El anillo de amatista: XXIV
Llevada por un coche de punto, entre la difusa claridad del anochecer brumoso, la señora de Bonmont iba de nuevo, con el corazón angustiado, a ver a su Rara y a recoger el anillo de amatista, temerosa de algún percance. Cuando el coche, después de pasar el puente de Europa, se detuvo frente a la puerta del amado, la señora de Bonmont vio el paseo ennegrecido por una muchedumbre de levitas y sombreros de copa.
Notábase cierto ir y venir, semejante al que producen las mudanzas y los entierros. Varios hombres metían en un coche carpetas y legajos, otros bajaban una maleta; y la señora de Bonmont reconoció el viejo cofre lleno de papel sellado, en el cual su Rara había hundido tantas veces y tan furiosamente los brazos velludos y su cabeza, a menudo congestionada.
Habíase quedado inmóvil, sorprendida, hecha un hielo, cuando la portera, desgreñada, se le acercó para decirla al oído:
—¡No entre! ¡Huya lo antes posible, sin que la vean! Ahí están el juez, el comisario, la Policía; recogen los papeles del señorito, y lo han sellado todo.
El coche se llevó a la señora de Bonmont, anonadada. En el abismo donde iba despeñándose al desprenderse de su inasequible amor, pensó, sin poderlo remediar:
"Y el anillo de monseñor Ouitrel, ¿también estará bajo sello?"