El buey suelto: Jornada III


Jornada III

editar

- I - Saldo de cuentas atrasadas

editar

Por más que de algunos seres privilegiados se diga que por ellos no pasan los años, los años pasan, sin que haya afeite ni fuerza de voluntad que alcancen a borrar sus huellas. O el cuerpo o el alma han de gemir bajo su peso, si es que no gimen a la vez el uno y la otra. Ocioso es que la materia, oronda y esponjada todavía, aspire a los solaces de otros tiempos, si el espíritu que ha de estimularla está seco y abatido; tan ocioso como que éste, retozón y bullanguero, pretenda los deleites de la juventud si está preso y encogido en un cuerpo caduco y achacoso.

Fuerte era el de Gedeón y bien nutrido; holgado estaba y hecho a mimos y regalos; defendióse contra el tiempo como gato uñas arriba; pero lloviéronle pesadumbres; abatiósele el espíritu, y cayó vencida su materia mal cebada, como tronco roído por gusanos.

Aquel a quien vimos hecho una furia, combatido por tantas contrariedades en un solo día, está diez años después arrastrándose, más bien que caminando, en el último tramo de la senda que le lleva a las puertas de la eternidad.

Los achaques le invaden por todas partes; lo que antes fue reuma tolerable y catarro frecuente, es ya gota declarada y asma legítima; gasta franelas en las piernas y en el pecho, y zapatones de paño en los hinchados pies; los cambios atmosféricos le crucifican; por la noche la tos le roba el sueño; y cada vez que tose parécele que la gota le cose a puñaladas. Tiene mucha barriga, ancho pescuezo, grandes ojeras, y la mirada triste, más que triste, angustiosa y desconsolada.

Sale muy poco de casa, y cuando el aire no apaga una cerilla, y no hace frío ni calor, ni hay humedad en el suelo.

Da, con mucho trabajo, un par de vueltas en el paseo más solitario y abrigado, o solamente llega a la tienda de la esquina, donde se sienta a oír, cuando no a insultar, a media docena de tipos, tertuliantes impertérritos de aquélla.

Ha perdido por completo la poca afabilidad que le distinguía de todos sus congéneres. Ahora es taciturno, irritable, áspero y hasta grosero en su trato con los demás.

Regla continúa cuidándole; pero desde que adquirió la certeza de que no es ella sola la que impera en aquel montón de ruinas, falta en sus cuidados el primor; cumple con su deber, pero no se afana como antes por anticiparse a los deseos de su amo. Antes existía cierta inteligencia misteriosa entre ambos, hasta el punto de decirse el uno: «Esta mujer nació cortada para servirme»; mientras pensaba la otra: «Parece este hombre nacido para mandarme». Ahora es Gedeón, para su criada, «un amo como todos», y Regla, para Gedeón, «una criada como las demás».

Ya he dicho cuál es la causa de la tibieza de Regla: el desafecto de Gedeón data de la pérdida de aquellos bríos bestiales que fueron su único afán. Lo que es hijo de la carne, con la carne se va, como la luz con la mecha consumida.

También en el cuerpo de Regla han hecho mella los años trascurridos desde que no la vemos. Ya no tiene aquella morbidez de formas, ni aquellos dientes tan blancos y tan completos, ni aquella mirada insinuante con que la conocimos: dejó de ser todavía joven, y ha entrado en la categoría de mujer de edad, aunque de las que templan la pesadumbre de esta condición con el consuelo de bien conservada.

Adonis vive aún en el rincón de siempre; pero debajo de una manta, encogido, jadeante y con un estertor perenne; el pelo se le cae a mechones a cada vuelta que se da en la cama; y de aquel rabo ondulante de profusas crines, sólo queda el núcleo escueto y encorvado, que ni siquiera responde con un lento balanceo a las muestras de cariño que de tarde en tarde le consagra Gedeón.

Aquel cuerpo entumecido y espirante, sólo con la presencia de Merto reviviera, como cadáver galvanizado, aunque quizá para morir más pronto. Porque Merto precipitó su vejez robándole el sosiego del espíritu y martirizándole la carne durante lo más florido de la juventud. Desde que el díscolo muchacho volvió a casa, se acabaron para el infeliz ratonero los mendrugos sabrosos y los huesos regalados; despierto de día, necesitábale para vigilar y huir de las asechanzas del enemigo; durmiendo de noche, todo su sueño era un continuo varazo y un incesante puntapié.

Es de saberse que a los pocos días de volver Merto al lado de su madre, comenzó a hacer de las suyas, aunque no en la escala en que las hizo el día de la gran batalla; pero es indudable que Adonis tenía para él un atractivo irresistible, pues, contra todos sus propósitos, le largaba un puntapié donde quiera que se hallaba con él, si su amo no le veía. Ni los bofetones ni los castigos más duros de su madre bastaban a detenerle en esos momentos.

Dos años pasó así; dos años durante los cuales martirizó al ratonero, rompió mucha vajilla y descompuso setenta veces el reloj del comedor, e hizo cincuenta mil fechorías, aparte de las que no pudo su madre ocultar a su amo.

Viéndole éste incorregible, le metió en un colegio con el doble fin de verse libre de sus travesuras y de sacar algún partido de él, si era posible. Entonces volvió Adonis a dormir tranquilo y a vivir descuidado. Pero ya venía tarde la bonanza, porque la tempestad había durado mucho. El pobre animal había pasado lo mejor de su vida sufriendo sus embates, y no había en su cuerpo un solo hueso que no hubiera servido de yunque a aquel martillo implacable. Viose cargado de humores; acometióle una tristeza abrumadora; declaróse enfermo crónico; metióse en la cama, en la que tiritaba de frío aun en el rigor del verano, y llegó su desaliento hasta el punto de consentir que los ratones se revolcaran encima de él impunemente. Entonces dispuso Gedeón que se le cubriera con una manta, contra el parecer de Regla, que pretendía tirarle a la calle con la barredura. Lo demás ya lo sabe el lector.

Merto en el colegio, fue como toro en plaza; vio desde el primer día un enemigo mortal en cada maestro y en cada vigilante; y comenzando por mirarlos con recelo, acabó por embestirlos. A los pocos meses fue expulsado, no sin haber dejado señales indelebles de su barbarie hasta en la cara del director, ni sin sacarlas él de las pulgas de maestros y condiscípulos, en muchos parajes de su cuerpo.

Del colegio pasó a un taller de carpintería; de éste, a una fragua; de la fragua, a una taberna, y, por último, a la cárcel. Porque ya en esto era grandullón de diez y siete años, y lo que había empezado en el colegio por cachetes y arañazos, acabó en la taberna por amagos de navajadas y por sospechas vehementísimas de robo.

Lo que esto dio que hacer y que meditar y que decir a Gedeón, y el dinero que le costó, excuso yo referirlo.

Cuando Merto se vio libre, al cabo de muchos meses de reclusión, halló cerradas todas las puertas, incluso la de su madre; y, por no volverse a la cárcel, arrimóse al primer perdido que encontró en la calle; contóle su desamparo, aceptó su consejo, y vendióse por un puñado de pesetas para soldado de Ultramar.

Por esta razón poderosísima no figura Merto de cuerpo presente en el inventario que hice más atrás de los personajes de la casa de Gedeón.

En cambio, en el que voy a hacer de los desengaños y las penas de éste desde que le perdimos de vista en el cuadro anterior, puede figurar como una de ellas la que se desprende del compendiadísimo relato que precede de la vida y milagros del implacable enemigo de Adonis.

La sospecha adquirida en su encuentro con Herodes a la puerta de Solita, continuó atormentándole mucho tiempo; y aunque ningún testimonio nuevo volvió a robustecerla a sus ojos, el afán de encontrarlos le llevaba a cada instante a las callejuelas de aquel barrio, y hacíale ver en cada sombra y en cada bulto al odiado enemigo, y obligábale a continuar el trato de la hija del remendón, con una frecuencia tan opuesta a sus propósitos anteriores, como extraña a los ojos de Solita; siendo de advertir, como prueba de la violencia de sus celos, que no bastaba a resistirla el horror que le causaban sus encuentros con el tío Judas, bastante repetidos, en el camino.

Para librarse de ellos sin escándalo, ideó, después del que presenciamos en el cuadro anterior, de acuerdo con Solita, triplicar la pensión que hasta allí había dado a su padre, a condición de que éste no se le presentara jamás delante. Produjo buen resultado el acuerdo durante algunos meses; pero creciendo las necesidades del zapatero a medida que aumentaban los recursos, y calculando el sinvergüenza que más se le daría cuanto mayor fuera su insistencia en perseguir a quien lo daba, Gedeón volvió a ser asaltado en la calle muchas veces, tantas como los aumentos que hizo a la pensión. Viendo que ésta subía como la espuma, y conociendo la intención del zapatero, resolvióse a poner el caso bajo la protección de las leyes; y el tío Judas fue encerrado en la cárcel como vago.

Pero salió de ella, y volvió a las andadas, y tornó la justicia a prenderle; y en este juego pasaron dos años, torturado Gedeón entre sus celos, que le sacaban de casa, y el temor al zapatero, que le asustaba en la calle; el odio que sentía hacia Solita, y el amor propio que cada vez le arrimaba más a ella; el asco que le producía el remendón, y el dinero que le costaba verse libre de él por algunas semanas; el reuma y el catarro que iban desarrollándose en sus piernas y en su pecho, como hiedra en pared vieja, y el zumbar en su cerebro, sin tregua ni descanso, de aquella tempestad de desencantos y remordimientos, cada día más deshecha.

En uno de ellos quiso lanzarse a la calle antes que la visitara el sol, porque durante la noche no había podido conseguir un instante de reposo. Judas, borracho como un cuero, le había acompañado a casa por la tarde, y la medida de su sufrimiento se colmó. Acostóse sin cenar, y la cama le pareció un tormento. La tos le ahogaba, y el recuerdo del infame descamisado, poniéndole nervioso, se la estimulaba. En cuanto vio un rayo de luz penetrar por la vidriera del balcón, vistióse y se lanzó a la calle a respirar el aire libre.

Al extremo de ella había un grupo de cuatro personas que contemplaban un bulto tendido en el suelo. Acercóse a contemplarle también. Aquel bulto era el cadáver de Judas. ¡Jamás le pareció la muerte más justiciera, ni la calle más ancha, ni el aire más puro!

-Es un borracho -le dijo un hombre de los del grupo-, que dormía a la intemperie la mayor parte del año. Sin duda el frío de la noche le ha matado.

-¡O la justicia de Dios! -contestó Gedeón disimulando mal su alegría, continuando su paseo y complaciéndose con pueril afán en irse por los sitios que más frecuentaba el zapatero cuando le perseguía.

Un año después de este suceso, hallóse con el Doctor en la calle.

-Me alegro mucho de encontrarle a usted -díjole éste tan a tiempo y tan a mano-. Seis meses hace que no nos vemos.

-En efecto -respondió Gedeón-. ¿Y por qué dice usted que me halla muy a tiempo?

-Porque mañana quizá sea tarde para proponerle a usted lo que voy a proponerle ahora.

-Pues usted dirá, Doctor.

-Quiero que suba usted conmigo a ver a un enfermo en esa casa de enfrente.

-¿Yo? ¿Por ventura soy médico sin saberlo?

-¿Y por precisión han de ser médicos cuantos hombres visiten a un enfermo?

-Es que no atino...

-Ya atinará usted después. ¡Vamos arriba!

Colgóse el Doctor de su brazo sin hacer caso de sus protestas, e introdújole en el portal de enfrente. Llegaron al tercer piso; abrió el Doctor la puerta sin llamar; atravesaron el vestíbulo, y luego un pasadizo, todo a media luz, silencioso y mal barrido, y entraron en un gabinete contiguo a la sala. Abrió el Doctor un postigo de la vidriera del balcón, y a la luz que se derramó por la estancia, vio Gedeón en el fondo de ella un lecho, a cuya cabecera estaba sentado uno de esos ángeles de la caridad que la religión católica ha hecho brotar del polvo de la tierra con el nombre de Siervas de María.

-¿Qué tal, hermana? -preguntóle el Doctor.

-Muy postrado desde anoche -respondió la Sierva.

Acercóse el médico al lecho, e hizo señas a Gedeón para que se acercara también. Gedeón, que estaba tiritando desde que entró en la estancia y vio aquel cuadro lúgubre, porque su alma no estaba acostumbrada a semejantes impresiones, obedeció fascinado y se aproximó al lecho.

Bajo sus ropas se notaba el bulto de una persona, y sobre las almohadas se veía una cabeza, cuya cara, vuelta a la pared, tenía la mitad, hacia el cuello, cubierta con vendajes. Sus ojos entreabiertos lanzaban una mirada yerta y vidriosa, que iba a clavarse en un Crucifijo colocado de intento en la pared. Diríase que aquel cuerpo no respiraba, si no se vieran los movimientos de la ropa marcando las anhelantes inspiraciones de su pecho.

-Mírele usted bien -dijo el doctor a Gedeón.

Éste buscó, a los pies de la cama, un punto desde el cual pudiera ver lo que verse podía de la cara del enfermo; pero no le conoció: parecióle aquella cara la de todos los cadáveres que él había visto.

El Doctor, en tanto, hacía algunas experiencias para cerciorarse del estado mental del paciente.

-Es ya un tronco -dijo-. Que no tarden en administrarle el último Sacramento.

-Debe llegar dentro de un instante el sacerdote con ese objeto -respondió la hermana.

Dispuso el médico lo que juzgó de su deber; y, despidiéndose de la Sierva, salió de la habitación después de invitar a su amigo a que hiciera otro tanto.

Nada podía ordenar a Gedeón que más le complaciera. Se sofocaba en aquella atmósfera infecta, y le atormentaba la contemplación de tan triste espectáculo.

Cuando los dos estuvieron en la calle, dijo el médico:

-Eso que usted ha visto en el lecho, fue un hombre egoísta. Jamás latió su corazón a impulsos de un sentimiento honrado, ni su lengua se movió más que para difamar al género humano. «Esposa» e «hijos» eran, en su concepto, la expresión condensada de todas las esclavitudes, de todas las ignominias y de todos los estorbos. Resuelto a vivir sin ellos y para sí propio, maldijo de la familia y huyó de todo cuanto se le parecía, como se huye de la peste. Mientras fue robusto, tuvo quien le complaciera, porque pagaba con largueza sus caprichos; pero un día le atacó una enfermedad tan grave como repugnante, y sus sirvientes le abandonaron después de saquearle la casa. En ella hubiera muerto como tigre en su caverna, si la caridad de Dios no anduviera por la tierra detrás del egoísmo de los hombres.

-¿Y qué enfermedad le acometió? -preguntó al médico Gedeón, presa de un sobresalto que pudiera creerse supersticioso, si lo que de nuestro personaje sabemos no nos permitiera creer que bien podía temblar de miedo.

-Un cáncer en la lengua -respondió el médico.

-¿Y eso le mata?

-«Por do más pecado había».

-¡Casualidad extraña!

-¡O providencial castigo!

-¿Lo cree usted así?

-Yo nunca dudo, amigo mío, de la justicia divina.

-¿Y tan abandonado dice usted que se ha visto?

-De todos, menos de Dios. Ya vio usted un ángel a la cabecera de su cama cuidando de su cuerpo; pues otro, en forma de sacerdote, cuida de su alma.

-¡Buena estaría su alma también!

-Sin noción alguna de su destino dentro de aquel cuerpo miserable.

-¿Y tan a oscuras seguirá hasta que de su cárcel se desprenda?

-No tal, amigo mío. El alma volvió a la luz, y el egoísta empedernido empleó las últimas palabras que pudo pronunciar su lengua para jurar ante Dios que aceptaba su soledad y sus tormentos, como castigo justo de su pecado. Después acá, lo que no ha podido decir de su boca en testimonio de su conversión, lo han dicho sus ojos, que, mientras han estado abiertos, no se han separado un instante de aquel Crucifijo que usted vio colgado en la pared.

-Más vale así, Doctor. Pero todavía no me ha dicho usted por qué tuvo empeño en que yo visitara a ese enfermo.

-Túvele suponiendo que se alegraría usted de despedirse de él antes que se muera; porque, sin un milagro de Dios, se muere hoy indefectiblemente.

-¿Y qué puede importarme a mí la muerte de ese desgraciado?

-Siempre interesa la marcha de un amigo a un viaje tan largo.

-¿De un amigo?

-Por de usted le tuve siempre.

-¿Quién es, entonces? ¿Cómo se llama?

-Ignoro su nombre verdadero: la gente le conocía con el de Herodes.

-¡Santa Bárbara!


- II - Continuación del anterior

editar

Dos días bastaron a Gedeón para salir del aturdimiento que le produjeron la visita que hizo a su amigo espirante, y la noticia que le dio de su muerte el Doctor aquella misma noche. ¡Herodes!, el hombre que más le había empujado a él hacia el abismo en que se hallaba; el azote del hogar, la sátira de la familia, el prototipo de los bueyes sueltos, espirando en brazos de la caridad, abandonado de los hombres, devorado su cuerpo por un cáncer y su alma por los remordimientos ¡Qué lección para él si desde muy atrás no se hallara convencido de que ese es el fin lógico y merecido de cuantos se colocan, por su propio gusto, fuera de la ley!

Pero había en la muerte de Herodes un lado asaz risueño para Gedeón; y por este lado se apresuró a considerarla: el pavoroso problema de sus celos estaba resuelto ya del mejor modo posible: el fantasma que le quitaba el sueño, ya no existía.

Pensando así, en el acto se sintió capaz de no volver a acercarse a Solita. ¡Hasta se atrevió a soñar en nuevas aventuras, para borrar por completo de su memoria el recuerdo de aquella infeliz que tanto le había hecho padecer en su vanidad y en su soberbia!

Pero bien pronto, asomándose su razón al cristal del espejo, supo decirle: -¿Adónde vas, iluso, con esa panza grosera, y esa calva refulgente, y esa sobarba con pliegues, y ese reuma que te balda, y esa tos que te ahoga? ¿Quién ha de escuchar tus ternezas, que no las tome a risa, ni quién podrá aceptarlas, que no tosa más que tú?

¡Olvidar a Solita cuando estaba amarrado a su recuerdo con una cadena más!

¡Pensar en nuevos amoríos cuando no puede ya con los calzones, y las penas y los desengaños le han hecho renegar de todo su pasado!

El único bien que le produjo la muerte de Herodes fue el poder vivir menos intranquilo con respecto a Solita. Entera confianza no la tuvo jamás en ella, y hasta me atrevo a creer que, no por otra razón, cuando él se vio con las piernas entumecidas por la gota, llevó a Solita a vivir al centro de la población, y no muy lejos de su casa. Disculpaba Gedeón esta medida diciendo que, pues había pasado Solita fuera de la ciudad tantos anos, y muerto su padre que, vivo, hubiera publicado lo contrario, bien podía aparecer en ella como viuda forastera. Yo tengo para mí que trataba de ponerla al alcance de su corto andar.

El hecho es que así la puso, y que a duras penas la visitaba una vez cada mes, de noche y con grandes precauciones.

En cada una de estas visitas le entregaba el dinero necesario para sus gastos, y para lo demás que andaba por el mundo y era causa de que cada entrevista terminara con un escándalo, exigiendo la una y resistiendo el otro.

-¡Déjame siquiera acercarme a tu casa cuando tú no puedas llegar a la mía! -clamaba ella después de pintarle los riesgos en que la ponía el método a que la sujetaba él.

-¡Nunca! -respondía Gedeón inexorable.

-¿Y qué hemos de comer cuando tus achaques no te dejen salir de la cama?

-¡Moríos de hambre! ¡Ojalá fuera mañana!

-¡Fiera! ¡Maldita sea la hora en que te conocí!

-¡Eso digo yo todos los días del momento en que te hallé a mi paso!

-¿Quién es la infame que te obliga a ser tan bárbaro?

-¡Mi corazón que te detesta!

Así, o por el estilo, concluían las entrevistas amorosas de Gedeón y de Solita.

Ya para entonces había ésta perdido hasta las huellas de lo que fue en mejores tiempos. Lacia, escurrida, angulosa, desdentada, a medio encanecer y medio calva, no podía hallarse una figura menos a propósito que la suya para mover a un hombre, del temple que había tenido Gedeón, a cumplir con los deberes que a cada instante arrojaba ella a la cara del solterón atribulado.

Sin el recelo de que algún perdido de buen estómago se regodeara con lo que a él le costaba tanto dinero, ni aun la visita mensual la dedicara, y mucho menos rondara su casa, como la rondaba algunas veces, con el pretexto de darse un paseo por las calles.

De ese modo iban corriendo los años para Gedeón desde la muerte de Herodes.

Más de dos habían pasado sin que viera, ni de lejos, a Anás y a Caifás, y uno bien cumplido desde que supo que habían andado a bastonazos en medio de la Plaza Mayor, cuando la casualidad le puso delante de Caifás.

Parecióle éste muy envejecido, triste y caído de cerviz.

Saludáronse como dos mastines, más bien gruñendo que hablando; y maquinalmente llegó Gedeón a preguntar a su viejo camarada por Anás.

-¡No me hables de ese cerdo! -exclamó trémulo de ira Caifás.

-Efectivamente... No me acordaba de que habíais tenido un disgusto: perdona la distracción.

-¡Si no me le quitan entonces de las manos!...

-Más vale que te le quitaran.

-¡Yo digo que no, porque debí matarle allí!

-¿Tan grave fue el motivo de la riña?

-Gravísimo. Disputamos primeramente sobre si eran mejor las cintas que los botones para sujetar los calzoncillos encima de las medias...

-¡Por eso nada más!

-Y por lo otro, Gedeón; por lo otro que teníamos en el cuerpo desde muy atrás. Lo de los calzoncillos fue la mecha que prendió la pólvora.

-Entonces no digo nada.

-¡Pues yo te digo a ti que ese hombre es un sinvergüenza!

-Lo será si te empeñas.

-Y tú debieras decir otro tanto, sabiendo cómo vive.

-Te juro que no lo sé.

-Pues debieras saberlo.

-Jamás lo he intentado; y cree que me iré a la sepultura en mi ignorancia, si tú no me sacas de ella.

-Ya sabes que es muy avaro y le da por decir a todo el mundo que él no se casa porque cree que nadie, ni los hijos, tienen derecho al caudal de su padre. Pues bueno: cuando a ti te decía eso mismo, aconsejándote que no te casaras, vivía de posada en casa de una buena moza, mujer de un sargento de carabineros; el cual sargento pasaba, de cada tres semanas, una al lado de su mujer, porque estuvo de punto muchos años cerca de la ciudad. Esta mujer fue teniendo familia, hasta tres hijos, y consiguió hacer creer a esa bestia que los chicos se le parecían, a medida que iban naciendo; y le obligaba a pasearlos, y a dormirlos, ¡y hasta limpiarlos!... En fin, hombre, y pásmate: le exigió que hiciera testamento a favor de ellos, porque estaba en ese deber.

-A eso ya se resistiría.

-Como si callara: amenazóle la pícara con decírselo todo al sargento; él es un cobardón, y además se le caía la baba delante de aquella prole, como si fuera suya, y testó, Gedeón, ¡testó como quería la carabinera!

-¿Qué me cuentas?

-La verdad, la verdad pura; y ahí le tienes hoy viviendo en la misma casa; dejándose llamar padrino por tres hombrachones ya casados, que comen a sus expensas; manteniendo al sargento que se licenció, y aguantando la tiranía brutal de aquella mujer sin educación, sin entrañas y sin vergüenza... Porque yo te garantizo ¿lo entiendes?, yo te garantizo que no la tiene.

-¿Y sospecha él que tú puedes garantizarlo?

-Témome que sí.

-Entonces ya voy cayendo en la cuenta de los palos.

-Témome que no del todo... Como yo le dije un día, muchos años ha, cuando me vino con indirectas, a causa de sus recelos y aprensiones: «Pedazo de bruto, mientras vivas como vives, ¿qué derecho tienes tú para quejarte? Bueno que cada hombre tenga los líos que le dé la gana; pero que los tenga con decencia y con cierto decoro... ¿Por qué no haces lo que Gedeón?...».

-¿Eso le dijiste?

-Eso le dije.

-¿Y con qué derecho?

-Me parece que diciendo la verdad...

-¡Yo no tengo líos, ni los he tenido nunca!

-¡Oiga! Parece que te amoscas...

-Y me amosco con razón.

-Pues ya que tan por lo alto lo tomas, sábete que lo que entonces sospechaba yo por ciertos indicios, se hizo público años después por boca de tu ilustre padre político.

-¡Falso!

-Hijo te llamaba él en calles y plazuelas... Todo el barrio lo sabe.

-¡Mientes!

-¡Gedeón!...

-Y no te rompo la crisma, porque necesito el bastón para sostenerme de pie...

-Eso te salva de que no casque yo el mío encima de tus costillas, ¡grosero!

-¡Calumniador!... Si yo no te hubiera conocido nunca... ¡otro gallo me cantara!

Así acabó aquel encuentro, cuando ya empezaba la gente a formar corrillo alrededor de los dos amigos.

El grandísimo disgusto que produjo a Gedeón lo que Caifás le dijo acerca de sus ocultos enredos, no le quitó el deseo de saber algo sobre la vida del mismo Caifás, deseo nacido de las primeras palabras de éste al encontrarse con él. Si también este juez de su antiguo pleito había prevaricado, ¡morrocotudo tribunal fue aquel de los tres que le sentenció! Para averiguar ese algo, ninguna fuente como el mismo Anás, primero amigo, y después enemigo feroz de quien tan ferozmente acababa de biografiarle a él.

Buscóle con cachaza, y le halló al cabo, también en medio de la calle, como se había propuesto Gedeón para no darle que sospechar buscándole en su casa.

También le pareció su antiguo consejero muy acabado, y, además, mal vestido y poco limpio.

A las pocas palabras, después de un saludo frío y desaliñado, Gedeón le preguntó por Caifás.

-¡Mal rayo le parta! -gritó Anás trasformando su sombrío decaimiento en furor salvaje.

-Perdóname, hombre: no me acordaba ya de que habías tenido un disgusto.

-Si la gente no se interpone, le destrozo, y libro a la humanidad de ese infame.

-Entonces, más vale que se interpusiera la gente.

-¡Yo digo que no, porque debí hacerle polvo!

-Según eso, fue muy grave el motivo de la querella.

-No valía dos cominos, Gedeón; pero había mucha pólvora en mi cuerpo, y esa futesa la inflamó.

-De lamentar es el caso, de todas maneras.

-¡Ese hombre es una bestia, Gedeón, y además un canalla!

-Será si tú lo dices; pero como no estoy en antecedentes...

-Pues qué, ¿no sabes cómo vive?

-Ni he intentado saberlo... Como no me trato con nadie...

-Recordarás que esa fiera siempre fue tan vehemente como celoso, y que por no fiarse de ninguna mujer, detesta del matrimonio y de los que le contraen. Pues bueno: puso casa muchos años hace, y tomó un ama bien parecida. La muy lagarta conoció pronto de qué pie cojeaba el animal de su amo, y se complacía en dar pábulo a sus accesos bestiales para tener el gusto, contrariándole, de verle pidiéndola misericordia. En uno de estos trances, impúsole la condición de casarse con ella, después de dotarla rumbosamente. Resistióse el bruto a lo del matrimonio, aunque asintió a lo de la dote; pero la astuta supo aguardar ocasión conveniente, y al fin convino el asno en la otra cláusula también, aunque a condición de que el casamiento fuera secreto. Hízose así con todas las garantías legales exigidas por la serpiente; y ahí le tienes desde entonces devorando en silencio cuantas afrentas puede una mujer echar a la cara de un hombre.

-Y ¿por qué las aguanta?

-Porque le amenaza ella con publicar el casamiento.

-¿Y estás seguro de que le afrenta esa mujer?

-Te lo garantizo, ¿lo entiendes bien? Te lo garantizo yo.

-¿Y sabe él que puedes tú garantizarlo?

-Lo sospecha, como de tantos otros.

-¿Quiere decir que por eso fueron los palos?

-Por eso unos pocos, y otros tantos por ciertas demasías suyas. «Pero pedazo de bruto», le dije yo en una ocasión, hablándome él de esas aprensiones, «¿basta que se le meta a un hombre una majadería en la cabeza para que sin ton ni son vaya a dar un escándalo en la vecindad? Bueno que vigiles y quieras conservar tu puesto, pero con decoro; porque figúrate que te equivocas... Y por último, antes de dar contra los amigos, echa de casa a los extraños»; porque créelo, Gedeón, ¡esa infame se los pone a la mesa con él, a título de amigos y de parientes!... ¡y el sinvergüenza lo sufre! ¿Quieres más?

-¡No es poco que digamos!

-¿Y también le dije: ¿a que no daba un paso como ése nuestro amigo Gedeón?

-¡Yo! Y ¿por qué había de darte?

-Gajes del oficio son los motivos de esa clase.

-Yo no sé qué oficio es ése, ni conozco esos motivos...

-Vamos, Gedeón, echemos tierra a los motivos; pero en cuanto al oficio...

-¿Qué quieres decir con eso de «echar tierra»? ¿A qué aludes?

-¿Por qué te quemas?

-Porque me insultas.

-¿Porque te digo que tienes líos tapados?

-¡Yo no tengo líos tapados ni descubiertos!

-Como cada hijo de vecino.

-¡Falso!

-¡Gedeón!

-¡Te repito que yo no tengo líos!

-Pues cuéntaselo a tu augusto suegro que los publicaba. ¡Lástima que ya no viva!

-¿Y a ese entierro aludías antes?

-¡O a otro, canastos!

-¿A cuál, víbora, a cuál?... ¡dílo!

-¡No me da la gana, soberbio!

-¡Yo haría que te diera, si tuviera los miembros sanos!

-¿Qué harías entonces?

-Molerte a bastonazos.

-Ya tendrías tú media docena de ellos encima de tu alma, si no mirara...

-¡Difamador!

-¡Hipócrita!

-¡Bárbaro!

También esta entrevista acabó rodeada de transeúntes y hasta silbada de granujas.

No sé a punto fijo cuánto profundizó en el espíritu de Gedeón el que éste juzgó dardo lanzado a su pecho por Anás desde la sepultura de Herodes; pero me consta que al encerrarse en su cuarto, exclamó, poniendo todo su corazón en sus palabras:

-¡Señor, entre qué gentes he pasado lo mejor de mi vida!

Después volvió a encerrarse en su concha; y ningún acontecimiento notable alteró la triste monotonía de su existencia, hasta el instante en que se le presento a mis lectores al comenzar la historia de esta tercera y última jornada de su vida.

Pero heme referido allí únicamente el aspecto exterior de nuestro personaje; y ahora necesito decir dos palabras acerca de sus interioridades.

Mientras a un enfermo le dura la fiebre, no cabe en la cama, y sueña que es emperador que manda ejércitos, y que ni la muerte se atreve contra él; pero pasa el acceso, y sus brazos, antes de acero, truécanse en débiles cañas; la luz vence a sus ojos, y el más blando lecho parécele dura roca para descanso de su cuerpo aniquilado: la razón, ya en su quicio, no le alumbra quimeras, sino la verdad de su estado y lo que le falta para llegar a ser un cuerpo sano como los demás.

Lo mismo le ha sucedido a Gedeón. Mientras le duró la fiebre de las pasiones groseras sostenidas por el vigor de su naturaleza y estimuladas por el veneno de su educación, ya sabemos lo que fue; pero asaltáronle plagas, lloviéronle pesadumbres y desengaños; y a medida que el cuerpo fue cayendo, fue su espíritu levantándose. Cada ilusión apagada en su fantasía renació como luz en su razón; y cada flaqueza vencida en su materia, rompió un eslabón de la cadena de su alma. Así llegó ésta a enseñorearse de aquel cuerpo, cuando el cuerpo no fue más que una carga de dolores.

Ya no hay brumas ante la mirada de Gedeón; y desde la alteza de sus desdichas, todo lo ve claro; ya no duda que de los senderos que tuvo delante de los ojos al dar el primer paso de la vida, eligió el peor creyendo lo contrario; y también ve, para su tormento, que ya no es hora de retroceder para buscar otro más placentero. A sus pies está el abismo, y en él caerá con su cruz de tristezas, y allí será crucificado por el verdugo de sus remordimientos.

Para otros, la luz y los consuelos; para él, la oscuridad y el desamparo.


- III - Los vecinos de Gedeón

editar

Sucédele muy de continuo a nuestro personaje lo que al envidioso: todo se le vuelve fijarse en lo que él no posee y tienen los que pasan a su lado.

Con el cuerpo hundido en el sillón de su gabinete, y en el pecho la barbilla, deja correr las horas, perdida la imaginación en investigaciones que le suceden y en cálculos que le fascinan.

«Lo que soy, lo que he sido y lo que pude ser».

Estos son los tres puntos sobre los cuales divaga su fantasía años ha, y el único tema de las meditaciones que le entretienen.

En la ocasión en que ahora te hallamos, con el cuarto a media luz, la atmósfera saturada de olores de bálsamo tranquilo, sin otro rumor que altere aquel silencio sepulcral que le rodea que el crónico estertor del ratonero que dormita debajo de la manta, por un lógico y no largo encadenamiento de ideas que acaso arranca de aquel cuadro mustio y desconsolador, vase con la mente a examinar el que ofrece cada familia de las que habitan aquella misma casa, y le son bien conocidas.

Vive en el cabrete del portal el matrimonio de que dimos cuenta más atrás; el cual matrimonio tiene un hijo de veinte años, que gana en una carpintería un jornal de dos pesetas. Al mediodía y por la noche, los tres se reúnen, y comen y cenan en familia. Alguna vez que otra, asoma entre ellos la discordia; pero lo ordinario es que reine la paz y hasta la alegría en aquel hogar angosto y miserable.

En el segundo piso habita un abogado de cierta edad, esposo de una mujer bella, padres ambos de tres niños. Rara es la semana en que el médico no tenga que visitar a alguno de éstos. Mientras dura la enfermedad, no se oye una mosca en la casa; pero, en cambio, tan pronto como el enfermo se restablece, aquello es una pajarera. «¡Hijo mío, yo te como a besos!... ¡Toma, toma... toma!... ¡Válgame el Señor, qué gitana de criatura!... ¿Qué quieres tú, resaladísima?... ¿Que te haga un nene con el pañuelo?... Tómale, prenda. A ver cómo le cantas: ¡oba, oba, oba!... Duérmele tú, morena... ¡Ajá!... ¡Bendito sea Dios, si no parece que los ángeles enseñan a esta chiquilla tanta monada! ¿Tienes celos tú, renacuajo mío? ¡Ay, qué pucheros hace el muy remonísimo!... No, pimpollo de la casa, que te quiero también a ti... Ven acá, hijo mío, a este otro brazo, junto a tu hermanita. Así... dale tú un beso, pichona. ¡Bien! Dale tú otro a ella, gitano... ¡Eso es! ¿Ve usted cómo se quieren los niños?... Ven tú ahora, cachorrón, y abraza a tus hermanitos... Aprieta más... así... Ahora, yo un beso a cada uno... ¡Toma, toma, y toma... que valéis un imperio entre los tres!».

Tales son los entretenimientos de aquella madre, siempre que sus faenas domésticas la dejan un rato libre.

En cuanto al padre, trabaja en su bufete largas horas; pero nunca le falta una para dedicársela a sus hijos, jugando con ellos como si fuera un niño más en la casa; y si algún cliente no le ha sorprendido, como el embajador español a Enrique IV, haciendo de la estancia picadero, puesto en cuatro pies y llevando montado en sus espaldas a un chiquillo, hale hallado muchas veces con la carga encima de los hombros, a modo de San Cristóbal.

A pesar de tan prosaicos pormenores, la casa está limpia como el oro, la mujer es hasta elegante, el marido no es raro y se cree feliz, y los niños no rompen la vasija ni comen las sopas a puñados. Para eso está la madre que se lo prohíbe, como todo lo malo, y les amenaza con el enojo de Papá-Dios, y hasta con la venida de Pateta y del Cancón, si es necesario; y los inocentes se conforman con mirar a hurtadillas los santos de algún libro, con ver lo que hay dentro del estuche de costura de su madre, alguna vez que ésta le deja abierto, y con jugar a los soldados con el bastón y un chaleco viejo de su padre, o a los cocheros, con cuatro sillas del comedor y las disciplinas de sacudir la ropa.

Vive en el piso tercero, si padecer es vivir, un coronel retirado a quien la gota y algunas reliquias de la guerra tienen postrado en el lecho la mayor parte del año, y el resto encogido en un sillón. Para asistirle y consolarle y sufrirle con la heroica resignación de una hermana de la Caridad, está constantemente a su lado su hija, joven y bella, aunque su belleza tiene no escasa semejanza con las flores sin sol. Un hermano de ésta ayuda a levantar las cargas del hogar, desempeñando un empleo que no le produce tanto lucro como sudores. Cuando los tres se hallan juntos a ciertas horas del día y casi todas las de la noche, el afán de los hijos se consagra a endulzar las amarguras del inválido, cuya paciencia no es tan grande como el amor y la gratitud que siente hacia aquellos pedazos de su corazón.

En el piso cuarto habita un matrimonio que demuestra no ocuparse ni pensar en otra cosa que en reñir cruda batalla con la muerte, que tiempo ha reclama la vida del único fruto que le han dado veinticinco años de unión pacífica y armoniosa. Rico el marido y no pobre la mujer, cuanto los dos reúnen, y sus vidas además, dieran sin vacilaciones por devolver el color de las rosas y los bríos de la juventud a la faz macilenta y al cuerpo entumecido y descarnado de aquel ser a quien una lenta, pero invencible consunción, va acercando al borde del sepulcro. Para aquellos padres el día no tiene sol, ni la noche descanso: sus almas están en el cuerpo de aquel hijo que padece y se acaba, sin que poder humano alcance a conjurar tal desventura. Algunas veces un pobre sacerdote, sentado a la cabecera del enfermo, le alivia los dolores del cuerpo con sabias advertencias para el alma, dando a la vez grato consuelo a los que ninguno esperan de los halagos del mundo cuando de él falte quien tan próximo se halla a las puertas de la eternidad.

Por último, habita la buhardilla una costurera que sostiene con su trabajo a su madre anciana y viuda, y a un hermano memo. Aunque no cesa de trabajar, y lo que gana cada veinticuatro horas puede meterse en un dedal, esta criatura canta de día y canta de noche, hasta en las horas que roba al sueño y al descanso.

Hecha esta mental exploración por su vecindad, Gedeón, que nunca olvida las lecciones del Doctor, juzga que aquella casa es un remedo del mundo. Hay en ella un poco de todo: diversidad de caracteres, de caudales, de infortunios y de alegrías.

Hay padres que trabajan y se sacrifican por sus hijos; hijos que trabajan y se sacrifican por sus padres; hermanos que cuidan de sus hermanos; padres e hijos que mutuamente se auxilian y conllevan. En una o en otra forma, siempre hay un ser identificado con otro ser; un sentimiento honrado respondiendo a otro sentimiento, o inclinado el corazón a trocar por los dolores ajenos las propias alegrías; vidas que se reflejan en otras vidas y en ellas se funden y se gozan, como la luz, y las flores, y el rocío; conjunto maravilloso de colores, de aromas y de frescura; ambientes embalsamados que regala el valle a la montaña, en pago de la brisa, de la lluvia y del amparo que la montaña presta al valle; misteriosa cadena de afectos que elevando el alma sobre las miserias de la tierra, convierte los dolores y la abnegación y el heroísmo en necesario y grato deber.

-¡Esto es la familia! -piensa Gedeón, interrumpiendo sus exploraciones-; algo que se siente, se ve y no se explica; algo que se encuentra en todas partes... menos en mi casa y en los libros que yo he devorado. Esto lo que en ella me llamaba en otros tiempos, y lo que yo no quería oír; esto lo que me recomendaba el Doctor como remedio de todos mis males... ¡Qué necio, qué fatuo, qué estúpido he sido!

Volviendo otra vez con la mente a la vecindad, ¡cuán rebajado se encuentra comparándose con ella!

Cuantos seres la componen tienen un destino que cumplir, o le han cumplido ya; parecen venidos al mundo con un fin benéfico y para ocupar un puesto que les estaba señalado, y son como rueda de artefacto, que, por pequeña que sea, colocada entre otras, ayuda al movimiento a la vez que le recibe.

Todos aquellos vecinos pueden abrir sus puertas y mostrar al público sus hogares, porque nada hay en éstos que no sea útil, lícito y honrado.

Pero él... ¡cielo santo! En su casa el desamparo, el silencio, la soledad, la desconfianza, el misterio, el engaño; en su corazón, el odio a quien debiera amar y poner sobre su cabeza; en su conciencia, el remordimiento y el desencanto de los vicios.

¡Pero en cambio es libre!... ¡Qué mofa!...

¿De qué le sirve la libertad? Si le faltara aquel dinero, por amor al cual halla quien le dé de comer y le guarde la casa, ¿quién se acercaría a ella, ni con paciencia aguantara sus desabrimientos, hijos de sus amarguras y dolores? ¿A quién arrancará una lágrima su muerte?

No hay duda: él solo es en aquella vecindad, reflejo del mundo, la rueda inútil, y por inútil arrojada al basurero; allí irá hundiéndose poco a poco, comida por la roña y azotada por los vientos y la lluvia, mientras le van formando una corona digna de su tumba de inmundicias y de escombros, las zarzas y las ortigas.


- IV - Castillos en el aire

editar

-Pues supongamos ahora -continúa llevando sus meditaciones a otra región de más luz y de mejor aire-, que yo me hubiera casado a tiempo. Podría haberme cabido en suerte algo de lo malo que hay en la vecindad, es cierto; pero ¿y qué? Lo peor de ello ¿no es mucho mejor que lo que yo poseo? Más probable es que tuviera un poco de cada cosa: hoy una pena, mañana una alegría, ahora un dolor, más tarde un placer... Tal es el mundo, y tal la humanidad; porque no pueden ser de otra manera... Pero el conjunto de todos estos dulces y de estos amargos, de estos goces y de estas pesadumbres; el no sé qué que lo envuelve y rodea, y lo da color y luz y vida; eso que un pintor llamaría ambiente de la familia, y otros, con mejor acuerdo, el reflejo de Dios; eso que no se disipa con ninguna pena, ni se adquiere con ningún dinero, ni se sustituye con nada, pero que existe en todas las familias, ¿por qué no había de existir en la mía? ¡Si me parece que lo ven mis ojos y lo palpan mis manos!... Y no es extraño: soy de los necios que, viéndose ahítos, arrojaron las provisiones por la ventana, sin hacerse cargo de que se quedaban con el hambre, aunque dormida y acallada. Ahora se despierta la mía, y se entretiene en pintar manjares... como ella sabe pintárselos a quien no los puede saborear.

Pero vaya una suposición racional, aplicable a este momento de mi vida.

Si yo me hubiera casado a tiempo, mi mujer estaría ahora a mi lado... Tendría, próximamente, cincuenta años: quince menos que yo; pero bien conservada, afable... hasta fresca y rozagante. Y digo que se hallaría a mi lado, porque estoy achacoso; y para entretenerme y consolarme, me daría conversación. Hablaríamos de cuando fuimos jóvenes y de las inocentadas que nos decíamos cuando novios. Pareceríanos imposible que entonces nos conformáramos con aquel amor vehemente y apasionado que luego vimos trocarse, para dicha mutua, en otro afecto más apacible y desinteresado, y a la vez más profundo, cordial y permanente, como si nuestras vidas se hubiesen compenetrado, o fuéramos ella y yo dos cuerpos con un alma sola...

Pero a cierta edad deben entretener poco estas metafísicas. De ellas habríamos hablado en ocasión oportuna... Lo seguro es que en la presente estaríamos tratando de nuestros hijos, o acompañados de alguno de ellos.

El mayor sería ya... ¡bah!... ¡yo lo creo!, oficial de artillería... Aunque, bien mirado, no me agradan mucho los militares. Siempre están lejos de sus familias, y se expone uno a perder algo de su cariño. Después, la guerra. ¡Es tan fácil que una bala, un pedacito de plomo como un guisante, arrebate en un segundo una vida llena de alegrías y de esperanzas! Verdad es que así se cumple con un deber sagrado, porque se muere por la patria... ¡Pero vaya usted a decirle al corazón de un padre que se consuele con eso, cuando llora la pérdida de un pedazo suyo!... ¡Cómo debe sentirse la muerte de un hijo!... Por eso no es conveniente exponerlos mucho... Por otra parte, como el nuestro sería buen mozo, por la vanidad de verle lucir el uniforme... ¡qué sé yo!, se me figura a mí que hubiéramos consentido en que se hiciera militar... Nada: resueltamente lo sería.

Habría recibido yo carta suya avisándome en ella que le destinaban, por ejemplo... a Sevilla. Sevilla es una gran ciudad, en la cual no puede vivir mi hijo, que pertenece a un cuerpo tan distinguido como el de artillería, como en Segovia o en Santoña. Tendrá su uniforme estropeado, si no viejo; necesitará hacerse otro nuevo, y acomodarse en buena posada; estar, en fin, como debe estar un joven de sus condiciones: bien vestido y bien alojado. ¡Qué menos! Nada de esto me diría él en la carta, porque, como prudente, sabe que su padre con media palabra entiende a sus hijos; el caso es que yo trataría de enviarle dinero. Sobre el cuánto, consultaría con su madre. Pero, ¡qué sabe una pobre señora de su casa lo que necesita un caballero oficial del real cuerpo de artillería! Por eso me dirá que con dos mil reales tiene nuestro hijo hasta de sobra; pero yo, que sé lo que cuesta, o debe costar, un uniforme como el suyo, con tanto ringorango de oro fino, y lo caros que andan los guantes de primera, y el tabaco regular, sin que su madre lo sepa le mando cuatro mil; la mitad para el uniforme, y el resto... ¡qué diablo!... el resto para dos mil cosas que pueden ocurrírsele a un buen mozo, caballero oficial del real cuerpo de artillería. ¿Le he de decir yo también en qué lo ha de gastar? Lo que sí le diré, que aquella cantidad se la enviamos su madre y yo: dos mil reales cada uno; pero que no la diga nada cuando la escriba, porque quiere ella guardar el secreto. Creo yo que de este modo agradecerá él más el supuesto regalo de su madre, y la tendrá más presente, y hasta la querrá más, si cabe; y queriéndola él así, le querré yo también mucho más. ¡Como si fuera poco lo que le quiero!...

Despachado así el asunto del militar, empezaríamos con el abogado, el menor de nuestros hijos varones. Ese estaría preparándose para graduarse de doctor. Pero ¡qué tunante!, sabiendo que con esas cosas se le cae la baba a su padre, me ha dedicado el discurso... El de licenciado se le dedicó a su madre, que le tiene encuadernado con lujo y le guarda entre sus más estimados libros de devoción. Y, ¿qué he de hacer yo sabiendo, como sé, que es un chico que se ha lucido en toda la carrera?... Pero no: se habrá graduado ya, y yo habré leído su discurso, ¡bien charlado!... No se lo diría así, pero le tiraría de la lengua, e iría metiéndole en materia para oírle... Le habría regalado un reloj de oro con su cifra. ¡Qué demonio de chico! ¡Como él se despacha en círculos y tertulias! Lo mismo dirige un rigodón que diserta sobre el Digesto. Por de contado, fumará delante de mí. Siempre me ha parecido una ridiculez ese rigor de los padres con el vicio menos indecente de la humanidad. Bueno que cuando son niños no fumen, por muchas razones: pero después, ¿por qué no han de fumar si les gusta?... ¡Cuánto me entretiene con sus humoradas y espontaneidades de muchacho! ¡Cómo anima y revuelve a toda la familia en los muchos ratos que pasa con ella! Cuando falta él de la mesa, parece que la comida está sin sazonar... También hace copias, pero buenas; no de esas vulgaridades que escriben todos los jóvenes entre tontos e inocentes. Por de pronto, se ejercita en la profesión con un abogado de nota, que me ha dicho en confianza que antes de dos años valdrá el pasante más que él. ¡Si me pondría yo hueco al oír tal elogio! De todas maneras, este chico será el que se encargue de todos mis asuntos en los últimos años de mi vida, y el que a mi muerte ocupe mi puesto al frente de la familia; porque nada de esto se opone a que se case en tiempo oportuno con una mujer digna de él. ¡Antes muerto que solterón! Por eso me tiene siempre con cuidado el artillero. Temo que, como a otros muchos de su profesión, se le pase lo mejor de la vida mariposeando; y cuando quiera fijarse definitivamente, no pueda ya con las bragas, y tenga que morir sólo y desesperado.

Pero el ojo derecho mío... (no lo podría remediar) sería nuestra hija. ¡Qué cálculos haríamos sobre ella su madre y yo! Veinte años tendría, y como otros tantos soles que la hermosearan. Ahí enfrente, en la sala, habría un piano; y en ocasiones como ésta, en que el tedio... (el tedio no, porque no conocería yo esa dolencia) o el peso de mis achaques me entristeciera, tocaría ella las piezas de música que más me gustaran a mí... Me animaría después a salir de casa; haría que la acompañara a dar un paseo por las afueras, y yo iría hecho un bobo entre ella y su madre; y más de dos jovenzuelos pasarían a su lado haciéndose los buenos mozos... Esto me cargaría bastante, porque me haría pensar en el día en que otros deberes que los de hija me la arrebataran de casa. ¡Mire usted que es dura y terrible para un padre esta ley de la naturaleza! Y no hay modo de eludirla. Cierto es que el deseo de verlas felices, y hasta la idea, a menudo equivocada, de que casando a una hija se adquiere un hijo más, debe animar mucho en esos trances tan serios; pero así y todo, yo no me daría prisa por casarla. De esto precisamente hablaría yo ahora con su madre; y cuando ella pasara por ahí enfrente o se asomara a la puerta para hacernos alguna pregunta, cambiaríamos de conversación... Yo tendría pañuelos bordados por ella, y de obras de sus manos estaría llena la casa y las interioridades de ésta correrían ya de su cuenta, para descanso y satisfacción de su madre.

¡Pues y cuándo el artillero estuviera en casa con licencia! ¡Toda la familia reunida entonces! ¡Qué cenas, qué comidas, qué sobremesas! ¡Dios mío, aquello sería el colmo de la felicidad! ¡Qué me importaría a mí entonces el reuma, ni la tos... ni todos los dolores juntos del cuerpo? El militar referiría sus aventuras lícitas del oficio; el abogado sus travesuras de universidad; uno y otro elegirían las más ingeniosas para regocijo de su hermana y deleite de su madre; y en cuanto a mí, ¡cielo santo!, solamente sabiendo lo que ahora padezco se podría calcular lo que entonces gozaría. ¡Qué vejez aquella! ¡Cuán diferente de esta vejez! En tan placentera compañía, ¡con qué valor debe mirarse cómo avanzan hacia uno, disfrazados de achaques de la vida, estos mensajeros de la muerte!... Dicen que para morir con ánimo sereno son un estorbo los hijos y la familia. ¡Qué error! Sin ella todo es tristeza y dudas y desaliento; y con estos males por escolta, podrá morir un hombre desesperado; pero sereno y valeroso... ¡nunca!

Tras estas cavilaciones y después de permanecer Gedeón largo rato saboreándolas, alza la cabeza, y vuelve a reflejarse en su fisonomía aquella burla de otros tiempos, que era la salsa de sus meditaciones sobre parecido tema.

-¡Qué demonio! -torna a pensar-, ¡lo que somos los hombres! Cuando yo era joven, me pasaba las horas muertas haciendo castillos sobre las voluptuosidades matrimoniales; ahora, que soy viejo, los hago como un tonto sobre lo que entonces me parecían miserias de la vida conyugal. ¿Estaré tan equivocado ahora como lo estuve en aquel tiempo?... ¡No, no, no y no! Por de pronto, aquello me inflamaba la sangre; era fuego que corría por mis venas: huracán que me arrastraba lejos de todo deber, y me ponía fuera de la comunión humana. Esto es como bálsamo que se derrama en mi corazón, y purifica y refrigera todo mi ser; brazo misterioso que se enlaza con el mío, y, sacándome de la sima tenebrosa, me acerca a los demás hombres, y hasta parece que me eleva hacia Dios... No cabe duda, ¡hasta por egoísmo debí yo haberme casado a tiempo!... ¡He sido un bestia!, ¡mil veces sandio!, ¡un millón de veces estúpido!


- V - La poesía de un solterón

editar

-¡Regla! ¡Regla!

-¡Señor!

-¿Dónde mil demonios estás metida?

-¿Cuántas veces me ha llamado usted?

-Más de mil.

-No han llegado a tres.

-Tanto me da.

-Pero no es lo mismo.

-¡No me repliques!

-Cuando se dice lo que no es...

-¿Te rebelas?

-Me disculpo como debo.

-Tu deber es complacerme, y nada más.

-Eso he hecho siempre.

-¡Pero no lo haces ya!

-¡Así paga el diablo a quien mejor le sirve!

-¡Regla no me provoques!

-Si usted no me maltratara...

-Yo no maltrato a nadie. Yo no hago más que padecer, y pudrirme, y acabarme aquí, solo y abandonado.

-¿Para qué me llamaba usted, señor?

-Para que me traigas los chirimbolos.

Sale Regla; y mientras vuelve, Gedeón se desciñe la bata, dejando al descubierto sus piernas liadas y reliadas en lienzos y franelas, desde la punta del pie hasta medio muslo.

Aparece Regla de nuevo en el gabinete con media docena de frascos en una bandeja, y con enormes rollos de vendajes limpios debajo del brazo.

Arrodíllase a los pies de su amo, apoyados sobre un taburete; coloca en el suelo los frascos y los vendajes, y comienza a soltar las ataduras de los que Gedeón tiene puestos.

-¡Con tiento, Regla!... ¡con mucho tiento, por Dios, cuando llegues a la rodilla! Una mosca que la roce con las alas, me hace ver las estrellas...

-No tenga usted cuidado.

-¿No, eh?... Si tú lo pasaras, condenada... ¡Poco a poco... poco a poco!, así... ¡Ay!...

-¡Si no le he tocado a usted!

-No importa: el miedo solamente me hace tiritar. Arrolla esa tira para dar la vuelta por debajo de la corva. Bueno. Ahora, sin miedo hasta los pies... ¡Alto! Arrolla toda la venda suelta.

-Saque usted el pie más afuera...

-Allí va... ¡Cosa más rara que esta dolencia!... Me permite andar, aunque con trabajos, y el peso de una hormiga la irrita y ensoberbece... ¿Acabaste con la venda? Ahora la franela... ¡Eche usted tira! El diablo me lleve si no hay para alfombrar con ella la escalera... ¿Qué tal encuentras la rodilla?

-Algo más deshinchada me parece...

-Eso me dices todos los días... ¡Cuidado ahora con el pie!...

-Levántele usted un poco... Un poco más... Ya está.

-¿Cómo le hallas?

-Lo mismo.

-Pues a mí se me figura que cada vez se van dislocando más los dedos... Parecen garfios ¿no es verdad, Regla?... Vamos ahora a preparar la batería de los betunes... No los confundas, ¿eh? Éste es para los pies; éste para el pecho; éste para las rodillas; éste para mezclarle con este otro...

-Ya sé yo mejor que usted para qué es cada uno.

-¡Dios ponga tiento en tus manos!

Hechos los necesarios preparativos, comienza Regla a destapar frascos, a mezclar las pestilencias de uno con las hediondeces de otro sobre la palma de su mano izquierda, y a frotar con las dos, con toda la suavidad posible, las partes doloridas de Gedeón, que a cada instante grita y reniega y maldice, ya porque Regla aprieta más de lo conveniente, o porque teme que así lo haga. Después envuelve la pierna en franelas, y las franelas en lienzo, sin que dejen de oírse los propios conjuros y las mismas interjecciones del paciente.

-¿Acabaste con ésta?

-En cuanto anude las cintas... Ya están.

-Pues vamos ahora con la otra... Pero recoge antes toda esa trapería, o ponla donde yo no la vea... ¡Qué peste más endemoniada!... Parece castigo de Dios ¿no es verdad?

-¿Por qué, señor?

-¡Mucho cuidado ahí!... ¡Mira que tengo que ver en esta guisa! Cuando yo era joven, me burlaba de los maridos que pudieran verse precisados a hacer con sus mujeres algo de lo que tú haces ahora conmigo... ¡No aprietes tanto!... ¡Como si yo fuera de otra materia más fuerte y asegurada de achaques! ¡Como si solamente las mujeres casadas tuvieran humores y necesitaran untos y cataplasmas!... Cada vez me convenzo más de que entre un joven abandonado a sus propias inclinaciones y una bestia, no hay dos pulgadas de distancia... Dele usted cuerda a sus pasiones; satisfágale usted sus apetitos; téngale usted gordo y retozón, y ya cree poseerlo todo, y asegurada su vida de penas y dolores... Está mejor esta pierna que la otra. ¿No te parece a ti?

-Allá se van.

-¡Vaya un consuelo de tripas!...

-Pues si es la verdad...

-¡O no lo es!... Y aunque lo sea, no debe decirse de ese modo...

-¿De qué modo lo he dicho yo?

-Como lo has dicho. ¡Ea!, no me rompas la cabeza.

-Jesús me dé paciencia ¡qué genio!

-¡Quisiera yo ver en mi situación al hombre de más cachaza!

-Pero yo no le tengo a usted la culpa de sus trabajos...

-¡No aprietes tanto ahí, recondenadísima!

-¡Si llevo la mano al aire, señor!

-Al aire te echaría yo de un puntapié, si pudiera dártele.

-Muchas gracias... Pero crea usted que, sin puntapié y todo, habría pocas personas capaces de hacer con paciencia todos los días esto que yo estoy haciendo...

-¡Espera un poco, no untes más!... ¡retira la mano! ¡Ay, qué dolor más terrible!... ¡parece que me exprimen los huesos en una prensa!... ¡Ufff... qué barbaridad!... Debo tener la cara como luz de pajuela.

-Algo pálida está... ¿quiere usted un poco de agua?...

-No... Ya se va pasando... Estos dolores son así, cortos, pero buenos... Sigue ahora la operación, y dispensa los disparates que haya dicho contra ti. ¿He dicho alguno?

-No ha dejado usted de decirlos...

-No me extraña; porque cuando me ataca el dolor, me pongo fuera de mí, y no sé lo que digo.

-Gracias a eso no los tomo yo muy a pechos.

-Vamos a ver, y ¿qué harías si a pechos los tomaras?

-Ya puede usted presumirlo.

-¿Es decir que serías capaz de abandonarme?...

-Póngase usted en mi caso.

-¡Ingrata! No correría yo tales riesgos si me hubiera casado a tiempo.

-¿Tan mal le ha ido a usted conmigo?

-¿Y de qué me serviría cuanto por mí has hecho, si en lo más apurado de la vida me abandonabas? ¡Las mujeres propias no hacen eso, Regla!

-También tienen otros privilegios que no tengo yo... y otro porvenir...

-Ya pareció aquello. ¿Temes que te falte el pan algún día?

-Mientras tenga los miembros sanos, no; pero bien pudiera suceder.

-¿Por tan desalmado me tienes?

-Cayéndose usted de generoso, puedo quedarme a puertas mañana.

-Eso es decir que temes que yo me muera de repente.

-O por sus pasos contados; pero como la voluntad de usted no consta más que en sus palabras...

-Ya te tengo dicho lo que pienso hacer para que mi voluntad sea conocida y respetada.

-Pero, entre tanto, puedo morirme yo, y ese hijo que anda por esos mundos, sabe Dios cómo, no recogerá de su madre ni las tristes soldadas que tiene ganadas en más de quince años, sirviéndole a usted.

-Luego, ¿desconfías de mí?

-No, señor; pero, a decir verdad, quisiera tener bien arreglada esa cuenta, por lo que pudiera tronar.

-Lo que tú temes es que yo truene a la hora menos pensada... no me andes con andróminas; y lo que debes hacer es pedirme lo que te debo; ir a darte buena vida con ello, y dejarme a mí solo y abandonado, pudriéndome en este rincón...

-Yo no pretendo semejante cosa.

-¡No me pasaran a mí estos lances si yo me hubiera casado a tiempo!

-¡Otra vez el casorio! Y ¿por qué no se casó usted?

-¡Porque fui un mentecato, como tantos otros!

-Todavía puede usted hacerlo.

-¡Tendría que ver!

-No creo que se opusiera nadie.

-¡Ahí me duele!

-¿En lo que le digo a usted?

-¡En la rodilla, chapucera!... ¡Pasa con cuidado la venda!... Y ¿quién se había de oponer a que yo me casara todavía, si se me antojara?

-Pues eso decía yo... ¡Cuántos a la edad de usted tienen compromisos viejos!...

-Yo no tengo compromisos, Regla; yo soy libre como el humo, como el aire. Puedo hacer lo que me acomode de mi cuerpo y de mi caudal. ¿Lo entiendes?

-No lo dudo, señor.

-Es que a mí no me vengas con pullas, porque las tengo yo para ti y para todo el universo, ¡zambomba!... ¿Acabaste?

-Sí, señor.

-Pues al pecho ahora... A bien que, para lo que adelanto con la untura... ¡Qué toser anoche! ¡En vilo me la pasé toda! Tú, en cambio, dormirías como una marmota.

-Como usted no me llamó...

-¡Bien hecho!, ¡ahógate ahí, consúmete y púdrete solo, vejancón miserable! ¡Consuélate si quieres con el acompañamiento que hace a tus quejidos el asma del ratonero!...

-A esa bestia la voy a tirar yo por la ventana...

-Pues en seguida vas tú tras ella.

-Pero ¿no ve usted que está hecha un asco, y que apesta toda la habitación?

-Esa no es cuenta tuya... No me manches la bata con ese menjurje... Ese pobre perro ha sido el compañero fiel de mis tristezas, y tiene derecho a mis cuidados... y a los tuyos también, Regla, ya que me haces hablar.

-¡Para él estaba!

-¡No seas ingrata, Regla!

-Más me debe él a mí, que le traje a casa.

-También es cierto; y volvamos la hoja... Colócame la franela de modo que no me queden arrugas... Eso es... Abróchame la almilla...

-Ya está usted despachado por hoy... digo, hasta la noche.

-Tráeme ahora una camisa limpia.

-¿Va usted a salir?

-¿Qué tal está el día?

-Regular.

-¿Hace viento?

-No, señor.

-¿Hay humedad?

-Tampoco.

-Entonces saldré un rato, aunque sea para sentarme en la tienda de la esquina, mientras tú ventilas la habitación, que buena falta le hace.

Dicho esto, recoge Regla frascos y trapajos sucios, y sale del gabinete, en el cual queda Gedeón haciendo pinitos y probaduras de paseo, ora arrugando la cara y apretando los dientes, ora soltando un reniego, ora admirándose del volumen que presentan sus piernas con tantos envoltorios y ataduras.

Después se viste con ímprobos trabajos unos pantalones descomunales, y se lava las manos y la cara, no sin bautizar el agua con tres o cuatro esencias de botica.

Por último, vuelve Regla trayéndole una camisola limpia, y le calza los entrapajados pies con holgados zapatones de flexible paño.

Puesta ya la camisa limpia, hácele Regla el lazo en la corbata; ayúdale a vestirse un chaleco de punto inglés; sobre éste, otro de paño; sobre éste, una levita, y sobre la levita, un gabán; pone en sus manos el bastón y el sombrero; cerciórase de que no le faltan pañuelo en el bolsillo ni cigarros en la petaca; y sale, dejando abiertas todas las puertas, por las cuales va pasando, hasta la de la escalera, junto a la que aguarda a su amo cruzada de brazos.

Antes de salir Gedeón de su gabinete, levanta con el regatón de su cachava la manta, bajo la cual dormita y ronca Adonis. El achacoso ratonero abre los ojos; y sin mover la cabeza, vuélvelos a su amo, como si quisiera darle las gracias por su cortesía, o decirle: «¡Buen par de alhajas estamos!».

Gedeón le contempla un instante, vuelve a cubrirle con el bastón; y, bien apoyado en él, sale renqueando hacia la escalera, murmurando para sus envolturas:

-No sé quién de los dos largará primero la pelleja; pero el diablo me lleve si no estoy yo en el mundo tan de sobra como tú. ¡Tan llorada ha de ser tu muerte como la mía!


- VI - La tienda de la esquina

editar

Regéntala, como dueño de ella, un buen hombre que jamás se enfada ni se apresura.

Vive de lo que vende, que es tanto como decir que vive de milagro; pues allí nunca se vende nada, y siempre se ven en tablas y escaparates los mismos objetos, descoloridos y ajados por el tiempo; siendo muy de notar, como fenómeno curioso, que rara vez un comprador pide cosa que en la tienda exista, pero que debiera existir, a juzgar por la índole de las mercancías que están a la vista, y con las cuales cree el tendero, sin duda alguna, que hay hasta de sobra para satisfacer todos los antojos del público.

Así se dan muy a menudo casos como el siguiente:

-¿Tiene usted tachuelas? -pregunta un marchante acercándose al empolvado mostrador.

-¿Tachuelas? -repite el tendero poniéndose a meditar-. Precisamente tachuelas, no; pero tengo otra cosa que puede convenirle a usted más.

-¿Clavillos, quizá?

-No, señor: clavos romanos.

-¿Y qué es eso?

-Hombre, clavos romanos... son éstos. Vea usted, para sujetar las cortinas y formar pabellones. Un palmo tienen de cabeza, ¡qué hermosos!

-¡Pero si yo quiero tachuelas!

-Pues de eso no tengo ahora.

Y así hasta el infinito.

Alguna vez, muy rara, hay en la tienda lo que pide el comprador; pero precisamente en tales casos se halla el tendero entretenido en oír lo que cuentan o discuten sus tertulianos; y por no perder una sílaba del relato o de la disputa.

-¡No tengo! -responde con desabrimiento y sin volver la cara.

Por eso digo yo que no sé cómo vive este buen hombre, que sólo vive de lo que vende.

En esta tienda hay tertulia al medio día y después del paseo por la tarde; en verano, hasta que cierra la noche, y en invierno, hasta que se cierra la tienda.

Una banqueta derrengada, dos banquillos de cabretón y una silla achacosa, sirven para sentarse los tertulianos entre los dos huecos de la fachada.

Componen la tertulia, comúnmente:

Un señor pequeñito, septuagenario ya, pero muy conservado, limpio y risueño. Guarda, como una reliquia que piensa legar a sus herederos, si el Estado no solicita la preferencia, el Diario de su larga vida, comenzado en el instante mismo en que supo escribir de corrido. Todos los años, al solemnizar él el cumplimiento de uno más, reúne en su mesa las cuatro generaciones que de él arrancan, y por remate del banquete les lee de punta a cabo el curioso mamotreto.

En concepto del autor, hay en sus folios grandes enseñanzas para todas las edades de la vida. Allí constan los sudores del entonces impúber, para aprender de memoria el «peritus, sabio, juris», bajo la férula sangrienta de un dómine inhumano; allí los seis maravedís que le daba su padre cada domingo, sí durante la semana anterior no había habido azotina en el aula; allí los dos reales y medio que le asignaron de jornal, después de tres años de méritos, en la casa de comercio en que se colocó y pasó cuarenta años de su vida, sin haber rebasado jamás de veinticuatro reales cada día laborable; allí los zapatos que le compraban, y si eran de lienzo o de vaqueta; allí los vestidos que estrenaba, y el día en que por primera vez se puso calzoncillos; allí el efecto que causaba y la revolución que producía en el pueblo cada moda nueva; allí, entre mil prolijidades de su vida social y privada, los fríos notables, las nevadas de más duración, las lluvias más copiosas, la legión inglesa, la biografía de Bonnet; y si su amigo Pedro se casó, y con quién, y con qué dote; si falleció el notable señor don Pedro, y cuántos curas asistieron a sus funerales, y hasta la lista nominal de los particulares que le acompañaron al cementerio.

Con este cronicón en la memoria, y esparcido por ella otro tanto más, excuso decir cuál es el papel que desempeña este apreciable sujeto en la tertulia. Fechas dudosas, casos análogos, estadística antigua... Sobre todo esto y mucho más que salte en la conversación, se abalanza para resolverlo, comentario y diluirlo.

Apóyale en todos sus asertos y comentarios, con la muletilla de «¡mucho que sí!», un joven de medio siglo, que tapa la sesera, tanquam tabula rasa, con dos pabellones de pelo engomado que ha podido conservar en los respectivos parietales. Tiene este amable sujeto la inocente manía de conocer íntima y particularmente a cada personaje político, militar o científico que en la conversación salga a cuento. Según él, todos los ministros, en cuanto llegan a serlo, le ofrecen honores y destinos, y todas las chicas guapas le quieren y le miman, Por lo demás, es sumamente risueño y complaciente, y no tiene pizca de sentido común.

Forma contraste con él un indianete que alardea de no creer en Dios, porque estuvo seis días en los Estados Unidos; y anda tan escaso de caudal como de ganas de gastarle. Siempre, y aunque no venga a pelo, tiene esta frase en los labios, entre las hebras de un cigarro infame del estanco:

-¡Como a mí me pidieran dinero prestado, a puñaladas había de contestar al muy sinvergüenza!

Y es fama que a puñalada limpia ganó él lo que tiene.

Deben citarse también, aunque no describirse, dos especieros retirados que arman entre sí muchas camorras, porque ambos toman por lo serio los discursos de las Cortes, que leen en La Correspondencia; siendo el uno impertérrito esparterista, y el otro clerical denodado.

Pero la salsa de aquel condumio es un don Acisclo Berruguete, que ha resuelto el problema de vivir de señor con cinco reales y medio al día. Y verán ustedes cómo. En el barrio más sucio de la población, y en la calle más miserable del barrio, y en la casa más fementida de la calle, tiene alquilada una cama en el cuarto más infame de la casa, lujo que le cuesta dos reales diarios. La misma pupilera le da un potaje al medio día, por catorce cuartos; y por tres, una taza de cascarilla por la mañana. Con el real y medio que le queda, compra pan, y fuma y ahorra para luz e imprevistos.

Explicaremos este milagro. Come una libra al día, que le cuesta cinco cuartos y medio; pero temiendo que con las provisiones a la vista se le deslizasen los dientes, compraba media para la comida y otra media para cenar y desayunarse. Esta ventaja indudable tuvo un inconveniente de gravedad para él, porque costando cada media libra dos cuartos y medio, más un maravedí, y siendo imaginaria esta moneda, el panadero habría de cobrarle tres cuartos, es decir, un maravedí más de lo justo; de modo que le saldría la libra a seis cuartos. El caso era de meditarse, y don Acisclo meditó larga y reposadamente, y venció al cabo la dificultad, comprando él mismo el pan a un panadero conocido, y pagando, con la segunda media libra, la primera que se llevaba fiada. Así vivió algunos meses; pero advirtió la trampa el panadero, y obligó a don Acisclo a pagar al contado. Lo propio le sucedió en cuantas panaderías fue recorriendo, hasta que se vio precisado a comprar la libra entera y a poner a prueba las tentaciones de su apetito. No se ha dado todavía el caso de que sus dientes se claven en la media libra de reserva después de haber molido la otra media; pero el peligro no más de la caída, le trae desazonado y en perpetua meditación.

De los seis cuartos y medio que le quedan, invierte dos, cada tres días, en higos pasos, con un par de los cuales y un cuarterón de pan, cena, añadiendo, de vez en cuando, algo que rebaña en las mesas de los cafés, mientras, de intento, da conversación a los conocidos que las ocupan.

Un tabernero de la calle le hace media docena de velillas de sebo pestilente, por un real, con las cuales tiene para alumbrarse medio año; porque es de saber que no gasta luz más que para orientarse en su cuarto, al entrar en él para meterse en la cama. Todo lo demás lo hace a oscuras. No fuma tabaco si no lo araña en petaca ajena; fuma todo lo que arda envuelto en un papel, y huela, aunque huela a demonios. Por eso, tan pronto fuma laurel seco, como yerbaluisa, como anís silvestre, como menta de perro... lo que abunde en la mies cercana o en el bardal más próximo.

De este modo, ahorra cinco o seis reales cada mes; y entonces se permite echar una cana al aire con media docena de amigos, acompañándolos a comer de campo.

Ya sabe él, por la experiencia, lo que aquel regodeo cuesta por barba; y como las suyas no alcanzan tan allá como las otras, al llegar la comida a los potajes, «¡Raya! -dice al tabernero-, y venga la cuenta». Y paga los dos o tres reales que le corresponden por lo consumido hasta allí; sin impedirle esto que mientras sus compañeros toman el indispensable estofado, o el infalible arroz con leche, pellizque de lo uno y de lo otro, so pretexto de que está duro, o parece soso a la vista, y sin importarle un bledo que le pongan de gorrón y pegote que no hay por donde cogerle.

Quédanos por explicar el misterio del vestido. -¿Con qué se viste? -preguntará el lector-. Con nada; porque uno de los grandes problemas que ha sabido resolver este prodigio de la economía, es el del vestido eterno.

Cuando dejó el empleo de conserje o de no sé qué, que desempeñó mucho tiempo en un establecimiento de enseñanza, después de separar de sus ahorros lo necesario para crearse una renta de cinco reales y medio, se vistió de pies a cabeza, tan completamente como quien no piensa volver a hacerlo en toda su vida. Hízose, por de pronto, un gabán-saco de dos caras: una parda y otra escocesa; dobles pantalones, dos pares de botas, dos chalecos y un sombrero de copa alta. Medias no las gastó nunca; y en cuanto a ropa interior... precisamente es esta ropa la especialidad del especialísimo don Acisclo Berruguete. Siendo conserje del mencionado establecimiento, engalanóse éste, en una ocasión de festejos patrióticos, con banderas y gallardetes en cada hueco de sus fachadas; y como los huecos eran muchos, las banderas no tenían número. Pasaron las fiestas y con ellas el entusiasmo; y no quedando de éste ni el necesario para pagar a un granuja porque descolgara las banderas, diéronselas a don Acisclo por el trabajo de descolgarlas. Desde entonces (y cuenta que esto sucedió cuando la Mayoría de Doña Isabel II) gasta don Acisclo camisas y calzoncillos de percalina con los colores nacionales, aunque con la precaución de hacer la pechera y el cuello de las primeras con las tiras blancas, o azules pálidas, que sirvieron de gallardetes. Por eso dicen que es todo lo que hay que ver, ver a don Acisclo en ropas menores.

Las botas. ¿Quién sabe lo que puedan durar un par de ellas, no mojandolas, ni manchándolas, ni paseándolas mucho? Después, unas puntadas a tiempo; al año, medias suelas y tapas; al otro, el remiendito en la grieta; al otro, la puntera...

Es incalculable lo que dura así el calzado, cuando el que le usa es cuidadoso y ahorrativo; y don Acisclo compró dos pares en sus buenos tiempos. ¡Figúrese el lector si necesitará más en los días de su vida!

El gabán. Del primer tirón le gastó diez años por la cara parda, y lleva servidos más de seis por la escocesa. Por supuesto que allí todo es hilaza ya; pero como cubre, aprovecha como el mejor, y seguirá aprovechando a don Acisclo hasta que le sirva de mortaja.

Con los primeros pantalones que desechó a los seis años, repara las debilidades traseras de los otros; único sitio por donde éstos flaquean a menudo, sin que importen un bledo las remontas y los costurones, pues con objeto de taparlos llega el gabán más abajo de las corvas.

El sombrero es la única prenda que no pudo pasar, en buen estado, del tiempo usual y corriente; pero cuando otro mortal cualquiera le hubiera arrojado a la calle por descolorido, ajado y alicaído, inventó el ingenioso don Acisclo una untura con la cual le volvió a la vida más duro que una peña. Todavía le gasta, y con ánimo de seguir gastándole hasta que se muera. Mucho brillo tiene, eso sí, y a todo se parece menos al de la seda; pero es impermeable, hasta el extremo de que ni los rayos parten aquella cúpula atrevida.

Tal es don Acisclo Berruguete, el tertuliano más importante, aunque no sea el más curioso, de la tienda de la esquina.

Qué placer halla Gedeón en la compañía de éste y de los demás tertulianos descritos, no es fácil saberlo. Pero es evidente que desde algunos años atrás, no falta un solo día a la tertulia, si la salud le permite salir de casa.

También es cierto que sólo toma parte en los insulsos debates que allí se sustentan, para llamar cabra a don Acisclo; melones a los especieros; estúpido al indianete; simple al joven de medio siglo; momia al septuagenario, y alcornoque al amo de la tienda.

Y como estas flores las echa con el ceño fruncido y la voz retumbante, sin meterse en más honduras ni razonamientos, recíbenlas los floreados a título de cosas de don Gedeón, y danle el puesto de preferencia en la tertulia.

Ocúpale él con la conciencia de que le merece; y siempre le abandona con el propósito de no volver a meterse entre aquella «reata de bestias». Pero vuelve.

Acaso le mueve a ello una necesidad de su temperamento, que se desahoga llenando de improperios a la reata aquella; acaso la fuerza misma de su aburrimiento le hace dar por las paredes; acaso es su destino que se cumple así... Lo que el lector quiera. El hecho es que Gedeón no falta nunca a la tertulia de la tienda, y que todos los Gedeones que yo conozco de la misma edad que el de esta historia, tienen por único recreo otra tienda por el estilo para reñir con el lucero del alba que se presente, servir de estorbo a los marchantes y ocasionar la ruina del tendero; sin que, en rigor de verdad, puedan decir que, al precio de tanto mal como han causado, se han divertido una vez siquiera.


- VII - La vanguardia de la muerte

editar

Así las cosas, o porque el invierno se anticipa, o porque es húmedo, o porque... ¡vayan ustedes a averiguarlo!, un día la gota se encrespa, hácese río caudaloso; y subiendo, subiendo desde la punta de los pies, llega hasta las puertas del estómago de Gedeón; con lo cual el asma, como si temiera ver inundada su vivienda, échase pecho arriba y comienza a bregar en las estrecheces de la garganta, buscando más ancho espacio y un aire que ya no encuentra en aquellas profundidades.

Gedeón, por ende, no sale de casa, y empieza a echársele de menos en la tienda y en los paseos que frecuentaba. En la tienda, a los pocos días; en los paseos, a los dos meses.

-Debe estar enfermo -dicen sus contertulios una vez sola, sin mostrar otro interés por su vida, ni cansarse en enviar un triste recado a su casa.

-Hombre, ¿qué habrá sido de ese señor gordo que tomaba el sol en este banco todos los días? -pregunta un observador en el paseo-. Hace más de dos meses que falta de aquí.

-¿Qué señor? -se le responde.

-Pues uno de estas señas y de las otras.

-¡Ah!, don Gedeón... Creo que está hecho una carraca. Ya no sale de casa...si es que no se ha muerto...

-¡Para la falta que hace en el mundo!...

Tal es el responso que ordinariamente reza el vulgo por los hombres como nuestro personaje.

Como a los muros ruinosos y a los árboles viejos, se les echa de menos, no por lo que valían, sino por el sol que quitaban y el espacio que, al desaparecer, dejan libre y desembarazado.

Entre tanto, el infeliz no halla momento de reposo, por más que le busca en holgado sillón o en mullido lecho. Del uno al otro pasa a cada hora, forjándole el deseo posturas que, al tomarlas, son prensas que más le oprimen y extreman en su cuerpo los dolores y las ansias.

Así pasa el día, y después viene la noche. ¡Qué noche, gran Dios! Jurara en su febril desasosiego, que los muebles bailan; que las figuras de adorno disputan y pelean; que la mortecina luz, reverberando en opaca porcelana, refleja en puertas y paredes danzas de demonios y de brujas; y que oye hasta el ruido crepitante de sus miembros descarnados, y las carcajadas de sus bocas desgarradas y burlonas. Parécele el cuarto un cementerio, y su cama una tumba abierta, en cuyo fondo yace su propio cadáver, pero cadáver que siente y recuerda; porque por un fenómeno producido por la índole de sus tormentos, todo lo ha perdido menos la sensibilidad y la memoria.

Con ella recorre el dilatado campo de su vida; y por más que cierra los ojos y los oprime con sus manos, una luz vivísima, que a la vez le abrasa, le pone de manifiesto todo el sendero recorrido. Pero aquel campo es una estepa, en que ni huellas quedan de su paso. Allí todo es desolación y muerte. Tras él no viene nadie, porque nada deja en aquel árido desierto que preste abrigo y sombra al caminante. Por allí no pasan sino los pocos insensatos como él, que van huyendo.

Y cuando el sol reaparece, y la fiebre y los dolores le dejan sosegado unos instantes, abre los ojos y mira en su derredor. ¡Qué cuadro! Cerca de su lecho, la inmunda bestia, siendo, con su estertor continuo, reloj de su agonía, y a la vez, con su presencia en aquel sitio, testimonio abominable de los mal colocados afectos del iluso; en otro rincón, la mercenaria Regla dormitando; Regla, cuyo cariño sigue las oscilaciones de sus dádivas y las alternativas de sus promesas; en sí mismo, los dolores del cuerpo y los gritos de la conciencia que le acusa.

El cansancio le rinde al cabo, y va a reposar durmiendo. ¡Vana esperanza! Regla, que parecía dormitar, meditaba también. Meditaba que su amo podía morirse en uno de aquellos paroxismos; que ella había pasado muchos años sirviéndole; que por esto, y quizá por algo más, tenía derecho a una buena recompensa, y que estaba a punto de perderla, porque el moribundo no había hecho disposición alguna en debida forma, que así lo declarase; y sabía también que desde que su amo se había agravado, todos los días preguntaba por él al portero una mujer sospechosa. Este indicio la excusaba, en su concepto, de toda consideración con el enfermo.

Mientras le ve luchar con el delirio de la fiebre, limítase a observarle, y ¡sabe Dios lo que entonces pasa por sus mientes! Pero en cuanto le ve dueño de su razón y sosegado, se levanta de la silla en que velaba, y se acerca de puntillas al lecho.

-¡Señor! -dice al oído del enfermo, con hipócrita suavidad.

-¿Quién me llama? -balbuce Gedeón, cuyos párpados empieza a cerrar el sueño.

-Yo... Regla...

-¡Maldita seas, que me robas el único consuelo que me queda!

-Yo no creí... Como es hora de tomar la medicina...

-Déjame... ¡vete!

-Además, tenía que hablarle a usted...

-¿Tienes sueño que ofrecerme?... Pues si no lo tienes, déjame... ¡yo no ansío más que dormir!

-También hay otras cosas en qué pensar...

-¡Déjame!

-¡Y muy sagradas!

-¡Vete!

-Me parece que estoy en mi derecho...

Y Regla, al hablar así, comienza a sollozar.

Tal es la necesidad de descanso que tiene el desgraciado, que, a pesar de la cruel insistencia de Regla, vuelve el sueño a apoderarse de él.

Al verle dormido, vacila la criada entre el temor de empeorar su causa enfureciendo a su amo despertándole, y el recelo de que se muera sin testar en el primer acceso que le acometa.

En esto, aparece en la sala, atropellándolo todo, una mujer, cubierta la cara con el velo de su mantilla. Pregunta por el enfermo a Regla, y ésta se le muestra maquinalmente con la mano, desde la puerta del gabinete.

Penetra en él la desconocida, y avanza hasta la cabecera de la cama.

-¡Gedeón! ¡Gedeón! -dice en voz no muy alta, pero anhelosa, al oído de éste.

-¿Otra vez, infame, inicua?... ¡Otra vez me despiertas! -responde a los pocos instantes Gedeón, entre angustiado y colérico.

Regla, que ha seguido con la vista azorada a la entremetida, cuando la oye llamar a su amo con tanta familiaridad, saca chispas con los dientes y lanza saetas por los ojos.

-¡Soy yo, Gedeón! -continúa diciendo la encubierta-. ¡Mírame!

Y recoge el velo sobre su cabeza, dejando al descubierto la faz rechupada y angulosa de Solita.

El enfermo hunde su cabeza en la almohada, como si tratara de hacerse más invisible, para dormir impunemente.

-¿No me conoces? -añade Solita sacudiendo los hombros de Gedeón.

-¡Ya la justicia de Dios no tiene rayos para matarte! -grita iracundo y trémulo el infeliz, al verse tratado con tal inclemencia.

-Pero ¿no ve usted que descansa? -ruge entonces Regla, dirigiéndose a Solita con la indignación pintada en su semblante. ¡Como si ella misma no acabara de cometer el mismo delito!

-Y a usted ¿qué se le importa? -ruge a su vez Solita encarándose con Regla, de quien ha mucho sospecha lo que el lector y yo sospechamos también.

-¡Me importa, porque le cuido... porque le velo... porque sé lo que padece! -contesta Regla devorando con los ojos a aquella mujer en quien ha descubierto a su invisible rival en la privanza de su amo.

-¡Mentira!... Tú no sabes lo que yo padezco... o no tienes entrañas si lo sabes, cuando también me has despertado -exclama Gedeón.

-¿Lo oye usted? -dice a Regla Solita, balbuciente de rabia.

-¿Quién es el otro verdugo que te acompaña, Regla? -pregunta el enfermo-. Quiero saber su nombre para maldecirle.

-Soy yo: Solita...

-¡Solita! ¡Tú también!... ¡Pues maldita seas!

-¡Ingrato!... ¡Te pesa que esté a tu lado!...

-No, si me traes lo que necesito -exclama el desventurado, aspirando con ansia un poco de aire-; pero si no me lo traes, ¡maldita seas!

-Si con la vida puedo dártelo, tuya es, Gedeón.

-Para nada la necesito. Pero ¿me traes compasión? ¿Me traes caridad para mis tormentos?

-Sí.

-Pues demuéstramelo marchándote de aquí y dejándome descansar... No anhelo otra cosa; no le pido más a los hombres... ¡Ya ves con qué poco me conformo! ¡Cuán poco te pido!

-Sí, pobre Gedeón, poco me pides.

-¡Pues ni eso han querido darme!

-Porque no saben comprender...

-Tampoco tú lo has sabido cuando también me despertaste.

-Para que durmieras luego más descansado.

-Lo estaré, si tú te marchas.

-Del cuerpo, pero no del espíritu.

-¿Qué quieres decir?

-Que pienses en lo que debes pensar, antes de entregarte al sueño.

-¡Infame! ¿Temes que sea el último que duerma?

-No, pero...

-¡Víbora! ¿Esa agonía me preparas? ¿Ese es el consuelo que me traes?

Y cuando dice esto, Gedeón no encuentra ya postura cómoda en la cama; su respiración comienza a ser fatigosa; los dolores le punzan de nuevo, y los ojos se le inyectan de sangre.

-Señora -exclama Regla, trémula de coraje, más que por el estado de su amo, por lo que ha descubierto en el diálogo que éste ha sostenido con Solita-, yo asisto a este enfermo; yo soy responsable de lo que le suceda por falta de cuidado... ya está usted viendo cómo se ha puesto con lo que le ha dicho...

-¿Y qué? -la pregunta Solita volviéndose a ella como serpiente que levanta su cabeza para lanzarse sobre su presa.

-Que no consentiré que usted continúe atormentándole.

-¡Bien, Regla, bien!... ¡Échala, mátala!... ¡yo respondo de todo!

-¿Lo oye usted, mala mujer?

-¡Mala mujer yo! -brama Solita arrojando espuma por la boca-. ¡Y eso me lo llamas... tú, fregona miserable!... ¡tú que le apartas de su deber!, ¡tú que eres causa de que un padre reniegue de sus hijos!

-¡Silencio... maldecidas! -grita Gedeón ahogándose.

-¿No oye usted lo que me dice? -responde Regla, a punto de coger del moño a Solita.

-¿Estabais de acuerdo para echarme de aquí? -continúa ésta-. Pues bueno; yo saldré al balcón y lo publicaré todo; y lo que tú, desalmado, no quieres declarar en debida forma, lo sabrá la gente por mi boca.

-¡No, por caridad, Solita! -exclama Gedeón, viéndola dispuesta a cumplir en el acto su amenaza-. Vete de aquí... déjame descansar... y yo te prometo que sabré cumplir con mi deber... pero vete luego... ahora mismo; porque si tardas un poco... me ahogo... ¡Regla!... ¡la cucharada!... ¡Ay!... yo me muero... ¡La cucharada... Regla!

-¡El demonio que le lleve a usted! -le contesta Regla por todo consuelo, indignada al ver a la intrusa triunfante en aquella inhumana pelea.

-He aquí el pago, Gedeón... ¡sacrifícame otra vez a ella!...

-¡Socorro! ¡Vecinos! ¡Estas fieras me asesinan!...

Y como si las palabras del angustiado Gedeón hubieran llegado a su destino, se oyen pasos hacia la sala; y un instante después entra una persona en el gabinete.

Es el Doctor, que viene a hacer al enfermo la visita de la mañana.

A su vista enmudecen las dos mujeres, y hasta quieren disfrazar la ira de que están dominadas, con sonrisa y actitudes tan violentas como ociosas.

Gedeón, por el contrario, tan pronto como ve el médico, comienza a implorar de éste la autoridad que a él le falta para hacerse respetar.

Algo ha oído el Doctor al entrar en la casa, y no poco le dicen aquellas dos mujeres en quienes su presencia causa tan notorio desconcierto. Las palabras de Gedeón nada le descubren que él no haya sospechado.

Por de pronto, manda que le dejen solo con el enfermo. Solita y Regla cumplen el mandato; y la primera, cubriéndose la cara con el velo, después de lanzar una mirada rencorosa a la segunda, sale de la casa hecha una furia, fulminando no sé qué tempestades y propósitos en respuesta a otras amenazas sordas con que va Regla escarbándole los oídos.

Solos el Doctor y el enfermo, éste continúa lamentándose de su infortunio sin consuelo, y entona tristes endechas sobre lo que acaba de sucederle, tras una noche como la que ha pasado.

-He visto aquí una cara que me es desconocida -dícele el doctor después de haberle dado el calmante que le negó Regla, y de verle más sosegado y en reposo.

-Esa es la serpiente, Doctor; ¡la serpiente de mi paraíso!

-¿La serpiente, o la manzana?

-Lo que usted quiera. La verdad es que esa mujer ha sido obstáculo perenne en el camino de mi vida desde que usted y yo nos conocimos; la hiel de todas mis amarguras...

-¿Y no ha habido manera de separar ese obstáculo, al parecer tan leve?

-No, Doctor: porque a la vez ha sido... ¿a qué ocultárselo a usted?, gusano de mi conciencia.

-¡Hola!... ¿Luego es decir que no sin derecho le ha perseguido a usted?

-Hasta cierto punto, Doctor.

-Acaso con la exigencia de que se le cumplan determinadas promesas...

-Y quizá exponiendo razones de esas que, por lo mismo que son hijas de una debilidad, son las más fuertes.

-Razones... sí; hijas de una debilidad mía, también; pero en cuanto a fuertes, no, señor.

-Pues no lo entiendo.

-Va usted a entenderlo al punto, porque yo no quiero tener secretos para el único hombre que en el mundo me ha querido bien y no me ha disfrazado la verdad.

-Mil gracias por la deferencia; pero cuide usted de no revelarme demasiado, para no sentir después un nuevo remordimiento.

-No, Doctor: ¡hasta por egoísmo necesito desahogarme con alguien de estas pesadumbres!

-Adelante, pues, con la historia.

-Me encontré con esa mujer, de humilde cuna, cuando aún tenía ella gracias y donaires, y yo buena salud y ciertas ideas de moral... Sin gran esfuerzo, acomodóse a mis propósitos. Pero dio en la gracia de mostrarme los suyos, por demás extremados y opuestos a los míos, precisamente cuando ya el desencanto me hacía mirarla como carga superior a mis fuerzas y deseos. Entonces le conocí a usted; y sin decir que sus teorías, para mí tan nuevas como interesantes, sobre el matrimonio y la familia, me convencieran, la verdad es que fueron causa de que yo sintiera un irresistible deseo de verme colocado en un terreno completamente despejado, para elegir la senda más de mi gusto, si en ocasión de elegir volvían a ponerme las circunstancias. Entonces pensé muy seriamente en desembarazarme del estorbo de esa mujer; intentélo varias veces; mas cuando ya iba a conseguirlo, venciendo miramientos pueriles que hasta allí me habían detenido, halléme unido a ella por un vínculo nuevo; de esos que amarran y doman al hombre de más bríos, mientras le quede un rastro siquiera de honra en el pecho... ¿Me entiende usted, Doctor?

-Perfectamente.

-No se qué pensamientos me asaltaron cuando preso me vi de esta manera; porque antes de llegar a examinarlos, ya me atormentaban indicios... de cierto género... ¿Me entiende usted?

-Sospecho que sí.

-Pero no pasaron de indicios, ni pasar pude yo de la incertidumbre en que me sumieron, ni adquirir me fue dado una prueba que me autorizara para quejarme, o me extirpara los recelos. Así corrieron los años; crecieron los vínculos con ellos... ¡crecieron, Doctor!... que a tales demencias arrastra el amor propio resentido... y así he llegado hasta hoy; ella reclamando lo que en conciencia dice que la debo, e invocando testimonios que yo no quiero ver, ni jamás he visto ni veré; y yo aborreciéndola más cada día, y alejándome cuanto me es posible de ese padrón de ignominia, infierno de mi existencia, testigo de mis debilidades y torpezas. Hoy ha venido a robarme mi único bien, el sueño, para amenazarme con publicarlo todo si continúo resistiéndome a sus exigencias... En eso estaba cuando usted entró.

-Graves son, en efecto, las razones de esa mujer -dice el Doctor después de permanecer unos instantes silencioso-. Pero, ¿y la otra?, ¿por qué se quejaba de usted?

-¿La otra? -responde Gedeón muy contrariado-. La otra... Ya sabe usted lo que son amas de llaves muy antiguas en las casas... Resabios del oficio... La costumbre de mandar en todo...

-¡Ya! -replica el médico sonriéndose, acaso sin malicia.

-Y ahora que está usted impuesto de todo, Doctor amigo; ahora que de mis labios ha oído usted lo que a nadie en el mundo he confesado; ahora que conoce usted el infierno en que me abraso, no me niegue usted su auxilio para salir de él, si salir puedo, o para tomar una postura compatible con el descanso.

-Ante todo, amigo don Gedeón, ¿qué opina sobre el caso su conciencia de usted?

-Mi conciencia, Doctor... mi conciencia no sabe a qué atenerse. En ocasiones concede derecho a esa mujer para quejarse; otras veces se le niega, puesto que sin violencia aceptó la situación en que se puso.

-Y sobre los vínculos posteriores a esa primera situación, ¿cómo piensa?

-Piensa cuando se fija en los indicios aquellos, que yo tengo perfecto derecho para romper esos vínculos; y cuando no, que éstos son un castigo palpable de mi insensatez.

-¿Y qué aconseja, por fin, esa señora?

-Nada, Doctor: quimeras, delirios que me deslumbran y me aturden y me martirizan.

-¿Está usted seguro de que es la conciencia de usted la que así piensa y la que así aconseja?

-¿Y qué otra cosa puede ser?

-La vanidad, la soberbia...

-¿Es posible?

-Se trata de un hombre que ha hecho del celibato una bandera, y de una mujer de oscuro linaje que quiere obligarle a caer, en las peores condiciones imaginables, en el extremo de que él huía, aun considerándole con todas las ventajas posibles. Concédame usted que esta prueba es de las más terribles a que puede someterse el amor propio.

-Concedido.

-Es, por tanto, muy fácil que lo que usted toma por dictámenes de la conciencia, no pasen de ser rebeliones del despecho.

-Sea lo que fuere, Doctor, yo necesito que usted no me abandone en tan horrible trance; que me defienda contra esta conjuración que me amenaza.

-¡Defenderle! ¡Ahí está el egoísmo otra vez! ¿Y si, en buena justicia, no es defendible su causa de usted?...

-¡Que no!

-Me parece que cuando su propia conciencia duda, bien puedo yo dudar.

-¡Es decir que usted me abandona; que me deja entregado a la inclemencia de estas mujeres, para que me asesinen!

-Tanto como eso, no: pero distinga usted entre el médico y el moralista. Con el primero cuente usted siempre, porque eso soy, y nada más, aunque alguna vez me haya metido a filósofo de afición. En cuanto al segundo... busque usted y hallará.

-¿En dónde, si estoy solo en el mundo?... ¡Solo, Doctor, y agonizando!

-Llame usted a todas las puertas que su razón le muestre.

-Todas están cerradas para mí.

-Lo creo; pero hay una que no se cierra para nadie. Llame usted a esa.

-¿Qué puerta es?

-La de Dios.

-¡Luego me cree usted en peligro inmediato de muerte!

-No por cierto; antes me atrevo a prometerle a usted que hemos de saludarnos en la calle dentro de pocos días. La intensidad del mal ha cedido mucho; los accesos van siendo cada vez más benignos, o menos crueles.

-Entonces ¿por qué ese consejo?

-Venía dispuesto a dársele a usted hoy, en la persuasión de que si le aceptaba en cuanto vale, me debería el mayor beneficio que puede hacérsele a un hombre, Con doble motivo se le doy ahora que conozco la historia que acaba usted de confiarme.

-Y ¿dónde está esa puerta, Doctor?

-¿Es usted tan desventurado que no la ve?

-He olvidado el camino. ¡Hace tantos años que no le frecuento!

-¿Se ha olvidado usted también de que existe ese camino?

-Creo que no.

-Algo es eso.

-Pero estoy a oscuras para volver a hallarle.

-No importa, si queda fuego con qué hacer luz.

-Chispas entre cenizas, Doctor; nada más.

-¿Está usted seguro de ello?... Examínese usted bien.

-Seguro estoy.

-Pues con esas chispas se puede producir un incendio. ¡Ay de la fe cuyas cenizas se enfriaron! Reúna usted esas chispas; agréguelas usted combustibles, y la luz se hará, y verá usted la puerta. Cuando usted la vea, llame.

-¿Y después?

-Después... no necesitará usted preguntarme a mí qué debe hacer en el conflicto que me ha confiado, ni cómo se lucha y se vence contra las miserias del mundo: la conciencia, iluminada por la religión, le dirá a usted todas esas cosas y otras muchas.

-¿Lo cree usted como me lo dice, Doctor?

-¡He visto tantos milagros de esa especie! Acuérdese usted de Herodes.

-¡Herodes!...

-¿Qué le admira?

-En verdad que milagro fuera en mí semejante resurrección... Si usted me ayudara a dar los primeros pasos...

-Desde hoy mismo, si usted quiere.

-Precisamente hoy... Pero mañana... mañana, sí.

-Mal síntoma es ese «mañana», amigo mío; pero, en fin, también mañana estaré a sus órdenes.

-Gracias, Doctor; y por de pronto, eche usted una buena reprimenda a esa pícara criada, a fin de que me cuide mejor. A mí ya no me hace caso... me conceptúa muerto. ¡Muerto, créalo usted!

Y tras estas y otras palabras por el estilo, cumple el Doctor, como puede y como debe, el encargo del enfermo, y vase dudando mucho que aquella alma acongojada salga de las tinieblas en que yace.


- VIII - Los parientes de Gedeón

editar

Los pronósticos del médico se cumplen en todas sus partes. El enfermo sale de las apreturas en que le hemos visto; y a medida que va adquiriendo fuerzas y esperanzas, va dejando, no ya «para mañana», sino para otra ocasión, el proyecto de llamar a la puerta consabida.

Ya puede gritar y revolverse, y hasta sacudir un bastonazo a la atrevida que le provocase al alcance de su brazo. ¿Para qué necesita apelar a ciertos extremos alarmantes? Hasta se arrepiente de haber sido tan explícito con el Doctor. Tal es la condición humana, aun sin tratarse de egoístas como Gedeón. Las muletas que suplen el miembro entumecido, se arrojan al fuego tan pronto como aquél recobra sus fuerzas y movimiento.

Al cabo de los días, el convaleciente se encuentra en aptitud de salir a la calle a tomar el sol. Ya tiene el sombrero puesto, y se afirma en su cachava para mover sus pies entrapajados y embutidos en sendos zapatones de paño, cuando Regla le anuncia la visita de un caballero y de una señora.

Tratándose de un hombre cualquiera, un anuncio semejante y en semejante ocasión, nunca se recibe sin contestar con mal gesto: «No estoy en casa; que vuelvan otro día».

Más para Gedeón, que no se trata con nadie, fuera de las personas que conocemos, el anuncio de una visita es un acontecimiento extraordinario que excita en gran manera su curiosidad; y así, movido de ella.

-Que pasen adelante -dice.

Y los anunciados pasan a la sala.

Dos son, como dijo Regla.

El caballero es hombre maduro, con buena ropa, pero mal hecha y peor colocada. Sus ademanes y su aire corresponden a la ropa. Luce en sus manos holgados guantes de color de ladrillo, y con una de ellas ase barnizado bastón por más abajo del puño, que es de oro, o lo remeda.

La señora parece cortada por el mismo patrón que su acompañante, así en el modo de ser como en el de vestir.

Los dos personajes son a cual más risueño y expresivo.

-¿El señor don Gedeón? -pregunta desde la puerta de la sala el caballero, descoyuntándose a cortesías, encarado ya con aquél.

-Servidor de ustedes -responde Gedeón haciendo su poco de encorvadura en los riñones, por no permitirle más finezas de gimnasia sus miembros doloridos.

-Beso a usted su mano -dice por su parte la señora, abanicándose el rostro y retorciéndose mucho.

-Pues yo tengo grande honor en conocer a usted y ofrecerle mis respetos -añade el visitante, avanzando hasta Gedeón y tendiéndole la diestra.

-Lo mismo digo, caballero -responde Gedeón, dejándose estrechar la mano.

-Mi señora... -continúa el otro, señalando a la que le acompaña y mirando a Gedeón.

-Mi marido... -dice la señora haciendo una exagerada cortesía a Gedeón, y apuntando a su acompañante.

En otros tiempos Gedeón se hubiera dado a todos los demonios al verse figurar como actor en una escena semejante; pero ahora, y merced a la apatía en que le han hecho caer sus dolencias y sus pesadumbres, casi se riera de lo que tiene delante, si de reír no se hubiera olvidado en tantos años como ha pasado sin reírse.

Así es que con una calma y una serenidad de rostro que parecen reñidas con sus antecedentes, brinda a los visitantes con el sofá, y sentándose él en la butaca contigua, ruégales que le expongan la razón de su visita.

-Va usted a saberla -responde el caballero, estirando las manoplas y colocando el bastón entre las piernas-. Pues, señor, yo soy, para cuanto usted guste mandarme, Ruperto Bonifacio Gazapín de la Gotera, natural y vecino de Cascaruca, pueblo a muy pocas leguas de esta ciudad, y en el cual tiene usted una hacienda morrocotuda.

-Muy señor mío...

-Para servir a usted... Soy hombre de algunos posibles, aunque no muchos, y allí casé con esta mi señora...

-Beso a usted su mano -vuelve a decir la aludida.

-Dionos el cielo un heredero -continúa su marido-, uno no más, don Gedeón; el cual, al ser muchacho, cursó latinidades con el párroco del pueblo (hombre docto, eso sí, y virtuoso también), con ánimo de que, ya mozo, se elevara a facultad mayor. No pudo ser esto por razones largas de exponer; y al cumplir los veinte años casó con una joven de su elección particular, aunque no de su linaje, ni, en verdad hablando, de nuestro gusto. Hoy vive también en Cascaruca con cinco de familia y al amparo nuestro y de un destino de secretario del Ayuntamiento, que pudimos obtener para él. Por lo demás, es mozo trabajador y honrado. Y dicho esto, hágase usted cuenta, mi señor don Gedeón, de que conoce usted a toda la familia de mi casa.

-Sin contar -añade la señora, mirando muy de cerca el paisaje de su abanico-, seis alumbramientos desgraciados que tuvo una servidora de usted.

-Cierto es eso -repone su marido-; pero como dijo el otro, «con agua pasada no muele el molino; oveja muerta no hace rebaño». ¿No es verdad, don Gedeón? Aquí se trata de los que somos, no de los que pudimos ser; pues sin eso y sin lo otro y sin lo de más allá, sabe Dios los que nos sentaríamos hoy a la mesa en nuestra casa de Cascaruca. ¿No es verdad, don Gedeón?

-Cierto es, en efecto -responde éste, mirando al uno y a la otra, como pidiendo a cualquiera de ellos la prometida razón de la visita, que aún no sospecha entre el fárrago de aquel prólogo estrafalario.

-Pero vamos al asunto -continúa el don Ruperto, volviendo a estirarse las manoplas-; y el asunto es, señor don Gedeón, que nosotros somos parientes, y que habiendo sabido mi señora y yo, por el colono de usted, que ha estado usted enfermo de alguna gravedad, por si otra vez ocurre, lo que Dios no quiera, hemos venido a ofrecerle nuestros cariñosos y desinteresados servicios, de los que puede usted disponer también en sana salud.

Algo como sospecha de mal género cruza por las mientes del visitado; pero resuelto como está a seguir hasta donde le sea posible el humor de aquellos originales, sonriese y contesta:

-¿Parientes míos, dice usted?

-Sí, señor... y bastante cercanos.

-¿Por qué parte?

-Por los Gazapones.

-Ahora lo entiendo menos. ¿No me ha dicho usted que se llama Gazapín?

-Sí, señor; pero el tercer apellido de su abuelo materno de usted era Gazapón.

-Luego no somos parientes.

-Déjeme usted concluir. Los Gazapones son primos carnales de los Gazapines por la tercera rama; así es que mi padre se llamaba Gazapón, de segundo apellido.

-Podrá ser, cuando usted lo asegura.

-Como que es la verdad... Y es tal el entronque y enlace que hay de unos con otros, que yo no pude casarme con ésta sin dispensa.

-¿También es Gazapín?

-No, señor; ésta es de los Gazaperas.

-¡Demonio!

-Sí, señor, familia que viene a ser, por lo que entonces se supo, el tronco de los Gazapones y de los Gazapines, que son las ramas.

-Hombre, es muy interesante todo eso.

-Yo lo creo... Puede usted gloriarse de pertenecer a una familia de las más ilustres, dilatadas, y, al mismo tiempo, unidas; quiero decir, sin mezclas extrañas. Tan unida, que las tres ramas tienen el mismo escudo en la ejecutoria.

-¡También eso! ¡Conque tenemos ejecutoria y armas!

-¡Yo lo creo!... ¡y bien bonitas! ¿No las conoce usted?

-No por cierto; y ahora me pesa.

-Pues yo le diré a usted: representan dos gazapos, uno grande y otro chico, en campo de legumbres tiernas; y a lo lejos la gazapera con un farol a la entrada, y un letrero, por luz, que dice: «Os alumbro el camino»; como si dijéramos, «no acelerarse, y firmes con ello, que yo os muestro la retirada, si viene el amo».

-Es curioso el lema...

-Así explican el escudo los que lo entienden. La verdad es que la nuestra fue siempre familia muy aprovechada.

-Ya se conoce.

-Y atento a ello, yo no sé qué rey de la antigüedad le dio esas armas, por no sé qué préstamo que le hizo.

-No era rana Su Majestad, a juzgar por la muestra.

-Pues sí, señor, todo eso hay.

-Y no es poco.

-Y hablando de otra cosa. ¡Vaya una finca que tiene usted en Cascaruca!

-No es mala.

-¡Y qué partido podía sacarse de ella, bien administrada!

-¿Tan mal lo está?

-Tan mal, tan mal... no digamos; pero ya lo sabe usted, «hacienda, tu amo te vea», y yo jurara que usted no la ha visto en su vida.

-Verdad es.

-Naturalmente. ¡Tendrá usted tantas cosas que valdrán más. A Radegundis se lo he dicho yo muchas veces: «He aquí una finca que es una alhaja para un hombre hacendoso; y el diablo me lleve si su amo, nuestro pariente, se acuerda de ella; y para no acordarse de ella ¡cuánto no tendrá ese hombre!».

-Y ¿por qué se tomaba usted esa molestia?

-Pues ¡qué sé yo!, porque caía la pesa, como dicen, y porque también el interés de familia mueve mucho, ¿está usted? Y cuando no hay ofensa para nadie... Por eso, cuando me respondía Radegundis que ya daría para un buen rato el contar lo que usted tiene, no podía yo menos de decir: «¡Válgame Dios!, ahí está nuestro pariente lleno de caudales, y sin un hijo que se los herede, ni una obligación que tenga derecho para arrancárselos, ni un triste allegado a su vera, para que mañana u otro día le cierre los ojos, o le asista en sus desconsuelos. ¿Adónde irá a parar ese dinero el día en que don Gedeón fallezca, porque mortales somos todos?». Y entonces me decía Radegundis: «¿Quién sabe lo que pensará nuestro pariente?... Si tiene un millón, como dicen, entre rústicas y urbanas (yo creo que ha de ser bastante más), ya habrá él echado sus cuentas, y tomado sus disposiciones para que cada uno lleve su merecido... o para tirarlo por el balcón... Nosotros, quietecitos en nuestra casa y atenidos a nuestra medianía, que a la fortuna no hay que salir a buscarla; ella sola se mete por la puerta, si de Dios está que han de alcanzarle a uno sus favores». Me parece que esto es hablar en ley y sin ofensa de nadie, ¿no es verdad, don Gedeón?

-Mucho que sí; y es una lástima que mi señora doña Radegundis, que tan cuerda es en hablar, no lo sea tanto en sus obras.

-¡Ay, don Gedeón!, por la espina de santa Lucía -exclama aquí la señora de don Ruperto Bonifacio Gazapín de la Gotera-, ¿a qué obra mía le falta la cordura? ¿En qué he faltado a las conveniencias de mi educación y de nuestro parentesco?

-Justo -añade su marido-, ¿en qué ha podido esta infeliz faltar a todo eso?

-En dejarle a usted venir... a lo que ha venido a esta casa, y en acompañarle a ella.

-¡En eso, mi buen pariente! -exclama don Ruperto-. ¿Es posible que una persona cometa una falta en ofrecer sus respetos a otra persona?... Porque a eso, y sólo a eso, hemos venido; créanos usted. ¿No es cierto, Radegundis?

-Señor don Ruperto Bonifacio Gazapín de la Gotera, natural y vecino de Cascaruca; señora Doña Radegundis Gazapín... de no sé cuántos: cumplí ya los sesenta y cinco, y apenas me quedan en la boca otros dientes que los colmillos; ¡figúrense ustedes si los tendré retorcidos!

-No comprendo...

-No caigo...

-Ni hay para qué comprendan ni caigan; en cambio, yo les comprendí a ustedes a poco de haberles oído, y esto baste. Conque estimando la visita en cuanto vale, denla por terminada; procuren ser en otra que les ocurra, no en mi casa, menos explícitos y más afortunados, y déjenme ir a tomar el sol, que para tiempo perdido basta el que les he consagrado.

-¡Pero don Gedeón!...

-¡Pero pariente!...

-¡Ni una palabra más!

-Para explicarle a usted...

-Para que no crea...

-¡Zambomba, que se me acaba la paciencia! ¿Les parece poca la que he tenido?

-Pues saludo a usted, caballero, que, después de todo, de hombre a hombre no va un palmo... Vamos, Radegundis, que, por lo visto, estorbamos aquí...

-Bien te dije yo, Ruperto, que te miraras mucho antes de venir... Beso a usted su mano...

Y el apreciable matrimonio, hecha esta despedida, vuélvese Por donde vino, entre mustio e indignado. El lance no es para menos, tómense sus propósitos por donde al lector pluguiere.

En tanto, Gedeón, no poco amostazado, recibe de mano de Regla una carta que acaba de llegar por el correo, caso también de los más raros en aquel hogar.

Ábrela sin tardanza. Está fechada en Taconucos, pueblo de aquella provincia, y no lejano, y dice así:

«Muy respetable señor: sé que los Gazapines de Cascaruca han ido a ofrecerle a usted sus respetos, bajo pretexto de que son sus parientes cercanos. No los crea usted, y sírvale de gobierno que acostumbran a hacer lo mismo con todos los pudientes de la provincia que están a pique de morir sin herederos forzosos. Dichos Gazapines son gente de mucha bambolla y de poco trigo, y en cuanto al vástago de que le habrán hablado a usted es un perdido que ya ha estado seis veces en la cárcel.

En punto a parentesco, yo no sé que tenga usted en este lado de la provincia, otros que con mi familia, por parte de los Lupianes, que casaron con los Lupinos, provenientes en línea recta de los Loberas primitivos, y por eso el quinto apellido de su señor bisabuelo paterno es Lupián, igual al tercero de mi señora madre (que en paz descanse), como puede verse en nuestras ejecutorias; por lo cual en las armas de esta casa hay, entre otros animales dañinos, un lobato que también debe hallarse en las de usted.

No saco a plaza esto del parentesco por llamarme, como el otro que dice, a la parte en cosa alguna de usted, ni hacer méritos de ninguna clase; sino para que se vea la diferencia que va de parientes, o séase de los Lupianes de Taconucos a los Gazapines de Cascaruca.

Por lo demás, testigo es el arrendador de su hacienda en este pueblo, de lo que yo respondí al darme él la noticia de que se hallaba usted a las puertas de la muerte, y sin un ser de su propia sangre a su lado a quien dejar sus caudales opulentos. «Pobre soy (esto dije); cargado de familia y de necesidades me hallo; pero así me iré a la sepultura antes que darle a sospechar que le visito con miras interesadas. Si él quiere acordarse de mí, aquí estoy dispuesto a servirle en cuanto yo pueda, y a agradecerle los beneficios que tenga a bien dispensarme.

Tal dije entonces y tal repito ahora, aprovechando tan favorable oportunidad.

Y pues ya lo sabe usted, vea en qué puedo serle útil, y mande con franqueza a este su atento servidor y pariente cercano,

Lupercio Lupián de la Lobera».

-Todo esto que hoy me sucede con mis parientes -piensa Gedeón en cuanto acaba de leer la carta-, me haría muchísima gracia si no lo viera yo más que por la superficie; pero es el caso que tiene un fondo endemoniado. Por lo visto, huelo ya a carne muerta, y estos mis parientes vienen a ser los buitres que revolotean a mi lado, esperando el regodeo que van a darse. Éste es el hecho innegable.

En cuanto a los comentarios que pudiera hacer sobre él un hombre como yo, que en su juventud no se casó por no verse en el riesgo de que sus hijos y su esposa desearan heredarle... vale más no hacerlos. ¡Qué gran libro es la vejez! ¡Lástima que el hombre tenga que morirse cuando empieza a leerle con provecho!

Luego rasga la carta en cien pedazos; requiere su bastón y sus gabanes, y rompe a andar hacia la escalera paso a paso, con la cerviz caída y marcando el lento compás de su andadura con quejidos y carraspeos.


- IX - In articulo mortis

editar

Estamos otra vez en el gabinete de nuestro personaje. Los entornados postigos del balcón apenas dejan entrar la necesaria luz para que ojos acostumbrados a ella puedan distinguir lo que es sombra y lo que es cuerpo.

Así puede verse el de Gedeón sobre la cama, no tendido, sino recostado en un rimero de almohadas, alta la cabeza, abierta la boca, desencajados los ojos, y aspirando, jadeante y anheloso, el aire infecto de aquella triste habitación.

Un poco de humedad en los pies, un rayo de sol demasiado fuerte en la cabeza, si no se prefiere creer que así estaba decretado por quien es dueño y señor de vidas y almas, bastó para derribar de nuevo aquella balumba de humores y desengaños, y hacerla rodar hasta el borde del sepulcro.

En esta recaída no se detuvo la invasión del mal en los límites del estómago, como en el ataque anterior; a la primera embestida rebasé de la línea, y sitió al corazón por todas partes.

Harto claro lo vio el médico en las ansías del paciente; y sin andarse en remilgos ni en contemplaciones, díjole:

-Amigo mío, esto es muy grave; y es preciso que sean heroicos los esfuerzos que hagamos para combatir, siquiera con gloria, contra enemigos de tanto empuje.

-Pues ¿cuántos son los enemigos? -preguntó Gedeón ahogándose.

-Los temibles, dos: la gota que ataca a la vida, y el desconsuelo que la embravece atacando al espíritu. Yo me encargo de lidiar contra la una hasta donde mis fuerzas alcancen; pero es preciso que alguien se encargue de lidiar con el otro al mismo tiempo: dividir es vencer, decía el guerrero. ¡Quién sabe si venceremos nosotros con esa táctica!

-Haga usted cuanto guste -respondió Gedeón-, y tenga entendido, para su gobierno, que en este instante sólo aspiro a morir con la menor suma posible de tormentos.

Dos horas después entraba en el gabinete, acompañado del Doctor, el mismo sacerdote que había asistido a Herodes en su enfermedad.

No era Gedeón un hombre combatido por las dudas, ni fatigado por el examen: era simplemente un haragán de la fe; no había perdido sus creencias; se había olvidado de ellas por desuso. Mientras anduvo por el mundo, esclavo de todas las concupiscencias de la carne, maldito si se le ocurrió una vez siquiera pensar en que poseía un alma, cuanto más en el destino que ésta tendría cuando dejara la cárcel de su cuerpo.

No le costó, pues, mucho trabajo al piadoso varón reunir las chispas esparcidas, y producir con ellas, si no un incendio, por lo menos una luz a cuyos resplandores no tardó Gedeón en ver todos los senos y repliegues de su conciencia como en la palma de la mano.

En uno de ellos encontró a Solita agazapada y llorosa. No le pareció la hija del zapatero tan fea ni tan antipática como antes, ni halló fuera de toda justicia la demanda que en otros tiempos le expuso; mas en cuanto a los vínculos nuevos con que pretendía amarrarle, sólo los aceptaba, como razón de derecho, secundum quid.

-Pero bien mirado -exclamó a poco rato, y después de oír las piadosas y discretas reflexiones de su confesor-, ¿qué más me da ya? ¿De qué me sirve ese derecho, ni otros como él, ni cuantos bienes poseo, si todo ello junto no me arrancará de las garras de la muerte, ni siquiera me aliviará uno solo de los tormentos que ahora me empujan hacia ella?... Dice usted muy bien, santo hombre: en lo falible de la justicia humana, preferible es la duda de beneficiar a un extraño, al recelo de perjudicar al propio. Esos vínculos, aunque no tan santos como yo quisiera, son, al cabo, el único derecho que dejaré en el mundo para vivir en la memoria de los hombres. Quédese con ellos cuanto en el mundo me ha pertenecido, y esa pesadumbre menos impedirá a mi alma elevarse a la región de la Verdad y de la Misericordia.

En esta situación de ánimo se halla Gedeón cuando aparece a la vista del lector al principio de este cuadro.

Regla entra y sale y se aproxima a la cabecera del lecho, ora con un medicamento, ora para arreglar las almohadas o la ropa.

El enfermo ya no riñe ni vocea; su único deseo parece limitado a salir cuanto antes de aquellas ansias que le ahogan. Esto le pide a Dios a cada instante, resignado y contrito, desde que el sacerdote le volvió a la santa Ley y le absolvió en su nombre.

Aún le falta llenar en el mundo otro deber, y está dispuesto a llenarle sin tardanza; y a eso espera impaciente.

Regla lo sabe, y no deja asomar a su semblante ni el más tenue reflejo del estado de su espíritu. Acaso la impone la tremenda solemnidad de aquella agonía terrible; acaso la luz que penetró en la conciencia de su amo la ha hecho pensar en las oscuridades de la suya; quizá la fuerza misma de la astucia la sostiene impávida en aquel trance de prueba. Lo cierto es que asiste al enfermo con más diligencia que nunca, y que al verla quien la vio días atrás a la cabecera de la misma cama y enfrente de Solita, jurara que el moribundo ha saldado todas sus cuentas con ella, derramando sobre la falda de su vestido el bolsón de sus caudales.

Para que ningún detalle de carácter se nos olvide al inventariar por última vez la estancia en que tantas veces nos hemos hallado con la fantasía el lector y yo, sépase que Adonis sigue en su rincón acostumbrado, gastando los menguados restos que le quedan de vida en buscar una postura que no halla, para que la fatiga no te ahogue. Parece que se ha propuesto estirar el hilo de su existencia hasta donde alcance el de la de su amo. Ni un punto más, ni un punto menos.

-¿Acaba de llegar esa gente? -pregunta Gedeón a Regla con voz apagada y fatigosa.

-No puede tardar mucho ya -responde Regla.

-Es que si no se dan prisa, témome que sea excusado su viaje. Y el otro recado ¿han vuelto a hacerle?

-Como usted mandó; pero tampoco estaba en casa... esa señora.

Un momento después de oír Gedeón estas palabras, entra en el gabinete Solita, jadeante y acompañada de dos gaznápiros, como de doce años el uno y de diez el otro, feos, toscos de ademanes, burdos sus vestidos, crespos de pelo, angostos de frente, y como curtidas sus caras por la intemperie; de todo se asombran, y casi a empellones de Solita entran en el cuarto.

Ésta, que ignora que se la anda buscando para lo mismo que ella viene a pretender, arroja contra la cama aquel par de memoriales agrestes, diciendo con desgarro al propio tiempo:

-Ahí los tienes. ¡Niega ahora tu sangre!

Y acercándose en seguida a los motilones, encáralos con el enfermo, y les dice en tono melodramático:

-¡Hijos míos: ése es vuestro padre!

A lo cual los rapaces, después de mirar al aludido por Solita, míranse uno a otro, como preguntándose mutuamente «¿qué te parece de esto que nos cuentan?» y acaban por echarse a reír, tapándose la boca y las narices con las manos, por todo disimulo.

Mientras Solita y sus hijos representan esta escena grotesca, el sacerdote, el Doctor, un escribano y dos personas más, ayudantes de éste, han llegado al gabinete y detenídose a la entrada por respeto a lo que ocurría junto al lecho. Para los dos primeros, las últimas palabras de Solita no tienen desperdicio.

En cuanto a Regla, desapareció de la escena tan pronto como en ella apareció la otra.

-Señor cura, Doctor... -exclama el enfermo al distinguirlos en la estancia-. Ustedes han visto y oído todo esto... ¿no es verdad?... Pues bien -continúa después de obtener sus respuestas afirmativas- así y todo, no vacilo siquiera en mis propósitos... Señor cura, no hay tiempo que perder, y yo estoy pronto a cumplir lo prometido. ¡Que Dios me lo tome en descargo de mis culpas!

Prepárase el sacerdote; hácese salir de la estancia a los cerriles muchachos; requiérese en debida forma a Solita; asómbrase ésta al conocer los nuevos propósitos del moribundo; acúsase de la ligereza conque ha procedido con él escudándose con la pasada resistencia; y disimulando mal el gozo que le causa la noticia, colócase, por mandato del sacerdote, a la cabecera de la cama... Y allí Gedeón, in articulo mortis, y con la bendición de Dios, la recibe por esposa y reconoce a todo trance, por hijos suyos, a los nietos del zapatero Judas, con encargo expreso de que su madre los eduque un poco mejor de lo que están.

-Ahora usted, señor notario -dice a éste, terminada la otra ceremonia-, y pronto, porque esta luz se apaga.

En efecto: sus ansias crecen por instantes, y el Doctor halla en el pulso del enfermo síntomas de mal agüero.

Quédanse solos el notario y Gedeón; y testa éste en muy pocas cláusulas, legando a Regla, por una de ellas, y como en pago de antiguos y buenos servicios, mucho más de lo que la ambiciosa sirviente pudo prometerse nunca; a menos que alguna vez no le pasara por las mientes alzarse con el santo y la limosna, punto que, a mi entender, jamás se pondrá en claro.

Por otra, separa del cuerpo de bienes una suma de importancia para premiar el mejor libro que se escriba en el plazo de dos años, a contar desde aquel día, sobre las Miserias de la vida del solterón, siendo los jueces del certamen que se abra al efecto, el Doctor y el señor cura allí presentes, y en caso de empate, el célibe más viejo que haya en la población.

También es su voluntad que se doble la recompensa si la obra llega a ser declarada de texto en las escuelas de la nación.

El resto de sus bienes, deducidas algunas mandas piadosas, queda en beneficio de su viuda.

Mientras se lee el testamento y le firman los testigos, Solita frunce en vano la afilada jeta, y en vano tira de sus párpados para arrancar de la fuente de sus ojos una lágrima siquiera: pesan más en su fantasía los risueños cuadros de lo porvenir que se forja, y en su memoria el recuerdo de tantos años de esclavitud y de aislamiento, que en su corazón la pena que le causa la agonía de su antiguo amante.

Regla, entre tanto, impasible y con el ceño ligeramente fruncido, parece la estatua de Némesis inexorable. Sólo le falta la espada en su diestra; y para bien de Solita, vale más que le falte.

Los dos gaznápiros, metiéndose los dedos en las narices, atisban la escena desde la puerta del gabinete.

Terminada la ceremonia, el enfermo ruega al Doctor que se acerque a él. Su rostro tiene la palidez del lirio; su vista una fijeza imponente.

-Me muero, Doctor -le dice con voz lenta y apagada-. La poca vida que tenía la he gastado en el cumplimiento de estos últimos deberes...

El Doctor le pulsa, le observa, y llama con una seña al sacerdote para que se aproxime. El médico del cuerpo no tiene nada que hacer allí ya.

El del alma le administra el último sacramento, y de nuevo le bendice y le consuela.

-Acercaos todos -dice luego el moribundo-, ya que Dios ha permitido que yo no muera solo y desesperado, y recoged mi último pensamiento... fruto sazonado de mis desengaños... ¡Qué patentes los ven ahora mis ojos... a la luz de la Verdad... que alumbra el tránsito de mi espíritu!... Pasé lo mejor de la existencia huyendo de los soñados males del matrimonio... y muero abrumado... por cuantas pesadumbres caben... en la peor de las familias... sin haber gustado una sola de las ventajas... de la vida conyugal... ¡Castigo justo de mi egoísmo grosero!... Locura es digna de la soberbia humana... buscar un camino sin cruz... en el Calvario de la vida... Elegir la de Cristo... para que pese menos... es lo cuerdo y lo acertado... Yo tomé la de Barrabás... y quebrantóme su peso... No está la dicha en eludir la ley, sino en el bien que reporta el trabajo... de cumplir con sus preceptos... Por huir de ellos, me alejé de Dios y de los hombres... y merecí, como otros muchos insensatos, hundirme en las sombras de la muerte... como el ave triste de los páramos... entre el frío de la soledad... y sin huellas de mi paso por el mundo.

Por la bondad de Dios... le hallé a usted en mi camino, Doctor... A usted debo la dicha de expirar... reconciliado con los hombres... fortalecido con la fe, y alentado por la esperanza... ¡Cuántos desgraciados le deberán... el mismo beneficio!... ¡Admirable destino!... Consolar al triste... redimir al esclavo... Para usted... toda la gratitud... de mi corazón... Mi alma inmortal... ¡Dios mío!... tuya es... y te la entrego... si no limpia... de culpa, lavada... en el arrepentimiento... ¡Ampárela... tu infinita... misericordia!...

Dice, besa un Crucifijo, y expira.


- X - Cabos sueltos

editar

Este libro debiera concluir en la última palabra del capítulo anterior; pero hay lectores nimios que quieren apurar la materia hasta las heces.

Por complacerlos añado estos renglones.

Para que todos los cálculos que Gedeón hizo en vida fuesen errados, su muerte arrancó lágrimas a cuantas personas la presenciaron... excepto a Regla, a Solita y a sus hijos; es decir, a todos menos a los que tenían obligación de llorar en aquel trance.

No deben despreciar este dato los ingenios que aspiren a merecer el premio legado por Gedeón.

Al exhalar éste el último aliento, oyóse un quejido angustioso hacia el rincón en que yacía el ratonero. La honrada bestezuela acababa de morir también; y a juzgar por la actitud airada en que quedó su cadáver, creeríase que la visión de Merto, esgrimiendo la verdasca, le atormentó en los últimos instantes de su vida.

Tan pronto como el sacerdote cubrió con la sábana la faz del que entre los vivos se llamó Gedeón, Regla, que había estado contemplando su agonía con rostro impasible y los brazos cruzados, salió del gabinete y se puso a hacer su equipaje.

Concluida su tarea, entregó al Doctor, como testamentario, las llaves de que por tantos años había sido depositaria; y sin querer dar explicaciones acerca de su conducta, despidióse de aquél y del sacerdote, sacó el baúl a la escalera, y llamó a la señora Rita para que se le condujera adonde ella le diría.

-¡Qué le parece a usted, señora Regla! -díjole la incorregible portera-. No le faltaba del todo la razón al desalmado tío Judas, cuando nos decía que había quién que mandaba en esta casa más que nosotros y que el amo. ¡Vivir para ver, señora Regla!... Y todo bien mirado, buen provecho les haga; que a tanto precio, sale muy caro el señorío... La mujer honrada, la pierna quebrada; y zapatero, a tus zapatos.

Y así charlando la señora Rita, y callada como un muerto Regla, llegaron al portal en que, por respeto al triste acontecimiento, se paseaba el tío Simón con la ropa de los domingos.

-Quédese usted con Dios, tío Simón -díjole Regla al pasar por delante de él.

-Vaya usted muy enhorabuena, señora Regla -respondió el zapatero, sin preguntarla siquiera si se marchaba para no volver.

-¿Usted tan satisfecho siempre?

-Siempre cumpliendo con mi deber, señora Regla.

-Bueno es eso; pero sírvale de gobierno que en ocasiones no alcanza, y hasta perjudica.

-Vivir para ver, como dice Rita.

-Pues por lo que he vivido y llevo visto lo digo yo, tío Simón.

Al poner Regla los pies en la calle, un cuerpo pesado y negruzco cayó, como llovido, delante de ella, envuelto en un retal de manta sucia. Era el cadáver de Adonis, arrojado por Solita.

Detúvose Regla un instante, sorprendida por el suceso; y como si conociera la mano inclemente que tal había hecho, no pudo menos de murmurar entre dientes, contemplando los restos del ratonero:

-Entre algodón cardado te metieron los propios por la puerta, y ahora te arrojan los extraños en cueros por la ventana... No te duela el mal pago, que no es mucho mejor el que a mí me dan, siendo mayores mis servicios.

Solita no volvió a dejar la casa, de que ya era dueña; y tan pronto como salió de ella el cadáver de Gedeón, echóse con avidez a registrar alacenas y cajones, en tanto sus hijos, atracados ya de cuanto rapiñaron en los estantes de la despensa, metían la cabeza en los armarios, hojeaban los libros que tenían láminas, y olían y manoseaban todos los cachivaches de la casa.

El resto se adivina.

De Anás y Caifás, tengo pocas noticias.

Sé que el primero, después de estar medio desplumado por la familia de la carabinera, se casó con ésta tan pronto como falleció el sargento licenciado; y que, poco más allá, desplumado por entero, no hallaba en casa quien quisiera darle de comer.

Sé que Caifás tuvo que publicar su casamiento para ver si conseguía domar a su mujer, quitando el motivo a sus amenazas; sé que no logró su objeto, pues los parientes que, oculto el casamiento, se limitaban a sentarse a la mesa uno a uno, después de publicado acudían por docenas a casa de Caifás para comerle el pan y hacerle la tertulia por la noche; y aun me consta que, por complacer en ello a su mujer, muchas veces alumbraba hasta la puerta de la calle a los que entraban y salían.

Sé, por último, que llegadas las cosas a estos extremos, Anás y Caifás volvieron a encontrarse tope a tope en una acera; y que, sobre si pasas tú por la derecha o paso yo, se dieron otra mano de leña como la de marras, hasta que los separó la gente y los rechiflaron los granujas.

Y no sé más, lector. Por tanto, aquí lo dejo si me das licencia; pues en Dios y en mi ánima te juro que, al llegar a este punto con la historia, me duele ya la mano, de escribirla de corrido y sin vacantes.


Polanco (Santander), setiembre de 1877.