Capítulo XIII - La maja

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Acabado modelo de la maja era Vicenta Garduña, conocida por la Pintosilla, emperatriz de los barrios bajos, que ejercía dominio absoluto desde las Vistillas hasta el Salitre, temida en las tabernas, respetada en las zambras y festejos populares; mujer que había aterrado el barrio entero dando de puñetazos a su marido Pedro Potes, maestro de obra prima, y tan débil de carácter como largo de cuerpo. ¿Quién sería capaz de narrar las proezas de esta mujer ilustre, desde que descalabró a la castañera de la calle de la Esgrima hasta que dio de bofetadas a un duque muy grave en la Pradera del Corregidor, en medio del gentío y a las tres de la tarde? Lavapiés por un lado, y Maravillas y Barquillo por otro, fueron teatro de estas heroicidades que, tal vez más que sus naturales encantos, contribuyeron a hacerla interesante a los ojos de muchos personajes de la Corte de distintas clases y categorías.

El Zurdo, rey de los matuteros; Tres-Pelos, gran maestre de los tomadores del dos; el Ronquito, emperador de la ganzúa; Majoma, canciller de los barateros, y otros insignes héroes de aquellos tiempos, eran cronistas fieles de sus hechos y dichos, disputándose todos el honor de bailar en su casa, de tomar parte en sus meriendas y de meter ruido en sus frecuentes jaleos.

Pocas excursiones tenemos que hacer al campo de la historia para dar a conocer lo importante de la vida de esta heroína, que sólo entra en esta narración de pasada y como al acaso. Baste decir que la Pintosilla riñó por primera vez con Pedro Potes a los tres meses de casada, y que desde entonces, y a causa de las ruidosas victorias alcanzadas sobre el débil consorte, adquirió el prestigio de que disfrutaba en el barrio, y su nombre corrió de extremo a extremo por toda la coronada villa. Si su hermosura no era extraordinaria, su gracia era tan picante que ocultaba todos los defectos, razón por la cual era galanteada por personas de todas jerarquías, y hasta se contó que cierto señorito de una principal familia fue desterrado y castigado por sus padres a causa de haber frecuentado más de la cuenta el bodegón de la Pintosilla.

Era en extremo generosa y hacía alarde de favorecer a los necesitados. Sus galanes, cuando los tuvo, gastaban más lujo del que correspondía a humildes menestrales de la clase popular. Los que procedían de más altas regiones sufrían sus desaires, pues cifraba todo su orgullo en humillar a los grandes señores.

No pasaba día sin que riñera con sus vecinas, y siempre con tal furor, que el altercado solía concluir con la intervención de la justicia. En una de estas epopeyas la Pintosilla fue a parar a la cárcel, donde descalabró a cuatro presas, estropeó a cinco, concluyendo por pasearle las costillas a la guardiana, que era una mujer como un templo. Estas y otras expansiones de su ardiente espíritu pusieron a la pobre Vicenta Garduña a las puertas del presidio, y allí hubiera ido si un ángel tutelar no la sacara de la cárcel a costa de algún desembolso y de muchos empeños. Recibió esta señalada protección de un hombre que la había galanteado en vano durante muchos meses y que había tenido la buena idea de alejar para siempre de Madrid a Pedro Potes, estorbo sempiterno de los adoradores de Vicenta. Pero si las ofertas de un buen menaje y de un corazón amante, aunque algo pasado, no la ablandaron, la gratitud y cierto deseo de reposo inclinaron su ánimo, y decidió arreglarse con aquel célibe pacífico, entrado en años, rico y de trato afable, aunque por demás reservado y frío. Éste fue el origen de las relaciones entre D. Buenaventura Rotondo y la Pintosilla.

En éste, como en todos los actos de nuestro personaje, la prudencia y la precaución fueron por delante. Nadie lo sabía; la Pintosilla se vio obligada a variar de conducta, renunciando a los escándalos diarios y a las epopeyas callejeras, con lo cual, si la moralidad pública ganó mucho, el barrio perdió en parte su principal animación. No renunció, sin embargo, a su taberna ni a sus grandes y ruidosos jaleos por Pascuas, San Isidro, ferias y otras solemnidades religiosas u oficiales, como, por ejemplo, cuando nacía un príncipe o princesa, ocasiones que el pueblo celebraba entonces con febril entusiasmo.

Cuando principió la persecución contra D. Buenaventura, acusado de emisario secreto de los ingleses para promover obstáculos a la administración de Godoy, y el pobre señor se vio obligado, a tener una casa para conferenciar con los suyos, y otra donde aparentaba residir, la amistad de la Pintosilla le sirvió de mucho; el secreto en que había mantenido sus relaciones le permitía pernoctar descuidado en la calle de la Arganzuela, sin temor de traiciones ni sorpresas. Juzgue el lector cuál sería su asombro cuando Setillo le anunció que había el proyecto de aprehenderle en casa de Vicenta, entregado y vendido por ella misma. Aunque no tenía confianza en nadie, nunca creyó a la Pintosilla capaz de semejante infamia, y por eso exclamó abriendo la boca con tanto estupor como el Sr. de Cárdenas:

-¡Si fuera capaz... la abriría en canal!

Los alguaciles que se ocupaban noche y día en seguir la pista al emisario de la nación inglesa, descubrieron al fin donde dormía. Uno de ellos, que era parroquiano asiduo de la taberna, entabló con Pintosilla las primeras negociaciones para la entrega de D. Buenaventura, y Vicenta fingió condescender aceptando el soborno que se le ofrecía. Estas negociaciones cundieron de la taberna de la Arganzuela a la taberna de Mira el Río, donde Sotillo, que era de los que tienen medio cuerpo entre los malhechores y el otro medio entre los alguaciles, las adivinó con su finísimo olfato, adquiriendo después pormenores curiosos mediante el gasto de algunos cuartillos de vino.

Los alguaciles, cansados de las mil tentativas frustradas que constituían la historia de sus pesquisas tras D. Buenaventura, a causa de las muchas precauciones de éste, llegaron a cobrarle miedo y a creer que algún ente infernal le protegía. Juzgaron más fácil cogerle por la astucia que por la fuerza, y averiguado el sitio donde dormía, les pareció más hacedero el soborno que el asalto. Convinieron, pues, con Vicenta en que ésta cerraría cierta puerta de escape que a lo largo de un pasadizo daba salida por la Costanilla le la Arganzuela, y ellos entrarían de improviso por la taberna, subiendo a las habitaciones superiores para cogerle como en una ratonera.

Sotillo se enteró de este pequeño plan, que no hacía honor ciertamente a la policía española de aquellos tiempos, y esta falta de secreto lo hubiera hecho fracasar, si, por otra parte, la condescendencia de la Pintosilla no fuera una farsa ideada para burlarse de los ministriles y dar un bromazo a cualquiera de los que habían de asistir a su baile en aquella memorable noche.


Mientras se hacían los preparativos de esta fiesta, veamos lo que le pasaba a Martín Muriel, amenazado de caer, como su amigo, en las garras de la Inquisición, gracias al despecho del marqués de Fregenal, apasionado en sus maduros años de la famosa Susanita. El doctor no había oído sin cierta repugnancia el anuncio de que Martín iba a ser delatado al Santo Tribunal sin otro motivo patente que haber merecido la afición de la joven. Pero se consoló el buen consejero de la Suprema al oír de boca del marqués un fiel relato de los crímenes de la francmasonería, brujería y demás diabólicas artes que practicaba el joven. Esto le hizo creer que había motivos justos para no sofocar los ímpetus vengativos del marqués, y que la religión y la sociedad se libraban de un terrible enemigo con sólo atar corto a aquel hombre insolente que atrevidamente insultaba las cosas más santas y venerables. La delación fue hecha, y aquella tarde, cuando Martín se preparaba a salir, los esbirros del célebre Tribunal tocaron a la puerta de su casa.

Cuando Alifonso vio por el ventanillo las cruces verdes, su terror fue tal que a punto estuvo de caer redondo al suelo. Más muerto que vivo corrió al cuarto de su amo, y exclamó:

-¡Señor, señor, ahí están; ellos, ellos son!

-¿Quién está ahí, quién puede ser?

-Ésos... -contestó, temblando de miedo el barbero-, esos que vinieron por D. Leonardo... ¡Ah, la perra de la tía Visitación!...

-¡La Inquisición! -exclamó el otro-. Huyamos. ¿Por dónde?

-Venga usted -dijo Alifonso, dirigiéndose más rápido que una flecha a lo interior de la casa.

El miedo le daba alas, y Martín, que no creía fácil defenderse contra tal gente, le siguió sin esperar un momento. Al entrar precipitadamente en la cocina, doña Visitación, que acudía llamada por los campanillazos, recibió el violento impulso de la carrera de Alifonso, y cayó al suelo. Amo y criado pasaron sobre ella, y la infeliz quedó magullada y confusa, exclamando: «¡Ladrones, ladrones!».

Los fugitivos treparon por una escalera que conducía al desván; desde allí pasaron a una trastera, de ésta al tejado y por aquí a la casa del tintorero, que ya había dado asilo a Alifonso en los tremendos días de la prisión de Leonardo; pero en vez de quedarse allí, seguros de que serían perseguidos, salieron a la calle inmediata, que era la de Lavapiés, y se alejaron a toda prisa, pero con el mayor disimulo. Esta vez los esbirros inquisitoriales erraron el golpe, y cuando la puerta de la casa habitada por la francmasonería se abrió, sólo encontraron el cuerpo inerte de doña Visitación, tendido en el mismo sitio de la caída, y no pudieron menos de mirarse unos a otros con asombro cuando la pobre mujer aseguró con voz entrecortada y angustiosa que Alifonso y D. Martín se habían ido por los aires caballeros en dos escobas, despidiendo llamas oliendo azufre y profiriendo mil maldiciones contra el Señor y su Santísima Madre. Los inquisidores no pudieron menos de exclamar: «¡Lo que se nos ha escapado!».

Registraron aquella casa y las inmediatas, pero los francmasones no parecieron. Alguien aseguró que se habían convertido en humo negro, hediondo y sofocante, que se difundió por los aires.


Al principio los fugitivos marcharon sin dirección fija, cuidándose tan sólo de alejarse lo más posible; pero cuando se juzgaron seguros, Martín pensó que convenía poner aquel suceso en conocimiento de D. Buenaventura, y con este propósito se dirigió a la calle de San Opropio, donde estaba Rotondo enfrascado en animadísima conversación con D. Frutos.

Martín dejó a Alifonso en la calle, encargándole que le aguardara, entró y subió.

-¡Cuánto me alegro de verle a usted, amiguito! -dijo D. Buenaventura-. Precisamente necesitaba hablar a usted para ponerle sobre aviso. Sé que le tienen destinado a pasar unos días en la Inquisición para que descanse allí tranquilamente de su agitada vida.

-Ya lo sé, pero felizmente...

-¿Por quién lo sabe usted?

-Por ellos, que ahora estarán registrando mi casa y mis papeles. He escapado por milagro.

-¡Ah! ¿Ya le han ido a visitar a usted? ¡Qué puntuales son!

-Puesto en salvo -afirmó Martín con ira-, yo les juro que he de vender cara mi vida.

-Pues, amiguito, a mí me pasa lo mismo -dijo Rotondo, cruzándose de brazos-; también a mí me persiguen, y hay quien ha prometido solemnemente entregarme esta noche misma vivo o muerto.

-¡Esto es horroroso! -observó Muriel-, soy inocente: nadie me puede acusar del más pequeño delito; no he ofendido a ningún ser vivo, y me veo perseguido, amenazado de muerte y de deshonra por ocultos enemigos. Nada puede garantizar al hombre su vida, su independencia, su tranquilidad. Es tal la condición de los tiempos presentes, que cualquier delación infame, hecha por boca de un desconocido, nos encierra tal vez para siempre en esos sepulcros de vivos que espantan más que la misma muerte.

-Sí -dijo Rotondo-, es horroroso. ¡Y se espantarán de que haya hombres de ánimo valeroso que se propongan acabar con todo esto! Ya recordará usted lo que habíamos aquí a poco de llegar usted a la Corte.

-Sí, y usted creía lo más oportuno llegar a ese fin por medio de la astucia, cuando yo le decía que no había otro recurso que la fuerza.

-Es verdad que entonces dije eso, y aún lo sostengo; no conoce usted, amigo mío, la tierra que pisa. Entonces usted, no consideró mis proyectos ni aun dignos de fijar su atención. ¡Oh!, si aquí nada se logra, consiste en que los que desean una misma cosa no se ponen de acuerdo en los medios para llegar a ella.

-Es cierto -dijo Martín-, que, por lo poco que usted me confió no comprendí que hubiera en sus propósitos una alta idea, sino tan sólo la satisfacción de mezquinos resentimientos. Usted quiere variar de personas dejando en pie todo lo demás.

-De cualquier manera que sea, en vez de discutir qué medio es mejor, ¿no sería más conveniente poner en práctica uno cualquiera? ¿Qué puede usted hacer solo? Los que piensan como usted son contadísimos, D. Martín, mientras yo puedo decir que entre los míos está media España.

-Si eso fuera así... -contestó el otro, profundamente pensativo.

-Desde que nos vimos comprendí que usted era un hombre de mérito y el más a propósito para poner término a una gran empresa que acabara con esta sociedad miserable y corrompida, echando los cimientos de otra nueva. Nada le falta a usted si no es un poco de docilidad para ceñirse por algún tiempo a voluntades superiores encargadas de dar unidad al plan revolucionario.

-Pero usted no me quiso decir quiénes eran esas voluntades superiores, ni cuál el plan, ni... usted no me dijo nada -contestó Martín con cierto afán.

-No podía ni debía hacerlo sin estar seguro de su adhesión. Y ahora, después de tantas persecuciones, de tantos vejámenes, cuando vemos pendiente nuestra vida y nuestra libertad de la declaración de cualquier malintencionado, ¿vacilará usted en asociar su esfuerzo a los esfuerzos de los demás?

-¡Oh!, no -replicó Martín con creciente ira-, no; allí donde esté uno que jure el exterminio de tantas infamias, allí estaré yo, cualesquiera que sean los medios de que se ha de hacer uso. Las circunstancias me han reducido a la desesperación, tengo que vivir oculto, tengo que hacer la vida de los facinerosos y mentir por sistema engañando a cuantos me rodeen para poder burlar esta inicua persecución. ¡Y extrañarán que seamos atrevidos y violentos, que odiemos con todo nuestro espíritu, que seamos crueles o implacables con la muchedumbre supersticiosa, con los grandes, con el clero, con la Corte, con el Gobierno! Solo, sin recursos, perseguido injustamente, maltratado sin motivo, la sociedad me empuja hacia el bandolerismo. Si yo tuviera distintos sentimientos de los que tengo, mi vida futura estaría trazada, y no vacilaría; pero yo no puedo transigir con la maldad; yo soy bueno, yo soy honrado, y a pesar de toda la fuerza de mis odios, no mancharía con ningún crimen las ideas que profeso. ¡Malvados! ¡Después de corromper al pueblo y de inspirarle toda clase de delitos, rellenan con él los presidios y las cárceles de la Inquisición! ¿Qué podemos hacer en esta sociedad? Si luchar con ella es imposible, provoquémosla hasta que acabe de una vez con nosotros, o huyamos a tierra extranjera donde los hombres puedan existir sin ser cazados y enjaulados como fieras.

Esta elocuente protesta impresionó a D. Frutos, que no pudo contener su entusiasmo e hizo sonreír a D. Buenaventura con cierta expresión que quería decir: «Ya es de los nuestros». El joven estaba exaltado y lívido; su cólera era siempre tan comunicativa, que ninguno había más a propósito para transmitir a los demás sus propios sentimientos.

-Bien, bien -dijo Rotondo-, hombres de ese temple son los que hacen falta. Lo que conviene ahora es esperar, esperar. La obra es grande y menos difícil de lo que parece cuando hay hombres como usted.

-¡Esperar! -exclamó Martín con la misma alteración-. ¡Ah! ¡Y yo que creía conseguir de esa familia aborrecida la libertad de Leonardo! Usted se equivocó al aconsejarme que implorara su protección. Yo acerté al desconfiar de esa gente, a la cual debo la prisión y muerte de mi padre, el abandono de mi hermano. ¡Infames! Desde que entré en la casa me inspiró recelo aquella dama orgullosa y antojadiza, aquel viejo zalamero e hipócrita. ¡Y afectaron recibirme con benevolencia! ¡Y la taimada me prometió interceder con ese inquisidor que usted me pintara como modelo de humanidad! La verdad es que esa mujer obedece sólo a ciegos instintos y a los arrebatos de una naturaleza apasionada que puede fácilmente llevarla a los mayores crímenes. ¡De ella, de ella ha de proceder esta delación inicua; de ella, que no pudo hacer de mí un esclavo de sus livianos caprichos; de ella, que se goza con verme humillado por sus coqueterías y su hermosura, como si yo fuera un imbécil petimetre aturdido por la vanidad y la concupiscencia! ¡Ah! ¡Qué ruines sentimientos! Ella y la corte de ridículos seres que la rodean son autores de esta persecución. ¡Era preciso lavar la mancha caída en la familia por la supuesta afición de una dama como ella hacia un hombre como yo! ¡Desdichados de nosotros que no somos otra cosa que un vil juguete puesto a merced de sus caprichos o de sus rencores!

-¿Y usted está seguro que la delación procede de ella? -preguntó D. Buenaventura.

-Sí; no puede venir de otro lado este golpe infame. En pocos días de trato he podido conocer su carácter tornadizo, propenso a las resoluciones violentas, dispuesto a amar o aborrecer sin causas reales. La conozco; ella, ella ha sido.

-Pues mis informes son de que había concebido una repentina y fuerte pasión por usted.

-Hay seres en cuyos corazones no se puede deslindar el amor del odio. Más que amor, sienten pasajeras impresiones que suelen resolverse en un rencor despiadado y vengativo. Esas personas de extremado orgullo hacen pagar muy cara la flaqueza de haber sentido inclinación hacia alguno. ¡Ella, ella ha sido!

-No lo creo -dijo Rotondo con intención de escudriñar mejor sus sentimientos respecto a Susana.

-¡Ah! Pero ya sé lo que tengo que hacer -añadió Martín súbitamente y con decisión.

-¿Qué? -preguntaron con curiosidad D. Frutos y Rotondo.

-Irremisiblemente lo hará. Es una resolución inquebrantable.

-¿Qué piensa usted hacer?

-Puesto que me han traído a este extremo, ya sé lo que me corresponde hacer. A esta gente es preciso tratarla como se merece.

-¿Qué resolución es ésa? Alguna venganza.

-Si -afirmó Martín con la mayor entereza-. Pienso apoderarme de ella y anunciar a la familia que no podrá rescatarla mientras Leonardo no sea puesto en libertad.

-¿Secuestrarla? -preguntó D. Buenaventura.

-¡En rehenes! -dijo D. Frutos.

-Sí, yo sabré apoderarme de ella, aunque tenga que habérmelas con medio Madrid.

-¡Oh!... Ese medio... -apuntó D. Buenaventura tratando de disimular su complacencia-. Pero es peligroso, es dificilísimo.

-Será muy fácil si encuentro quien me ayude.

En aquel momento D. Frutos se levantó, y, poniéndose la mano en el pecho, dijo a Muriel con entereza:

-Cuente usted conmigo.

Martín no hizo caso, y continuó paseándose por la habitación.

-Si usted consigue llevar a cabo ese propósito con felicidad -dijo D. Buenaventura- es seguro que verá libre a D. Leonardo. ¿Se cree usted con fuerzas?...

-Sí, con fuerzas para eso y para más.

-Pues bien... -añadió Rotondo después de meditar un rato y aparentando que aquel asunto no le importaba gran cosa-; yo le voy a proporcionar a usted la ocasión.

-¿Cuándo?

-Esta misma noche.

-¿Dónde?

-En un sitio a que concurrirá Susanita, y donde será muy fácil lo que usted intenta. Seguro, segurísimo. Ni a pedir de boca.

-¿Y qué sitio es ése?

-Ella va esta noche a cierto baile de candil en los barrios bajos.

-¿Cómo lo sabe usted?

-Conozco las interioridades de esa casa tan bien como las de otras muchas de Madrid.

-Recuerdo, en efecto, que D. Lino me habló de ese baile... Pero la familia se oponía a que fuera.

-¡Irá!

-¿Irá? ¿Usted está seguro?

-Sí; vea usted cómo le proporciono la satisfacción de su deseo, no sin cierto egoísmo, se entiende. Desde hoy usted será de los míos. Usted es un tesoro inapreciable, Sr. D. Martín. Con hombres así no dudo ya de la regeneración de España. Pero vamos a ver. Es preciso buscar un sitio donde ocultarse y ocultarla.

-Ya lo encontraremos.

-No es preciso buscarlo. Yo también en este asunto salgo en su ayuda. Esta casa es a propósito. Tiene sus escondrijos para el caso de que los alguaciles se metieran en ella. Mi refugio ha sido desde hace mucho tiempo, y lo será más ahora, cuando hay quien ha prometido entregarme vivo o muerto.

-¿También a usted?

-Ya; yo soy la pesadilla de cierto elevado personaje. ¡Y qué gustazo le daría si me dejara coger! Pero no, no lo verán. No habían ellos concluido de arreglar el modo de prenderme, cuando ya lo sabía yo.

-¿Y qué hace usted para evitarlo?

-¡Oh! Ya tengo tomadas mis precauciones, y no me cogerán desprevenido.

-¿Piensan cogerle a usted?

-No, esta madriguera no la han descubierto todavía. Y si la descubren, ya tenemos por donde escapar.

El diálogo duró hasta la caída de la tarde, siempre animado y versando sobre el mismo tema. La noche arrojó sus sombras sobre aquella triste mansión; el loco callaba, retirado en su guarida, y sólo las voces agitadas de aquellos tres hombres turbaron el profundo silencio, hasta que al fin se les vio desfilar uno tras otro por el corredor, bajar y salir juntos, después de atravesar el patio interior por cierta puerta que daba a las afueras de Madrid, cerca de los Pozos de Nieve.