Capítulo XXIII - El pastor Fileno editar

I editar

El curso de los acontecimientos de esta historia exige que nos traslademos a Aranjuez, residencia entonces, a más de la corte de España, de los señores de Sanahuja y de su pastoril engendro Pepita, que se encontró como el pez en el agua al recorrer la huerta y el soto. ¡Cuán superiores eran aquellos sitios a la casa de Madrid, donde no se conocían los placeres que proporciona la contemplación de la Naturaleza, ni se espaciaba el ánimo libremente respirando aires puros y extendiendo la vista por praderas más o menos risueñas, en cuyo fondo se destacaban las grandiosas y seculares arboledas de la Isla y del Príncipe!

Pepita no cesaba de establecer esta comparación, haciendo notar las ventajas del campo con un entusiasmo que concluía por aburrir a cuantos la rodeaban, pues no se oían en su boca otras palabras que éstas: «Papá, mire usted aquel árbol; ¿no ve usted aquella nube? Mamá, ¿qué te parece ese arroyo que va serpenteando hasta traspasar todo el llano?». Con tales razones pasó la mañana, insensible a las súplicas de su madre, empeñada en que cosiera, bordara o se consagrara a cualquiera de los menesteres propios de su sexo. Esto no era posible. Pepita tenía su cabeza organizada de tal modo, que no cabían en ella otra cosa que las contemplaciones en que la vemos constantemente embebida. En nuestra época hubiese sido lo que hoy designamos con la palabra romántica; pero como entonces no existía el romanticismo, la sobreexcitación cerebral de la joven Sanahuja se alimentaba de interminables deliquios, en que todos los campos se le antojaban Arcadias y ella pastora, según había leído en sus endiabladas poesías.

Recorría la campiña con su libro (pues había logrado substraer uno de los secuestrados por su padre), se sentaba bajo los árboles, leía en voz alta, se recostaba sobre la hierba, hacía traer un par de ovejas y otros tantos cabritos, que adornaba con cintas y flores. Después le parecía impropia la lectura y mucho más conveniente el recitar de memoria, y así lo hizo, hasta que se cansó de este monótono ejercicio y se quedó muy triste, notando que le faltaba una cosa importante, indispensable, una cosa de que no se podía prescindir para que aquella farsa tuviera visos de sentido común: le faltaba el pastor.

Fija esta idea en su imaginación, no tuvo paz en todo aquel día. Era preciso buscar un pastor. ¿Pero dónde, quién? Digamos en honor suyo que este deseo no significaba para ella una aspiración amorosa; era simplemente una exigencia de escena, y sus sentimientos, respecto al soñado compañero de sus retozos pastoriles, eran puros hasta la insulsez. En aquella naturaleza todo era empalagoso como la literatura que la inspiraba.

Y el Cielo, propicio siempre con los locos, le deparó lo que buscaba. Aquella tarde, en el momento en que los rayos del sol trasponían por el horizonte, dejando en las copas de los árboles, en los techos de las casas y en la superficie del Jarama resplandecientes rastros de luz y perfiles y destellos de mil colores; en el momento en que las ovejas se aproximaban unas a otras, buscando cada una abrigo en las calientes lanas de las demás; cuando salía el humo de los techos y empezaban a pedir la palabra las ranas para su discusión nocturna; cuando la Naturaleza se adormía, impresionando los sentidos con recuerdos virgilianos, Pepita encontró lo que deseaba, encontró su pasto en un chico que, habiéndose presentado unos días antes en la puerta de la casa hambriento, cubierto de harapos y pidiendo limosna, fue recogido por los colonos, que eran gente compasiva. Este chico le pareció desde el primer momento tan propio para el caso, tan interesante por su color tostado, sus grandes y expresivos ojos y su expresión inteligente, que no vaciló en poner en ejecución su pensamiento. A pesar de la repugnancia de sus padres, el chico fue arrancado al pastoreo de los cerdos en que le tenían ocupado; se le dio de comer y de beber a cuerpo de rey, se le arregló una cama en la casa, y al día siguiente las ovejas, los criados y los labradores le vieron en la huerta coronado de flores y de cintas, y muy satisfecho del papel que estaba desempeñando. Se le puso el nombre de Fileno, y los cerdos se quedaron sin su guardián.

Los señores de Sanahuja, aturdidos todo el día por los saltos, juegos y cabriolas de María y de Fileno, que triscaban de lo lindo en la huerta y en el soto, determinaron poner mano en tal abuso, quitándole a su hija aquel juguete que debía volverla más loca. Con este propósito, llamaron al infantil pastor al estrado y entablaron con él el siguiente diálogo, que es indispensable reproducir con toda puntualidad,

-¿Cómo te llamas?

-Pablo -contestó el chico con timidez.

-¿De dónde eres?

El muchacho alzó los hombros para expresarse que no tenía idea de la patria.

-Éste es un vagabundo de esos que no se sabe quién les ha parido, y no parece sino que salen de las piedras -dijo la señora-. ¿De dónde vienes?

-De... de... -contestó el pastor recordando-, de... de un pueblo que está lejos, lejos, lejos.

-Pues nos dejas enterados. ¿Tienes padres?

Fileno movió la cabeza para decir que no, y clavó la barba en el pecho avergonzado de las penetrantes miradas de aquellos señores.

-¿Conque no sabes dónde estabas antes de venir aquí?

-En... en... -contestó recordando-. ¡Ah!, en Chinchón.

-¿Son de allí tus padres?

-No, señor. Yo estaba allí con Mediodiente.

-¿Y quién es ese Sr. Mediodiente?

-Uno que lleva títeres a los pueblos cuando las fiestas.

-¿Y tú dejaste a ese saltimbanquis, o él te echó de su casa?

-Yo me fui solo, y lo dejé porque me quería poner de barriga en la punta de un palo que él cogía con la boca... Así...

Y Pablillo se puso su cayado en la boca, queriendo imitar la habilidad de su patrono el Sr. Mediodiente.

-A mí me ponía en la punta, allá arriba, pinchado por aquí, por la tripa.

-¿Y te pusiste tú?

-Lo hicimos en casa algunas veces para hacerlo después en la plaza; pero me daba mucho miedo, y aquella tarde, antes de la función, me marché por el camino.

-¿Y has venido pidiendo limosna hasta aquí?. Y ese Mediodiente, ¿dónde te tomó?

-En el camino. Allá por onde Arganda. Yo estaba con otros chicos pidiendo.

-Y entonces, ¿de dónde venías? ¿Dónde estabas tú antes de salir por esos caminos?

-¿Yo?... allí onde el tío Genillo. Pero me pegaban, y una mañana...

-Te fugaste. ¿Era la casa de tus padres?

-No; no, señor. Era onde la tía Nicolasa, y la señorita y D. Lorenzo. Como me estaban siempre pegando, me fui de la casa.

-¿Y no te acuerdas en qué pueblo estaba esa casa? Tú tienes cara de ser un truhán redomado.

-Estaba en... en Alcalá.

-Buenas cosas habrás tú hecho en esa casa. Cuando te pegaban no sería por cosa buena... ¿Pero tú no tienes algún pariente, no tienes hermanos? ¿Tú te acuerdas de tus padres?

-Sí; yo me acuerdo... mi padre estaba en la cárcel y yo con él.

-Buena pieza sería también el pobrecito, ¿no es verdad, Cleto? -dijo la señora.

-¿Y te acuerdas del apellido de tu padre?

-Se llamaba como yo.

-¿Pablo? ¿Y qué más?

-Pablo Muriel.

-A ver, a ver -dijo el Sr. de Sanahuja, recordando-. Me parece que... ese nombre no me es desconocido. ¿No es ese aquel administrador del conde de Cerezuelo, a quien encausaron?

-Sí; D. Pablo Muriel. Y precisamente en Alcalá vive el Conde.

-Yo creo que este chico debe quedarse aquí, pero en la labranza. Es una obra de caridad; y si dentro de diez años sabe algo más que cuidar los cerdos, se le puede ocupar en cuidar las mulas. Por supuesto, que si descubre malas inclinaciones, con ponerlo otra vez en el camino para que se vaya con el Sr. Mediodiente...

Mientras los Sanahujas deliberaban sobre la suerte del pastor Fileno, éste volvió a la huerta. El pobre chico estaba rebosando de felicidad, porque comer bien después de tantas hambres, vestir después de tanta desnudez, oírse llamar en verso y verse bien tratado después de tantas amarguras le parecía un sueño, una de aquellas visiones que percibía por las noches en la casa de Alcalá, y que le impulsaron a salir buscando aventuras como un caballero andante.


II editar

Engracia, invitada por los de Sanahuja, llegó a Aranjuez al siguiente día. Desde que acaeció la prisión de Leonardo, la pobre viudita se había desmejorado mucho, merced a la infernal tiranía de doña Bernarda, dirigida en lo espiritual así como en lo humano por el padre Corchón. Engracia había sido constante y firme en sus sentimientos, a pesar de todo, y lejos de disminuir su afecto hacia la pobre víctima de la Inquisición, se había aumentado, alimentando sin cesar una remota y endeble esperanza. Pero no había vuelto a recobrar su buen humor, y el trasladarse a Toledo, precisamente cuando el pobre preso había sido también conducido a las cárceles de esta ciudad, no era el mejor medio para curarse de sus melancolías. Doña Bernarda estaba, no obstante, muy tranquila, confiada en la solidez probada de los muros del Santo Oficio, y creía que la pasión de su hija se enfriaría poco a poco hasta llegar a su completa extinción.

Pero dejemos a un lado estas consideraciones para venir a lo que ahora nos importa: a que Engracia, entretenida en presenciar los esparcimientos bucólicos de su amiga, y habiendo hecho al pastor Fileno un interrogatorio parecido al que hemos copiado, comprendió al instante que era hermano del amigo de su desgraciado novio. Al momento enteró de todo a los señores de Sanahuja, asegurándoles que el hermano de Pablillo vivía, que estaba en Madrid, y que había hecho inútiles pesquisas por encontrar al pobre niño abandonado.

Los padres de Pepita creyeron en conciencia que debían mandar a Pablillo a Madrid. De este modo hacían una obra de caridad, y al mismo tiempo le quitaban a la pastora Mirta su juguete. Así se convino, en efecto, sin más discusión, y aunque ocurrió el inconveniente de no saber dónde Martín habitaba, Engracia lo arregló todo diciendo que ella escribiría a D. Lino Paniagua remitiéndole el chico para que se hiciera cargo de entregarlo a Muriel. Se notificó a Pepita la determinación, y que quieras que no, Fileno fue despojado de sus cintas y encomendado a unos arrieros que al día siguiente salían para la Corte. La felicidad de Pablillo, que se había visto transportado a un Edén, donde no se le ocupaba en otra cosa que en brincar y en poner atención a las estrofas de Meléndez y de Cadalso, concluyó de repente, y cuando se vio en poder de los arrieros le pareció que todo aquello había sido un sueño.

No seguiremos a Pablillo en su viaje antes de hacer mención de la llegada a Aranjuez de doña Bernarda, la cual, encontrándose muy sola por la ausencia de su hija, y aún más por la de Corchón, determinó ponerse en camino, cediendo al fin a las muchas indicaciones de los Sanahujas. Llegó con todo el cuerpo molido, renegando de los zagales y carromateros, de la distancia, del tiempo, de la contrariedad de habérsele olvidado su libro de horas y una pasta de chocolate para la jornada.

-¿No sabe usted, Sr. D. Cleto -decía a los diez minutos de haber llegado-, no sabe usted como he tenido ayer carta del padre Corchón? No tardará mucho en volver. ¡Qué de cosas dice! Está muy ocupado. Ya lo creo. ¡Como que habrán ido pocas personas a consultar con él negocios de Estado! ¡Pues si viera usted, D. Cleto, el cariño que le ha puesto D. Juan Escoiquiz! ¡Vamos, que ya para él no hay más que D. Pedro Regalado! Corchón para arriba, Corchón para abajo, y sin Corchón no hay nada. Le digo a usted que están locos con él, y si cae Godoy, como dicen, y sube el Príncipe, ya le tenemos obispo, y no así de cualquier parte, sino de Salamanca o León, cuando menos, a no ser que en dos palotadas me lo hagan arzobispo, como merece... Pero hijas, ¿no sabéis que a Pluma le han puesto preso? ¡Si vierais cuántas novedades me cuenta! Y de Susanita, ¿no sabéis nada? Pues hijas, se ha enamoricado de un hombre, ¡santo Dios!, del mismo Enemigo. Y la robó una noche, y no se ha vuelto a saber de ella, pues parece que la tiene escondida en una cueva. Si me he quedado muerta... ¡y qué gente tan mala hay en el mundo, señor D. Cleto! A mí que no me digan; si se hiciera un buen escarmiento... Pero, como dice D. Pedro Regalado, mientras están las riendas del Gobierno en manos del Guardia...

Doña Bernarda, sin dar tiempo a que los demás le contestaran, continuó en su charla infatigable, ávida de desembuchar lo que traía en el cuerpo.


III editar

La galera en que Pablillo debía ir a Madrid estaba preparándose en la venta de los Huevos, y entretanto él, acompañado de otro chico de su misma edad, hijo de uno de los arrieros, se paseaba en la gran plaza de Aranjuez en el momento en que una gran muchedumbre se había acumulado allí para ver a las personas reales que saldrían pronto de paseo. Entre los diversos grupos había uno en que varios hombres hablaban con mucho calor. Pablillo, atraído siempre por todo lo que fuera animado e imponente, se acercó, metiéndose en el corrillo sin más ceremonia, como es costumbre en los chicos curiosos y vagabundos. Entre aquellos hombres descollaba uno a quien los demás oían con mucho respeto y con evidente admiración. De pronto pasaron los coches de palacio cargados de príncipes, princesas, gentileshombres, camaristas y, por último, una pesadísima carroza en que iban Carlos IV, María Luisa y el Príncipe de la Paz. Al pasar junto al grupo, el hombre aquel a quien todos oían con tanta atención, dijo mirando a los personajes regios: «Todos tienen que caer».

Pablillo ni oyó tal cosa, ni de oírla la hubiera entendido, y corrió tras los coches fascinado por tanta grandeza y esplendor, llamándole principalmente la atención la escolta que custodiaba a los reyes. Él, según dijo a su improvisado amigo el hijo del arriero, no había visto nunca cosa tan bella. Poco después salió para Madrid, casi a la misma hora en que su hermano partía para Toledo.