálido, alta, delgada, vestido blanco y una flor azul en el pecho. Esta noche en el teatro Real, palco principal de la izquierda. -Se espera al señor duque para hacerle una advertencia particular que le interesa.


EPÍSTOLA II

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En vano he esperado la otra noche que el señor duque se detuviese a mi lado algunos momentos más que los que ha tardado en saludarme de aquella manera que me dejó tan confusa... y como tengo grande interés en saber cómo las mujeres de la aristocracia rusa visten de mañana, espero de la amabilidad del señor duque que, para enterarme de ello, se digne esta noche pasar a mi palco en el teatro Real, a cuyo favor le quedará eternamente agradecida su admiradora.

LA CONDESA PAMPA


EPÍSTOLA III

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Una hija de la virgen América y ausente de su patria adorada, suplica al duque de la Gloria, venga a decirle con sus propios labios cuánto son hermosos los bosques que la vieron nacer, cuánto es admirable entre todas su tierra natal. La recompensa de tal favor será un afecto entrañable y puro, un agradecimiento eterno, tal como puede sentirlo una descendiente del desgraciado e inmortal Moctezuma. Teatro Real, palco segundo de la derecha.


EPÍSTOLA IV

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Caballero: no sé siquiera por dónde tengo de empezar para decirle lo que quiero decirle, pues es el caso que mi señor padre quiere casarme y yo no quiero, con Melchor, y como no le he visto a usted hace más de quince días y no he vuelto a verle hasta anteayer, que pasó usted de mucha prisa, escribo para decirle que, una vez que mi padre quiere casarme, me case con usted, que entonces no tendré inconveniente y quedaré muy contenta que si no estaré muy triste, que ya lo estoy. Venga usted, pues, a hablar conmigo, porque voy todas las tardes al cementerio y estoy mirando para él desde la verja, porque me gusta. Soy la sobrina de doña Dorotea, la que tiene colegio y que vive en la Corredera del perro, y también voy muchas veces por la tarde a la calle del Clavo a ver a mi padre, que está cerca de aquí. Muchas más cosas quisiera decirle a usted, pero no sé decirlas por escrito. Adiós, caballero, hasta que nos veamos.

MARIQUITA


Mientras el ayuda de cámara le peinaba, tenía el duque de la Gloria abiertos estos billetes delante de sí; mas no tardó en entrar un arrogante moro trayendo una caja de terciopelo que colocó sobre la mesa.

-Dios es grande -dijo, llevando la mano a la frente-, Dios es poderoso y justo y favorece a mi señor por medio de bellas criaturas con los más ricos presentes.

-Favorézcale por largos días, Zuma... -respondió el duque sonriendo con ironía mientras lanzaba una mirada burlona sobre la cajita y las cartas.

El moro se puso a avivar el fuego medio apagado de los pebeteros que ardían en la estancia, haciendo resonar después las cuerdas de un bandolín con que acompañaba una extraña y melancólica tonada de las que cantan en medio de la noche los hijos del desierto.

Seguían en tanto el ayuda de cámara peinando al duque, ya de ésta, ya de la otra manera, ya hacia arriba, ya hacia abajo, ya dividiendo en partes iguales su un tanto indómita cabellera, ya agrupando sobre un lado la mayor porción, hasta que cansado el caballero dijo como si despertarse de un sueño:

-¿Te duermes? Péiname a la victoria y aprisa.

Ejecutada esta orden con la brusca rapidez con que había sido dada, la cabeza del duque quedó bien pronto convertida en una pirámide de rizos elevados de tal modo sobre la frente que en vez de cabellera bien pudiera llamarse aquel agrupamiento de ondeadas y recias crenchas selva virgen o enmarañado laberinto de aliagas visto en una noche oscura.

-¿Te parece que estoy bien? -le preguntó a su hábil peluquero irguiéndose lleno de majestad.

-¡Oh!, si el señor más ilustre de la tierra me permitiera decirle hasta qué extremo...

-Di cuanto quieras... lo mando.

-Pues bien, ya que el señor me lo ordena me atrevo a asegurarle que su cabeza parece una viva proclama revolucionaria.

-¡Tú serás algo! -exclamó el duque con aplomo-... Tú llegarás, si es que lo intentas, a alcanzar el gran brevete del siglo.

El ayuda de cámara, que había nacido en el particular instinto de adivinar más de lo que se le quería decir, hizo una reverente cortesía y se retiró llevando en los labios una complaciente sonrisa.

-Ahora Zuma -dijo el duque volviéndose con aire confidencial hacia el moro-, deja en reposo tu bandolín y dame cuenta de lo que has visto.

Obediente el moro, apagó al punto con la mano las últimas vibraciones del sonoro instrumento y colocándose en una actitud humilde exclamó con la más ardiente expresión:

-Todas mujeres hermosas, señor, todas bellas como la espuma que salta de la onda cristalina cuando la luna se refleja en el mar, todas frescas y llenas de aroma y juventud, como la rosa entreabierta que en una alborada de mayo recibe el primer beso del sol, cubierta por el rocío, que es el velo con que oculta su rubor. La de la negra y ondeada cabellera, que viste de armiños y se adorna con flores azules... ¡oh, mi dueño!, cándida y virginal, como el manantial de una fuente que brota entre azucenas, la más humilde mirada parece herirla como un dardo envenenado; aseméjase a las hijas del aire, que tiemblan cuando las alumbra un rayo del sol, o a un vaporoso espíritu de las nieblas que el menor soplo disipa. Cuando me divisó entre la muchedumbre, como si adivinase que vos me mandabais contemplarlas, o cual si de la atmósfera que os rodea llevase en mí el perfume, la vi estremecerse como una gota de agua cuando cae y mirarme cerrando casi al mismo tiempo los ojos como si me dijese ¡bien venido! Pasé y miréla también y comprendióme sin duda pues alargando la mano dejó caer el pequeño abanico que en ella llevaba y que es este que os presento.

Zuma sacó entonces de debajo de su caftán el abanico más primoroso que imaginarse pueda y lo entregó al duque, que, abriéndolo, vio estampado en él la figura de una mujer en actitud de consultar su horóscopo.

-El horóscopo de las criaturas, hermosa dama -exclamó el duque con su habitual sonrisa-, se lee en el reverso de lo que se desea. Historia universal.

Y colocando el abanico sobre una mesa añadió:

-¿Y qué más has visto?

-¡Oh!, la condesa... es una hija del cielo, bajada a la tierra e iluminada por el esplendor del mediodía, es un serafín con alas de mariposa y ambarado cutis, un copo de nieve, a quien el sol ha prestado sus doradas tintas y la aurora el esmalte diáfano de las esferas... pero tiene el mirar de fuego, que un lánguido y rasgado párpado basta a mitigar apenas...

-Gusto poco de serafines terrestres, Zuma.

-La que se hace llamar Casimira, ¡ella sobre todas, dueño mío! No es más magnífica la reina de las flores, cuando con las aterciopeladas hojas, cubiertas de estambres de oro, se levanta altiva entre cándidas azucenas y desmayados lirios. Verla es amarla, poseerla debe ser una felicidad tan rara como la que Mahoma promete a sus elegidos en la eterna vida... debe ser...

-Pasa... pasa...

-Dura es la transición, señor; lo es tanto como salir de un tibio baño de perfumes para entrar en una piscina.

-No importa... eso me agrada.

-Tres cardos de esos que el viento de la costa seca con su soplo airado y azota con la arena de la playa, me han hablado también de mi dueño con una curiosidad tan viva y tan ardiente afán que me hacían temblar y recordar las hadas negras que vagan por las llanuras desiertas de mi patria para chupar la vigorosa sangre de las jóvenes que encuentran en su camino.

-Bienhechores cardos... -exclamó el duque, con beatitud-. ¡Hábleme de ellos!...

-Fastidioso e insulso tengo que ser en semejante relato, amo mío. ¡Si mi dueño las viera!... Semejábase la una, por la hinchazón de las carnes, al higo que, no maduro todavía, parece hidrópico y próximo a reventar de ahíto; era la otra como una de esas manzanas de invierno, cuya piel, de un color rojo oscuro, se arruga cuando ya no está en sazón; y la más joven, ¡pluguiera a Dios no lo fuera!, tal como un caracol alarga los cuernecillos, parecía alargar, entre dos párpados infartados, dos pupilas azules que al mirarme se revolvían como inquietos bichillos.

-¿Y qué te han dicho?

-Querían saber de dónde viniera el señor duque, cuál era su patria, su familia, su edad, su nombre de pila, de qué eran sus botas y su corbata y sobre todo deseaban oír de los propios labios del señor duque las maravillosas historias de sus viajes.

-Poca cosa... ¡inocentes criaturas!

-Lechuzas, más bien, y perdóneme mi dueño si en honor de la verdad me atrevo a corregirle: lechuzas y mochuelos son, de esos que no saben más que agacharse en su nido y chupar noche y día, ya que no aceite, pastillas tan empalagosas como ellas.

-Cada cual se ocupa en lo que puede y no porque chupen pastillas las estimaré menos.

-Que Alá os dé felices aspiraciones... pero, el higo-hidrópico, me decía suspirando: «¡Ay!, el caballero de las botas azules es una verdadera maravilla entre los hombres... Si usted nos dijese, señor moro, cómo nos compondríamos para verle de cerca, la recompensa sería igual a tamaño servicio. Señor, moro, proseguía la manzana de invierno, pestañeando aprisa, como si el sol la hiriese de medio a medio en las pupilas, ¡oh!, qué extraño debe ser mirado de cerca el caballero de las botas azules... ¿Duerme como los demás hombres? ¿Come? ¿Reza?». Y como por fortuna no me daban tiempo a contestar yo fingía oírlas con atención profunda, mientras añadía a su vez la de los ojillos de caracol:

-¿Gusta el señor duque de mantequillas tiernas y de pastelillos rellenos?... No es que yo lo diga... pero soy hábil en todo esto y, si el caballero de las botas azules lo tuviese a bien, sabría probarle que hay en España cocineras dignas de llamar la atención de un tan grande señor.

Al oír tal, el higo hinchado se levantó de su asiento con indignación, exclamando:

-Eso quiere decir, Mariana, que, ya que no de hecho, has pecado de pensamiento, deseando abandonarnos, ¡a unas amas que le dieron pan desde niña!, para ponerse al servicio del señor duque... ¡escandalosa idea! ¿Y qué iba a hacer... explique si puede... qué iba usted a hacer en casa de un hombre solo?

-Solo no, -repuso la doncella algo turbada- tiene en su compañía tres servidores.

-Todos varones, todos, y ninguna mujer... ¿Sabe usted lo que es eso?

Indignada a su vez la doncella, a quien una fealdad, guardadora invencible de su pudor, había hecho sin duda realmente casta, repuso:

-Señora, Dios sabe que, a entrar en casa del señor duque, no permanecería allí más tiempo que el que necesitara para averiguar de qué son aquellas botas, que, a decir verdad, me tienen revuelto el entendimiento.

-Disculpable es semejante curiosidad -añadió la manzana de invierno-, pero no justifica un paso tan atrevido como el que usted quería dar. Además, no es dado a una mujer de la clase de usted, Mariana, ocuparse de un personaje que vive tan alto y el cual tendrá de sobra, si lo desea, quien le haga mantequillas tiernas y pastelillos rellenos. Vaya, pues, a arreglar por allá dentro mientras hablamos con el señor moro y no vuelva a meterse en donde no la llaman.

Quedaron entonces solas conmigo las dos hermanas, y reiterándose sus buenos deseos y prometiéronse con largueza ricas dádivas, pidiéndome que guardase sobre aquella entrevista un secreto profundo, cual ellas lo guardarían, y que mientras no indagaban por otra parte viniese alguna vez a refrescar su espíritu con alguna esperanza halagüeña. Lo cual les prometí de muy buena voluntad así como el que haría cuanto en mí estuviese porque el caballero de las botas azules les dejase oír de cerca su voz armoniosa.

-Contento estoy de ti, Zuma.

-Hónrame mi dueño mucho más de lo que merece mi humildad. Al salir de allí la reina de las flores me esperaba en el fondo de un jardín, sentada a la sombra de los naranjos, y me entregó esa caja diciendo: «Moro, yo soy la más fiel amiga de tu señor». Y no he corrido, amo mío, sino volado para traeros tan rico presente.

-Bien: oye ahora atentamente mis órdenes. Madrid se asemeja a una olla que hierve desde que tiene la dicha de tenerme en su seno; pero es preciso que se desborde para que yo esté contento.

-Sea como lo deseáis, mas ya poco resta. Después del baile, no había entre las gentes de sangre azul una cabeza tranquila, y respecto a la clase media se agita en su estrechez semejante a un hormiguero. Las más acomodadas sueñan y discurren cómo han de hacer vestidos de princesas, y las más pobres deliran con la seda y los encajes mientras sus padres se afanan por otro lado en reunir a toda costa tesoros que han de gastar en una noche con tal de que puedan brillar en ella a los ojos de mi señor.

-Yo soy la causa... -repuso el duque sonriendo-; su vanidad, el objeto... Mas ¿qué me importa? Que me conozcan, que sientan la fuerza de mi poder, y basta con esto. Atiende ahora a mis instrucciones. Es preciso ante todo que te pongas enseguida la cara rusa, y que vuelvas a recorrer las principales librerías comprando en ellas cuantos ejemplares encuentres de las obras en esta lista anotadas.

-Señor... ¿y en dónde podré conducir tantas?

-Irás y volverás con el gran carro de la cochera mayor, y las hacinarás con las otras en los sótanos contiguos al palacio de la Albuérniga... y a propósito de él... ¿Sigues importunándole?

-Día y noche... él piensa que sueña, y es mi voz la que le habla de mi dueño... el pobre señor lucha en vano por alejar de sí las importunas visiones que hago danzar en torno de él. ¡Infeliz!

-Todo remedio es modesto... Ahora bien. Tan pronto como le hayas enseñado a los libreros la cara rusa, y expurgado la mayor parte de sus depósitos de libros, te pones la cara de lord inglés y, en el coche de las yeguas bayas, visitas las sastrerías y zapaterías de gran tono ofreciendo sesenta mil libras bajo las garantías que pidan al que haga una corbata y unas botas como las del duque de la Gloria. Después de esto, terminarás la obra colgando en el frac la gran cruz de la legión de honor y poniéndote la cara francesa. Con ella debes presentarte ante esos editores mal intencionados y usureros que tratan al escritor como un mendigo. Tu aire, al hablarles, debe ser altanero y misterioso mientras les dejas entrever multitud de billetes de banco y buenas monedas de oro español. «Un premio de cincuenta mil francos al que consiga hacerse editor del libro de los libros y decirme antes de su publicación lo que ese libro contiene». Esto les dirás, exigiéndoles la mayor reserva sobre el asunto y despidiéndote de ellos sin saludarles apenas. Ahora retírate y aguarda en la antesala.

Tan pronto se alejó el moro, púsose el duque a escribir aprisa el siguiente billete:

Amable condesa, ni me es posible asistir esta noche al teatro, aunque lo siento, ni menos decir cómo visten de mañana las mujeres de la aristocracia rusa, porque siempre las he visto por la tarde. Tengo en cambio la fortuna de poseer una magnífica colección de flores tropicales cuya maravillosa virtud consiste en tornar azules las pupilas negras, y las negras, azules. La mayor parte de estas flores son venenosas, raras y hermosísimas, pero como perderían su belleza y su talismán al salir de mi invernadero, advierto a usted, señora, que éste estará siempre abierto para una dama de tan extraños y delicados gustos como mi admiradora la condesa Pampa.

EL DUQUE DE LA GLORIA


Cerrado este billete, el duque abrió la caja de terciopelo que el moro le había traído, dentro de la cual había un retrato y una carta perfumada que decía así:

En verdad no sé cómo calificar el comportamiento del señor duque, que así quiere domeñar una voluntad que de suyo se le ha rendido. ¿Sin duda es un tirano que se digna regir a los suyos con mano de hierro? De cualquier modo yo seré siempre su más fiel amiga, seré su sierva, su esclava, seré, si él lo desea, que a tanto debe llegar un afecto sincero, como la hoja que, entregada en alas de los vientos, les dice: ¡llevadme a donde queráis! Mi retrato, helo ahí; si no es del agrado del señor duque, lloraré toda mi vida, porque el cielo no me hizo más a su antojo... Pero el caballero de las botas azules, ¿será tan malo de contentar?

Era verdaderamente hermoso aquel retrato, una hija del oriente respirando aromas y perfumes, Casimira, en fin... la incomparable Casimira. ¡El duque que conocía demasiado aquel rostro que en otro tiempo había adorado en vano!...

Contemplándolo con su habitual sonrisa, exclamó entonces:

-Historia de José... ven a mi pensamiento y sé para mis deseos lo que son los diques para las hirvientes olas del mar que quiere lanzarse impetuoso sobre la prosaica Holanda... y tú, Musa o demonio, no te burles de mi flaqueza ni me abandones cuando la serpiente tentadora atraída por mis botas azules se me acerca presentándome la dorada manzana... para hacerme perder mi paraíso... El ratón roedor, ¡oh Musa!, que se ostenta en tu mano como un trofeo, inquieta en buen hora el corazón y el pensamiento de mis prosélitos, mas deje libre mi cabeza, cuando más necesito del valor que me has dado... ¡Oh!, una marquesita de Mara-Mari, que es fuente virgen según Zuma, una criolla agradecida y poetisa a la vez, una condesa Pampa, racimo de oro en la bacanal del mundo..., una Mariquita en fin, ¡qué mariquita!, ¡oh Dios!, y sobre todo, ¡tú!, Casimira, añadió lanzando sobre el retrato una mirada profunda... Tú... hermosura provocativa, cabeza de sirena... Magdalena sin lágrimas ni arrepentimiento... tú, a quien he amado tanto y cuyas caricias abrasan el corazón... ¡José... José... arrójame tu capa desde el cielo!...

Al hablar así, dijérase que a través de la marmórea palidez que cubría siempre el semblante del Duque se dejaba percibir otro rostro ardoroso lleno de pasión y de vida; dijérase que el hombre extraordinario, la notabilidad por excelencia, el caballero de las botas azules, en fin, sostenía un combate sangriento con el más terrestre, enamorado y vulgar hijo de Eva.

Después de algunos momentos de vacilación, volvió a coger la pluma, y escribió:

Señora y esclava mía, mi moro Zuma me ha entregado una cajita cuyo contenido he visto; y ya que usted lo desea, mañana, una hora después de haber salido el sol, nos veremos.

EL DUQUE DE LA GLORIA


Llamó después a Zuma, y le dijo:

-Ve esta noche al palco de la marquesita de Mara-Mari, y dile con reserva que no voy al teatro, pero que mi palacio es una especie de sagrado recinto en donde la recibiré con la respetuosa deferencia que se merece.

-¿Sabe ella en dónde habita mi dueño?

-Dile tú que serás su guía si lo desea. Saluda después en mi nombre y en el tuyo a la condesa Pampa entregándole esta carta, y haz llegar a manos de Casimira, la reina de las flores, este billete que, con tu habilidad artística, colocarás en medio de un ramo de jazmines...

-Obedeceré ciegamente...

-Aún más... ¿Entregas cada día, a la hora de comer, como te tengo mandado, un número de Las Tinieblas al crítico Pelasgo y sus amigos?

-Sin faltar nunca, mi dueño.

-Muy bien, tráeme ahora la capa y el ungüento de mármol, y retírate.