El caballero de las botas azules/VII

VI
El caballero de las botas azules: Cuento extraño (1867)
de Rosalía de Castro
Capítulo VII
VIII

Capítulo VII

-No se habla de otra cosa en los círculos aristocráticos y políticos, es la cuestión magna de la época, la que hoy hace el papel principal en la corte, ¡y a fe que el asunto lo merece! ¿No ha oído usted nada?

-Absolutamente nada -respondió el de la Albuérniga a su interlocutor, elegante joven que montaba un alto caballo inglés y caminaba despacio al lado de la carretela del caballero-. Salgo de mi casa en este instante -prosiguió-, después de un encierro de veinte días con el cual he querido curar cierta curiosa manía que atacó mi tranquilidad y mi sosiego de un modo harto inesperado por cierto.

-Y volverá a reproducirse, sin duda, con lo que usted va a oír.

-En ese caso quisiera mejor ser sordo, o que el señor conde dejase para otro día su relato. Prefiero mi sosiego a todo.

-No hay que asustarse: sólo se trata de un hombre alto y delgado como un mimbre, imperioso como un sultán, de modales distinguidos, que gasta el tren de un príncipe, que ha aparecido como un duende, pues tal parece por su aspecto sin par entre lo más escogido y selecto de nuestra sociedad y en cuyo porte, además de las particularidades que tanto le distinguen, se advierte un no sé qué nuevo y extraño que atrae la atención general.

-¿Y es eso lo que ha de avivar mi curiosidad?

-No he concluido. Semejantes cualidades no le impedirían a buen seguro pasar en nuestro mundo elegante como un brillante y rápido meteoro, a no ser por las raras prendas de que ya hice mención y que forman, digámoslo así, la extraña atmósfera que le rodea. Ese desconocido, cuyo vestir es la perfección del buen gusto, trae unas botas altas hasta la rodilla, de un corte inimitable y tan hermosas y extrañas que su azul y luminosa transparencia deslumbra al que las mira.

-Rara cosa en verdad -repuso el de la Albuérniga sonriendo levemente-; pero al fin y al cabo, ¡qué diantre!... negras o azules esas botas, ¿qué más da?

-¿Qué más da?... ¡Unas botas azules y como aquéllas!... Harto se deja conocer que usted no las ha visto, pues de otro modo no dijera tal.

-¡Pts! ¡Quizás! -volvió a decir el de la Albuérniga sonriendo como antes.

-Para que pueda usted formarse una idea de su belleza sin par y de su maravillosa perfección bastará decir que ayer se han reunido los zapateros más ilustres de la corte con el solo objeto de debatir las siguientes cuestiones. De qué material son las botas del señor duque de la Gloria. En qué corte del mundo han sido trabajadas. Cuál es su origen. Pueden o no pueden hacerse iguales en Europa. Todo esto se ha discutido inútilmente por espacio de tres largas horas que duró la sesión. El uno opinaba que el material tenía semejanza con el mármol, el otro añadía que, por su trasparencia, pudiera creerse cristal de roca y aun hubo quien se atrevió a decir como el cauchout se adaptaba a tantos usos... pero el imbécil no pudo acabar de pronunciar tal blasfemia, unánimemente reprobada desde el momento en que empezó a salir de sus labios. Todos convinieron en que aquellas botas luminosas eran un impenetrable misterio, la obra de un genio potente y desconocido, y se disolvió la asamblea en el mismo estado de ignorancia en que antes se encontraba. Resolvieron, no obstante, al separarse, hacer una exposición, rogando al ilustre y misterioso personaje en nombre de la humanidad se dignase revelar en dónde y de qué habían sido hechas aquellas botas maravillosas, asombro de los inteligentes, a cuyo favor le quedarían eternamente agradecidos todos los que tienen en algo las ciencias y el progreso.

-Bien, ¡muy bien! -exclamó el de la Albuérniga sin dejar de sonreír y frotándose las manos-; esas botas deben de ser en verdad un objeto curioso.

-¡Ya lo ve usted! Además de su rara belleza, alumbran por donde pasan con una luz semejante a la del cielo. Es un adelanto cuyas ventajas no se pueden calcular.

-En efecto... no hay duda ¿y es usted de los que firmaron?

-¡Oh! Poco a poco... pero no tome usted a broma, tan interesante cuestión. Por mi parte confieso, que por tener unas botas como aquéllas hubiera dado la mitad de mi patrimonio.

-¡Bravo!

-¡Es que son tan hermosas! No puede existir nada más elegante ni seductor... Y, sin embargo, no paran aquí las maravillas...

-¿Hay más todavía?

-El tal personaje trae por corbata... ¿quién lo imaginara?, nada menos que un aguilucho blanco como la misma nieve.

-¡Diablo!, conde, no me diga usted más. Ese hombre me huele a diablo impertinente.

-Yo le he visto a la distancia en que usted y yo nos encontramos, y es lo raro que el aguilucho en cuestión hace sobre el pecho de ese hombre singular el efecto más bello. Ninguna corbata del mundo puede tener la gracia de aquel animal de feroces garras cuya artística posición parece simbólica. ¡Oh, si yo poseyera una corbata semejante!

-Pues poséala usted.

-¿Quién pudiera?

-Pero, en resumen, ¿usted no sabe quién es ese hombre ni qué significa su extraño atavío?

-Tras de eso andamos todos, aunque en vano; pero yo juro seguirlo tan de cerca como me sea posible a fin de conseguirlo.

-Pues amigo, compre, si a tal se arroja, un microscopio o un anteojo de esos que alcanzan a ver las montañas de la luna, por que esa clase de seres se pierden de vista como los átomos o los buques que doblan la costa.

-Aprovecharé el consejo, mas no será malo que usted no lo olvide.

El joven saludó cortésmente y se alejó mientras el caballero murmuraba para sí.

-Tengo unas botas azules clavadas en el pensamiento y una águila blanca y una varita negra que me persiguen hasta en sueños. ¡Curiosidad maldita! Tentado estaría, si no temiese las incomodidades de un largo viaje, a marchar al centro del África para alejarme de ese personaje o demonio que ha deshecho mi tranquilidad y trastornado mi cabeza...

-¡Eh... venga usted! -le gritó en el mismo instante cierto hombre que pasaba por persona de altas cualidades parlamentarias-. Le veremos frente a frente y de cerca, pues aún no nos ha tocado tal suerte.

-¿A quién hemos de ver? -preguntó el caballero volviéndose con negligencia.

-A ese personaje notable, al duque de la Gloria, que calza las botas más bellas del mundo y que lleva puesta la corbata más singular.

-Gracias, mas juro que no torceré mi camino por ver unas botas y una corbata.

-¿De veras? -añadió otro, deteniendo su caballo al lado de la carretela del de la Albuérniga-. ¿De veras no quiere usted conocer a ese ilustre personaje que trae por bastón una varita negra cuajada de brillantes y con un cascabel que se dice mágico? Perderá usted mucho.

-Pues vaya usted a ganar lo que yo pierda -exclamó el caballero, verdaderamente contrariado.

Y mientras multitud de elegantes jóvenes galopaban presurosos hacia el camino por donde imaginaban que vendría el duque, el de la Albuérniga se apeó de su carruaje y entró en casa de unas antiguas conocidas suyas, modestas solteronas, que, como el caballero, amaban la soledad y vivían en reposo gozando de una existencia regalada, ajenas a todos los ruidos profanos, hablando mal del universo entero y chupando aromáticas pastillas al son de sabios refranes y máximas saludables.

-Aquí -dijo el de la Albuérniga al mismo tiempo que se hacía anunciar- no me hablarán de esas malditas botas ni de esa notabilidad endiablada que un mal espíritu ha arrojado sin duda en mi camino y que en vano... ¡en vano! pretendo arrojar del pensamiento.

Recibiéronle las dos hermanas con la amabilidad acostumbrada; pero no bien se había sentado cuando la más apacible de aquellas dos benditas cristianas, exclamó a quemarropa.

-Amigo mío; muchos nos alegramos de tan inesperada visita, porque nos hallábamos en este momento muy preocupadas. ¿No ha visto usted por ahí un caballero singular y elegante que trae unas hermosas botas azules que brillan como purísimo éter?

-¡Cómo!... -repuso bruscamente el de la Albuérniga, levantándose al punto de su asiento cual si le hubiesen pinchado-. ¡También ustedes le han visto!

-Sí, sí, le hemos visto... ¿pero no se dice de qué son aquellas botas? ¡Qué primorosas!... ¡Qué encanto! Por saberlo hubiera dado mi vajilla de oro o mi rosario de nácar.

-Pues sépalo usted, querida, sépalo pronto... Será curioso.

-Curiosísimo, como que todo el día nos estamos ocupando de ello. ¡Pero usted nos deja ya sin decirnos de qué son!

-Yo no sé nada y en este instante me he acordado de un asunto urgente.

-¡Bah! ¡Cómo si empezáramos a conocernos! Usted no tiene asuntos...

-Cierto; pero el que ahora me espera es completamente nuevo, y no puedo faltar. Ustedes me dispensarán...

-¡Mire usted en qué mala ocasión! Porque hubiéramos tenido especial complacencia en hablar con usted de personaje tan distinguido...

-Muchas gracias... pero avanza la hora y me es imposible detenerme.

-Bien... ¡Como ha de ser! Pero le hacemos a usted el encargo especial de que procure saber de qué son esas botas tan extrañas y quién es el caballero que las lleva porque a una de nuestras doncellas... que, ¡pásmese usted! también se vuelve loca por conocerle y pregunta a todo el mundo, le han dicho que dicen que es hijo del gran sol, emperador de la China..., pero eso es una locura... ¿no es verdad?

-De seguro, o quizá no lo sea... pero permítanme ustedes retirarme... -dijo el de la Albuérniga viéndose casi en la precisión de atropellar a las dos hermanas que a dúo repitieron:

-¡Por Dios!, no deje usted de venir a enterarnos de...

Pero el caballero estaba ya fuera y no oyó más. Subió al carruaje verdaderamente irritado y los caballos corrieron al galope hasta que se hallaron muy lejos de la población.

Empezaba a declinar el sol. Un viento suave que agitaba blandamente los árboles formando un susurro armonioso venía a refrescar la frente del caballero, medio sepultado en su carretela, y apenas por el largo paseo que atravesaban se veía alguna que otra mujer cuyo pobre traje le obligaba a buscar los lugares aislados para gozar de las delicias de tan hermosa tarde. El paso de los caballos fatigados por la larga carrera que acaban de dar se hizo tan lento y acompasado que se diría se hallaban en aquellos instantes poseídos de la filosófica gravedad de su dueño.

-Feliz el hombre -repetía en tanto el caballero saboreando la suavidad de la atmósfera y gozando plenamente del grato silencio que reinaba en los campos-, feliz mil veces el que huyendo de los vanos tumultos se busca a sí mismo y razona con su propia conciencia. Sólo así alcanzará la paz de las almas justas, sólo así ajeno a las inmoderadas ambiciones, a la acritud de los tumultuosos pensamientos cuya apariencia es de oro, y a la devoradora agitación de una curiosidad inútil, -sí, ¡bien inútil por cierto!-, podrá conseguir el más dulce de los reposos y largos días de puros y castos deleites...

Decía estas palabras el señor de la Albuérniga con voz cariñosa, lo mismo que si las murmurase al oído de una mujer tiernamente querida, mientras aspiraba con delicia las olorosas emanaciones que le traía el viento a grandes ráfagas. Si alguna vez volvía la cabeza para contemplar la vasta llanura sembrada de altos álamos que se extendía a su izquierda, parecía costarle tan fácil movimiento un esfuerzo supremo, semejante al niño que, suspendido del pecho de su madre, se resiste a agarrar con sus manecitas el juguete que con los ojos envidia. Pero el hermoso cuadro que presentaba la naturaleza le hizo al fin mudar la postura, a fin de poder contemplarla mejor mientras murmuraba con apasionado acento.

-El sol se esconde lentamente en el horizonte semejante a un mar de fuego que reflejase encendidos rayos, y yo lo contemplo solo, sin estorbo ni inquietud; nada impide que el aromoso ambiente de las praderas llegue a mí fresco, puro y regenerador, y mil veces más vivificante y deleitable que el beso de una mujer hermosa; nada impide que el olor de los jacintos me regale dulcemente y acaricie mi olfato sin que precise rogárselo. Él llega a mí en unión de la fresca brisa como si me esperase y me saluda y me acaricia como si fuese el suave espíritu de mi ángel guardián. ¡Permita el cielo que mi felicidad se prolongue en tan suave reposo tantos años como ha vivido el primer anacoreta y que el estrepitoso campanillero que vino a turbar de una manera horrible mi cara tranquilidad no vuelva a resonar en mi morada...! Profanación no vengada todavía, cuyo recuerdo me estremece y me inquieta a mi pesar. ¡Ah! Lejos, lejos de mí, la curiosidad maldita... que desde entonces agita mis días...

-Así sea -respondió una voz armoniosa mientras un cuerpo ligero saltaba al interior de la carretela y una viva claridad azulada hería de repente los ojos medio dormidos del caballero, y que los abrió entonces tamaños no pudiendo dudar ya que tenía delante de sí al duque de la Gloria. La sorpresa le impidió pronunciar la menor palabra, pero el duque no permaneció en cambio silencioso.

-Por mi fe -dijo- que no volveré a armar en mi vida el horrible estrépito de que usted conserva tan amarga memoria, mas, por ahora, no podré así renunciar a que usted me recuerde. Al fin y al cabo es indudable que soy un excelente amigo para usted, a quien he hecho el alto honor de distinguir y favorecer con mis importunidades. No, no es esto hacer alarde de mi singular mérito, porque siendo usted también otra singularidad notable, casi, casi, vamos de igual a igual.

El de la Albuérniga experimentó, como en otra ocasión no lejana, grandes impulsos de arrojar al duque al otro lado del camino; pero la delicadísima gracia y el arrogante porte que a la par de su osadía ostentaba este personaje incomprensible, lo simpático y distinguido de su marmórea fisonomía y aquel conjunto inexplicable de toda su persona, en la cual la insolencia se convertía en dominadora franqueza, lo inverosímil en realidad y lo ridículo en maravilloso, despertaban cada vez más en el alma apacible del caballero una curiosidad mortificadora y más poderosa que su enojo. En realidad hallábase ya el de la Albuérniga, si bien a su pesar, vivamente interesado en saber quién era aquel hombre a quien todos deseaban contemplar de cerca, que traía revuelta la corte y que, según sus propias palabras, le hacía la honra de distinguirle con sus importunidades... Por esto, aun cuando el rico sibarita prefiriese su sosiego a todo, contuvo los violentos impulsos que le agitaban, y repuso:

-Sepamos, señor duque, si es posible con más claridad que la primera vez que nos vimos, qué significa este nuevo asalto, pues si como me ha dicho ve tan lejos debiera comprender que el amigo que menos veces se me acerca es el que más me agrada.

-Eso se deja conocer al punto y sin parar mientes en ello pero como yo marcho siempre por un camino opuesto al de los demás creo firmemente que sólo por medio de un continuado trato y de una amistad tan íntima como difícil podré conseguir que la interesante cuanto perezosa memoria de usted me recuerde con emoción profunda; que usted se conmueva con mi presencia de una manera visible, y que -ni más ni menos que el resto de los humanos que alcanzan a verme- usted, filósofo eminente y respetable que de nada mundano se ocupa, llegue a ocuparse de mí con ardiente afán y loco entusiasmo, luchando día y noche con la idea de saber al fin quién es el duque de la Gloria, de qué son sus botas y su corbata, qué significa aquella varita negra con su impertinente cascabel, etc., a todo lo cual tendré yo la generosidad de contestar satisfactoriamente, después de que haya usted consagrado algunos días de su carísima y apacible existencia.

Aun cuando el de la Albuérniga se hallase ya algo dispuesto a soportar al duque, como las palabras de éste tenían la virtud de exaltarle, repuso próximo a perder por completo su habitual sangre fría:

-Juro que ni el duque de la Gloria, ni su corbata, ni sus botas, ni su vara negra, me importan cosa alguna.

-Juro que le importan a usted mucho, muchísimo. Usted confesará haberme confesado que era yo una singularidad sin ejemplo.

-¿Y a mí qué me interesa?

-Inmensamente, primero en su clase de filósofo y de sabio, y segundo...

-No quiero ser ni filósofo ni sabio a costa de tantas fatigas, y para acabar más pronto, vale más que ahora mismo...

-¿Representemos la farsa?

-Cabalmente.

-Eso no puede pasar entre nosotros, hasta que sepa usted quién soy. Me atengo a su propia palabra.

-Esa palabra se ha cumplido ya. Le conozco a usted demasiado.

-¿Quién soy pues?

-Sé que es usted un loco impertinente, y basta.

-Pues yo sé mucho más de usted caballero -repuso el duque de la Gloria con cierta helada indiferencia que ya otra vez había dejado suspenso al de la Albuérniga-. Yo sé que en un duelo entre ambos no he de ser el que sucumba.

-¡Qué inocencia, señor duque!... ¿Llegará a tanto el extravío de esa pobre cabeza que pretende tratarme como un niño a quien se quiere intimidar? ¡Vamos! Loco o cuerdo, como usted sea, la farsa va a representarse ahora mismo en ese bosque y sin testigos, porque ellos no harían más que aumentar lo ridículo de la escena.

-¿Y el sol, caballero? ¿Y esos álamos y esas hermosas flores? ¿Y esas deliciosas tardes de verano en que tan dulcemente se respira?... perder todo esto...

Pálido como la cera, el de la Albuérniga iba a arrojarse sobre el duque, mas recobrando de repente su sangre fría y mirando en torno la campiña dijo con un acento de convicción que revelaba claramente el verdadero fondo de sus sentimientos.

-Hermosa es la existencia y agradable cuando la dulce paz nos rodea, mas a pesar de esto, ¿qué hacer si un importuno turba nuestra dicha? Jugar la vida, puesto que al fin ha de venir la muerte, a quien no temo.

-¡Baladronada! -repuso con mucha naturalidad el duque mirando fijamente al caballero-. No, no es que yo quiera dudar de sus palabras, pero usted y yo sabemos muy bien que los hombres procuramos engañarnos a nosotros mismos. Hace un instante, el señor de la Albuérniga hacía votos por la eternidad de sus tan apacibles como castos placeres, se deleitaba con el aroma de las rosas y saboreaba con intensa delicia el calor que un rayo del sol en ocaso comunicaba a su tibia frente. El señor de la Albuérniga vuelve ahora la espalda con orgullo a la luz de la vida, lanza una indiferente mirada a los suaves placeres que amaba, y sólo porque el impertinente duque de la Gloria lo ha querido se decide a morir...

-O a matar.

-A morir, caballero, tan cierto como mañana ha de salir el sol.

El de la Albuérniga se arrojó entonces sobre el duque, quien, poniéndole una pistola al pecho, añadió, sin alterarse en lo más mínimo.

-Un momento más... Imaginémonos que el que muere soy yo; y una vez que se trata de vida o muerte, hablemos con la mano puesta sobre el corazón... Nadie nos oye... ¿Lo que ha mediado entre nosotros puede justificar un asesinato?

-No, ciertamente, pero justifica un buen par de mojicones, y tras de los mojicones viene el duelo, es decir, el asesinato. Busque usted un medio mejor de concluir el sainete.

-¿Usted cree que yo merezco ese par de mojicones por las que llama mis impertinencias?

-¡Que si lo creo!

-Pues hiera usted -repuso el duque, presentándole la mejilla.

El de la Albuérniga abrió desmesuradamente los ojos y se quedó mirándole lleno de asombro.

-Hiera usted, y no habrá asesinato -volvió a decir el duque-. No hago más que pagar una deuda que no quiere perdonárseme.

-Caballero, duque o diablo -exclamó el de la Albuérniga, pasando una mano por la frente-; si no fuera indigno de mí, por mi honor que te hiriera como lo pides.

-¡Hiera usted! -repitió el duque con aire provocador acercando su rostro al del caballero.

Una nube cubrió entonces los ojos del de la Albuérniga, y el color azul de las botas, aún más provocativas que su dueño, el corvo pico del aguilucho y el cascabel de la varita negra, armaron tal tempestad en sus bilis que, ciego y airado, levantó el brazo y... ¡zas!, su mano estalló fuertemente dos veces sobre el rostro del duque, que quedó aún más blanco de lo que era.

-Es lógico -dijo éste entonces sin alterarse, y guardando la pistola- allá lejos de Europa, y en donde las gentes se llaman salvajes, he aprendido a pagar así las ofensas cometidas con premeditación, y no puede negarse que es una costumbre moralizadora. Y ahora, señor mío, queda usted obligado a admitir mi amistad y a soportar mi presencia en el hermoso salón de su palacio, en donde estos bofetones me dan derecho a entrar como si fuese mío..., pero tranquilícese usted... en tanto no llegan aquellos días que usted debe consagrarme, respetaré sus horas de reposo y me verá pasar a su lado silencioso como una sombra, si bien usted soñará y oirá hablar día y noche del caballero de las botas azules.

Al acabar de decir esto, el duque salió de la carretela tan ligeramente como había entrado y desapareció por la arboleda de los jardines cuya espesura se aumentaba a la luz del crepúsculo, dejando al de la Albuérniga en un estado de estupor que nunca había conocido.