El anillo de amatista: XXII

El anillo de amatista
de Anatole France
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XXII

Después de despedir su coche, la señora de Bonmont se hizo conducir en uno de plaza a la calle del barrio de Europa, donde era feliz con su Rara, entre el ruidoso traqueteo de los camiones y los silbidos de las máquinas.

Hubiera preferido jardines; pero no se ama siempre bajo los mirtos al murmurio de las fuentes. Por las calles, donde se encendían las luces entre la bruma de la noche, la señora de Bonmont tenía pensamientos tristes. En verdad se alegraba de que hubieran nombrado al padre Guitrel obispo de Tourcoing; pero esta satisfacción no era suficiente para llenar su alma. Rara la entristecía con su humor sombrío y sus apetitos feroces.

Ya iba, temblorosa, a sus citas, cuya hora esperaba en otro tiempo con tanto ardor. A pesar de ser por naturaleza confiada y tranquila, temía ya por él y por sí misma peligros ocultos, una catástrofe, un escándalo. El estado moral de su amante, que nunca le satisfizo, habíase agravado de pronto. Desde el suicidio del coronel Henry, Rara se puso insufrible. La sangre, envenenada, le roía la piel como el vitriolo, y señalaba su frente, sus párpados, sus mejillas. Por razones desconocidas, cuya oscuridad no penetraba, su idolatrado no compareció en los últimos quince días por la casa que había elegido frente a Moulin-Rouge, su domicilio legal; y recibía las cartas de las visitas en el entresuelito alquilado por la señora de Bonmont con bien distinto propósito.

Subía, lenta y tristemente. la escalera; en el umbral de la puerta su corazón tuvo la esperanza de encontrar a su Rara delicioso de los primeros tiempos. Pero ¡aquella esperanza era engañadora! La recibió con palabras amargas.

—¿Por qué vienes? ¡Tú también me desprecias!

Ella protestó.

Era cierto que no le despreciaba, que le adoraba con su alma de cierva enamorada. Posó en los bigotes de su amigo sus labios pintados —y deliciosos, a pesar de los afeites—, lo abrazó, sollozante; pero su Rara la rechazó y se puso a medir furiosamente, con grandes zancadas, los dos gabinetes azules.

Ella desenvolvió, sin ruido, el paquetito de pasteles que llevaba, y con voz triste, en la que no resplandecía ninguna esperanza:

—¿Quieres un baba? Tienen kirsch, como a ti te gustan.

Le alargó el baba entre dos dedos finos y azucarados.

Pero él no se dignó ver ni oir nada, y prosiguió su paso monótono, feroz.

Ella entonces, con los ojos inundados de lágrimas y el pecho rebosante de suspiros, levantó el velo tupido y negro que la cubría el rostro, y empezó a comer un pastel de chocolate en el silencio de la inmovilidad.

No sabiendo qué decir ni qué hacer, sacó del bolsillo un estuche que acababa de recoger en casa de su joyero, y mostró a Rara el anillo episcopal, mientras le decía tímidamente:

—Mira el anillo del padre Guitrel. Es bonita la piedra, ¿eh? Una amatista de Hungría. ¿Crees que le gustará?

—¡Me importa un bledo! —contestó Rara.

Desolada, dejó el estuche sobre la mesa.

El había recobrado el curso de sus ideas ordinarias, y exclamó:

—¡No hay remedio! ¡He de reventar a uno!

Ella lo miraba con expresión de duda, y reflexionó que prometía matar a todo el mundo; pero que no mataba a nadie.

Adivinó Rara este pensamiento de su querida, y mostróse terrible:

—¡Ya sabía yo que me desprecias!

Poco faltó para que le pegase. Ella lloró mucho, y él se dulcificó al presentarle un cuadro terrible de su situación pecuniaria.

Ella sintióse conmovida, pero no entraba en sus costumbres dar dinero a un amante, y por temor a que huyera si la facilitaba recursos.

Salió del entresuelo azul tan dolorida y trastornada, que dejó olvidado en el tocador el anillo de amatista.