Capítulo XII - El doctor consternado editar

I editar

Dijimos que Martín no sospechaba, durante su largo trayecto, que una persona le veía y le seguía; pero esta persona sí lo observó muy bien y no paró hasta no quedar segura de la vivienda en que el joven penetró ya a hora bastante avanzada. El desconocido desanduvo al fin lo andado y se retiró a su casa, donde le dejaremos hasta el día siguiente, en que a la luz del día y sin embozo ni disfraz alguno salió, permitiéndonos conocerle. Era el famoso marqués a quien el lector conoce por el de las pastillas mejor que por otro título alguno.

No hagamos caso de la tristeza y abatimiento que en su semblante se retratan. Las causas de esto nos las va a revelar él mismo poco después, cuando, en casa del doctor Albarado, entabló con este grave funcionario un animadísimo diálogo. Era aún algo temprano, y el buen doctor saboreaba con sibaritismo su buen guayaquil.

-¿Qué hay, qué trae usted, señor marqués? -preguntó el doctor fijando los ojos en la alterada fisonomía del recién llegado.

-Lo que yo presumía, lo que yo lo dije a usted ayer; pero nunca creí que llegara a tal extremo... -contestó el marqués con agitación.

-Pero me está asustando usted -dijo el doctor-. Vamos, ¿los celos no le trastornarán la cabeza y se le antojarán los dedos huéspedes?

-Ya no se puede dudar, señor doctor amigo; es una gran desgracia y una gran vergüenza.

-Vamos por partes; cuénteme usted y yo decidiré en qué grado de ofuscación está esa cabeza.

-No, esto no es para reír -repuso con melancolía el pobre marqués, hombre de gastada y viciosa naturaleza, pero de espíritu en extremo sensible-. Esta noche he presenciado una cosa horrenda.

-A ver... -dijo el doctor sonriendo-, ¿ha sido algún terremoto, asesinato o cosa así?... Los celos, los celos, señor D. Félix, son muy malos anteojos. Con ellos se ven las cosas en gran aumento y tan desfiguradas que no las conocemos.

-Cuando usted esté bien enterado no lo tomará a broma. Esta noche he visto a ese hombre de quien hablé a usted, le he visto entrar en la casa.

-¿En qué casa? -preguntó Albarado con cierta disposición a tomar aquello en serio.

-¿En qué casa había de ser? ¡Por vida de!... En la suya. Ya usted sabe que anoche no quiso Susana asistir a la tertulia en casa de Porreño. Dijo que estaba mala y se quedó en casa. Pero yo sospechaba, salí, fui a observar y vi...

-¿Conque vio usted?

-Sí, vi a ese hombre salir de la casa a hora bastante avanzada. Yo me enteré bien y sé que estuvo dentro más de dos horas.

-¿Usted está seguro de lo que dice? -preguntó con más interés el buen inquisidor.

-Creo que hace usted mal en bromear sobre este asunto -indicó el marqués.

-¿Y ese hombre... es uno de esos por quienes se interesa tanto para que no les eche mano la Santa Inquisición?

-Justamente. ¿No le dije a usted que se hablaba mucho de eso y que todos los conocidos hacían mil comentarios?... Usted se rió entonces de mí. Pues ahí tiene usted cómo la cosa era cierta.

-Conque Susanilla... Pero es mucho carácter aquél. A la verdad, señor marqués -añadió el Inquisidor-, si lo que usted me dice es cierto, ello es cosa tremenda.

Y dando un fuerte puñetazo en la mesa, se levantó y muy agitado principió a dar paseos por la habitación.

-Usted sabe el interés que Susana se toma por ese canalla -dijo el marqués con creciente aflicción-. ¡Oh!, desde que vi que ella no quería ir a casa de Porreño, precisamente en día de gran sarao, no las tuve todas conmigo. Me puse en acecho...

-¡Ah!, no lo puedo creer -aseguró Albarado deteniéndose y cerrando los ojos-. Si Susana fuera capaz de semejante infamia... ¡Pero qué deshonra! ¡Qué vergüenza! Y ese hombre, ¿quién es?

-Un endiablado francmasón. No está averiguada su clase y fines. Debe ser hombre perverso.

-Pero no nos confundamos, amigo D. Félix -dijo el doctor tratando de serenarse-, fijemos bien los términos del asunto. ¿Qué es a punto fijo lo que hay?

-Ni más ni menos que lo que ayer le dije a usted, señor doctor de mis pecados. Que la señorita doña Susana se ha prendado de ese hombre aborrecido, y con tanta violencia que anoche le ha recibido en su casa, a solas, cuando toda la familia estaba en casa de Porreño.

-¡Ah!, usted se ha equivocado, señor marqués. Usted viene a volverme loco -exclamó con repentina cólera el buen consejero de la Suprema-. Susana es incapaz de...

-Ya se convencerá usted, señor doctor. No es la pena de usted más intensa que la mía. ¿Pero usted mismo no me ha dicho que había notado con mucha extrañeza las miradas y el carácter de Susana en estos últimos días?

-Sí -dijo el Inquisidor, más irritado-. Sí, sí, yo había notado en ella... No la conocía... yo me preguntaba: «¿Qué diablos tiene esa muchacha?». ¡Oh!, pero nunca creí... ¡Qué tiempos!

-¿Y no le ocurre a usted lo que es preciso hacer? -preguntó el marqués.

-¿Qué?... no sé.

-Ya que el mal no puede evitarse, podrá al menos ocultarse.

-¡Ocultarse!, ustedes con eso quedan tan contentos. Eso no me satisface. Pero esta deshonra me desespera... Yo no sé qué pensar... Aún lo dudo, y espero que sea una equivocación de usted. Si llego a adquirir la certidumbre de esa... Explíquese usted mejor, deme usted detalles.

-¿Todavía no está usted convencido? Vayamos pensando el modo de hacer desaparecer a ese miserable, y ya que la deshonra es imposible, ocultémosla mientras se pueda.

-¡Ah!, no lo puedo creer -expresó el inquisidor con angustia-. ¡Susana, Susanilla!... Pues yo juro que ese bribón nos las ha de pagar.

-¡Y pretendía que su compañero fuese puesto en libertad!

-Buena les espera a los dos.

-¡A la Inquisición! -dijo el marqués con ira.

-Sí, a la Inquisición. No puede decirse que nos valemos, de ese Tribunal para una venganza personal, pues esos jóvenes son acusados de muy negros delitos contra la sociedad y la religión. Pero yo quiero interrogar a Susana y espero que ella misma me ha de confesar... Si ella misma se obstina en negármelo, cuando yo se lo pregunte como yo sé preguntárselo, lo dudaré toda mi vida.

-¡Y en esto ha venido a parar, señor doctor de mi alma, una aspiración tan noble y santa como la mía! -manifestó el marqués casi con las lágrimas en los ojos-. ¡Yo que después de una vida agitada y borrascosa aspiraba a reposar de tanta fatiga!... ¡Yo que deseaba formar una familia y vivir tranquilo amando y amado!

-Es preciso hablar del caso a mi hermana y a mi cuñado. Ellos por fuerza han de tener antecedentes. Vamos allá.

-Permítame usted que no lo acompañe. ¡Siento una pena al pensar que entro en esa casa donde yo esperé!...Y he quedado en ir esta noche para llevar a Susana a ese baile de la Pintosilla.

-¿Ella se empeña en ir?

-Y con tal tenacidad que si no la acompaño se pondrá furiosa conmigo.

-¿Y será usted tan débil que la lleve a esos sitios?

-¡Oh!, sí -dijo compungido el pobre marqués-, soy débil, no puedo negarle nada; me tiene fascinado. Crea usted que he llegado a tenerla miedo.

-Es mucho carácter aquel -decía repetidas veces el inquisidor paseándose muy ensimismado-. Pero vamos allá.

-Pues vamos.


II editar

Poco tardaron los personajes citados en trasladarse a casa del Sr. D. Miguel Enríquez de Cárdenas el cual estaba encerrado en su despacho y en conversación muy calurosa con D. Buenaventura. Cuando sonaron en la puerta los golpecitos que anunciaban la visita del buen doctor y del afligido marqués, Rotondo se ocultó muy aprisa en una pieza inmediata y D. Miguel abrió. Al ver a sus dos amigos, pintose en su semblante la mayor sorpresa; pero estamos autorizados para creer que sospechaba a qué venían.

-Venimos a enterarte de un grave asunto -dijo el inquisidor-. Doloroso es, Miguel, pero no debemos rehuirlo con timidez, sino abordarlo con valor.

-Pero ¿qué hay, qué es eso? -interrogó con apariencias de gran consternación el hermano del conde de Cerezuelo.

-Ya tú conoces el carácter de Susana -dijo el doctor-. Sabes cuánto la quiero; pero el amor que la tengo no es parte a ocultarme sus defectos, más bien hijos de una sensibilidad impresionable que de perversidad del corazón.

-¿Pero qué le pasa a Susana? ¿Qué ha hecho? Sacadme de una vez de esta espantosa duda -dijo D. Miguel.

-Susana, por triste que nos sea confesarlo, está agraviando con su conducta a tu familia y a la mía. Susana se ha prendado de un hombre indigno de ella, de un hombre despreciable por todas razones, ya se considere su condición y nacimiento, ya se considere su vida y oficio, su modo de vivir sus ideas.

-En verdal que es cosa horrorosa -manifestó D. Miguel abriendo los ojos y la boca del modo que a él le parecía más propio para expresar la estupefacción.

-Susana es una de las jóvenes más ricas de la Corte; su hermosura la hace digna de enlazarse a un individuo de familia regia. Pero esta ligereza suya la pone al nivel de... vamos, no quiero pensarlo.

-Ni yo tampoco -contestó después de una pausa melodramática el Sr. Enríquez de Cárdenas-. No quiero pensarlo; pero ¿cómo has sabido... quién ha descubierto?...

-Pues has de saber que ese hombre ha entrado anoche aquí... en tu casa -dijo Albarado.

-¡En mi casa!... ¡Oh! ¡Esto merece un castigo ejemplar!...

-Es preciso tomar pronto alguna determinación.

-¿La enviaremos a Alcalá?

-Ella no querrá ir. Conviene además que no haya el menor escándalo.

-¡Qué muchacha, santo Dios! -exclamó D. Miguel-. Por Dios, no digáis nada a mi esposa. ¿Pero cómo habéis sabido?... ¡Qué corrupción! ¡Cómo pierden las jóvenes el pudor!... Contadme...

El marqués, cada vez más tétrico, contó a D. Miguel lo que había visto la noche anterior, y con esto y las aclaraciones que dio el doctor, recordando palabras y hechos de la indomable doncella en aquellos días, el Sr. de Cárdenas aparentó no tener duda alguna acerca de la realidad de aquel desastre doméstico.

El doctor no esforzaba mucho en descrédito de Susana sus consideraciones sobre la honestidad y el decoro de las mujeres. Allí el inexorable era D. Miguel, que hasta llegó a asegurar que no esperaba menos de persona tan caprichosa y frívola. El marqués ardía en deseos de venganza, pero esta pasión era en él reconcentrada y sorda: habíase calmado, y sin duda meditaba algún plan de difícil ejecución, porque enmudeció, y sólo con algún que otro monosílabo expresaba su conformidad al oír los terribles apóstrofes de D. Miguel. El inquisidor al fin quiso hablar del asunto con la propia Susana, y salió, siendo su objeto emplear con ella la mayor delicadeza y habilidad, según exigía el áspero carácter de la nietecilla, a quien tanto amaba y tan bien conocía. Subió, pues, con este intento, y quedáronse solos el marqués y el noble hermano de Cerezuelo.

-Aún no vuelvo de mi asombro -dijo éste, esperando que su amigo se prestaría a entablar una conversación llena de digresiones sobre la moral y la condición de las hembras.

Pero el marqués calló, dejando a Cárdenas en la plenitud de su inspiración.

-¿Y qué noticias tenía usted de ese hombre? -preguntó luego.

-¡Ah! Detestables -contestó el marqués-. Pero nos las ha de pagar.

-¿Usted le conoce?

-¡Ah! No... Sólo de vista.

-Si se le pudiera alejar de aquí... Pues mandarle a Indias.

-No irá tan lejos por de pronto; pero al fin irá, irá más allá.

-¡Qué gente tan perversa está apareciendo por todas partes! Le digo a usted que estoy horrorizado. ¿Si será cierto que va a haber una revolución y que...? Mejor es no pensarlo.

-De ese hombre no tema usted nada, que le arreglaremos.

-¿Qué piensan ustedes hacer con él?... A ver.. Cuénteme usted... Quiero saber...

-Por de pronto la Inquisición se encargará...

-¿Sí?...

-¡Pues está poco furioso el buen consejero de la Suprema!

-¡Pobre joven! -dijo D. Miguel, distraído y sin reparar en la inconveniencia que de su boca salía.

-¿Qué dice usted?

-No... Quiero decir... Bien merecido le está.

-A la cárcel con él. ¡Bueno soy yo para tener lástima a semejantes pájaros!

-¿Y podrán ustedes echarle mano?

-Creo que sí; mejor dicho, seguro estoy de que sí, porque yo no he de parar hasta que lo consiga.

Y diciendo esto, el marqués se retiró sin más razones.

Ya D. Miguel estaba seguro de que había bajado la escalera y salía por el portal cuando abrió la puerta del cuarto inmediato y entró el Sr. de Rotondo.

-¿Ve usted? -le dijo Cárdenas con su sonrisa astuta y fría-. El marqués vio entrar a ese hombre. Si le dije a usted que éste tenía mucha travesura y experiencia para no caer de su burro. ¿No ha oído usted lo que ha dicho?

-Sí -contestó sentándose D. Buenaventura-. Me parece que podemos rezarle un Padrenuestro al pobre don Martín.

-¿Usted le prevendrá para que se ponga en salvo?

-Creo que debemos hacerlo así; porque, como usted me decía hace poco, el buen filósofo no podía haber hecho cosa mejor que agradar a Susanita. ¡Oh! Si él no fuera como es, es decir, un filósofo indomable lleno de preocupaciones, si él sintiera en su pecho las cosquillas del amor e hiciera un experimento revolucionario...

-¡Oh! -dijo D. Miguel-. Creo que eso es pensar en lo excusado. Y la verdad es que la chica se ha prendado de él.

-Por de pronto le pondré sobre aviso, porque a poco que se descuide me lo zampan en la Inquisición, y nos hace gran falta.

-¿Y después? -preguntó sonriendo el noble hermano de Cerezuelo-. Vamos, desarrolle usted su plan por completo. Yo me marco al ver esas admirables combinaciones de usted. Ya se ve, con esa grande imaginación que Dios le ha dado...

-Después... Es preciso ir con tiento. Si ese hombre tuviera un carácter más dócil y se dejara manejar, vería usted qué pronto estaba todo hecho; pero es intratable. Aun así yo pienso manejarme de tal modo que le meta de cabeza en nuestros asuntos, y así cuando intente salir del enredo no podrá: le tendremos en un puño y a merced de nuestra voluntad. Ese hombre, domado, es de un valor inmenso.

A este punto habían llegado de su conversación, cuando se sintieron unos golpecitos en la puerta.

-Es Sotillo -dijo D. Miguel, corriendo a abrir.

La siniestra figura de aquel joven que en la casa de la calle de San Opropio vimos de paso en compañía de un D. Frutos, ex presidiario y francmasón, penetró en el cuarto, y bien claro demostraba su avinagrado semblante que traía malas noticias.

-¿Han venido las cartas? -le preguntó D. Buenaventura.

-Qué cartas ni qué ocho cuartos -contestó Sotillo sentándose sin ceremonia alguna-. Ocurren cosas muy gordas para pensar en cartas. Sepa usted, Sr. D. Buenaventura, que su libertad está en un tris y que a estas horas corren por Madrid diez o doce pájaros gordos encargados de llevarle a dormir a la cárcel de Villa.

-Ole, Ole, parece que me van perdiendo el miedo -dijo D. Buenaventura, más bien orgulloso que afligido de la persecución que sufría-; ya no se contentan con vigilarme, sino que me quieren echar mano.

-Pues parece que por altas influencias se ha decidido a todo trance llevarle a usted a la cárcel, y de allí... Dios sabe dónde.

-¡Ah! Yo tiemblo siempre que oigo hablar de estas cosas -dijo con timidez D. Miguel, que era poco fuerte de corazón-. Si yo pudiera esconder a usted en mi casa...

-Vamos, desembucha punto por punto todo lo que sepas -dijo D. Buenaventura, sin hacer caso de la aflicción de su ilustre amigo.

-Pues parece que en manos del prior del convento de Ocaña han caído una porción de papeles del padre Matamala. Figúrese usted... y entre ellos algunos que podían arder en un candil, como son los del arcediano de Alcaraz, que estaban en cifra, y los de los tres coroneles de Aranjuez... Vamos, que se va a armar un lío...

-Pues hombre, es terrible cosa... Y este santo varón ha sido tan necio que se ha dejado... ¡Oh! ¡Por qué me fié de frailes y canónigos!...

Al decir esto, el Sr. D. Buenaventura, dominado por violenta ira, dio un puñetazo en la mesa, y, levantándose, se paseó muy agitado por la habitación.

-Los papeles vinieron a toda prisa a Madrid; a fray Jerónimo creo que lo trasladan también para mandarle después no sé dónde, y a usted... Pues Godoy se jacta de haber descubierto una conspiración contra él y el Trono, conspiración dirigida por los ingleses.

Rotondo hizo un gesto despreciativo, y D. Miguel abrió la boca en señal de un estupor indudablemente épico.

-Pues ésa es la cosa... -continuó Sotillo-. Han dicho que no hay más remedio que buscarle a usted a toda costa, ya que hasta hoy no ha sido posible echarle mano.

-¿Han descubierto la pista de la calle de San Opropio? -preguntó vivamente Rotondo.

-No estoy seguro; mas andan tras ella con mucha fe. Pero ha de saber usted que hay un alguacil que ha prometido llevarle a usted esta noche entre sus uñas a la cárcel de Villa.

-¿A mí? -dijo Rotondo sonriendo con desdén.

-Sí, eso lo he sabido en la taberna de la calle de Mira el Río... y a fe que me costó más de tres cuartillos de vino averiguar quién era ese guapo. ¡Ay, Sr. D. Buenaventura, después dirá usted que gasto mucho! No sabe usted lo que cuesta descubrir esas y otras cosas, tales como las que voy a decir.

-¿Qué?

-También sé el sitio donde le echarán a usted el anzuelo. No es la calle de San Opropio.

-¿Dónde, dónde como?

-No es donde come, ni donde cena, ni donde charla, ni donde conspira, sino donde duerme.

-¡En casa de...! -exclamó D. Buenaventura con el mayor asombro.

-¡En casa de...! -dijo Cárdenas no menos estupefacto.

-¿Y cómo saben que duermo allí?

-Ahí verá usted. El alguacil piensa cogerle a usted por sorpresa, sin resistencia alguna, entregado por las mismas personas en quienes usted tiene depositada toda su confianza.

-¡Por ella!... -dijo con violencia el Sr. de Rotondo-. Eso es imposible.

-Eso es imposible -repitió Cárdenas.

-En fin, de todos modos, ya usted está prevenido, y puede escurrir el bulto.

-No, ella no puede... -murmuró D. Buenaventura muy preocupado y meditabundo-. Y si fuera capaz la abriría en canal.

Para conocimiento de los sucesos que han de venir es preciso que el lector sepa dónde dormía el Sr. D. Buenaventura, lo cual será asunto del siguiente capítulo.