El anillo de amatista: XII
Aquella noche, el señor Leterrier quiso hacer una visita al señor Bergeret.
Al oir el campanillazo del rector, Riquet saltó de la butaca que compartía con su amo, para ladrar terriblemente frente a la puerta, y cuando el señor Leterrier entró en el despacho, el perro le recibió con gruñidos hostiles... Aquella figura corpulenta y aquel rostro serio, abotagado, con un collar de barba gris, no le inspiraban confianza.
—¡También tú! —exclamó con suavidad el rector.
—Dispénsele usted —dijo el señor Bergeret—. No muerde. Al instruir los hombres a la raza canina le impusieron el carácter que este animalito ha heredado, porque suponían enemigo al forastero. No enseñaban a los perros la caridad del género humano. Las ideas de fraternidad universal, muy posteriores entre los hombres, no han penetrado aún en el alma de Riquet, que representa un estado antiguo de las sociedades.
—Un estado muy antiguo —dijo el rector—, porque ahora vivimos todos en paz, compartiendo la concordia y la justicia.
Así hablaba el rector, irónicamente, cosa desacostumbrada en él; pero en poco tiempo había renovado su repertorio de ideas y de palabras.
Riquet ladraba y gruñía; esforzábase para detener al intruso, resuelto a espantarle con el horror de su mirada y de su voz; pero retrocedía a la par que el adversario avanzaba. Cumplía su misión de guardián, sin prescindir de su prudencia.
Impacientado, su amo lo alzó del suelo, cogiéndolo por la piel del pescuezo y le dio algunos cachetes en el hocico.
Riquet cesó en el acto de ladrar y agitó el rabo cariñosamente, mientras sacaba la lengua para lamer la mano que le castigaba. Sus hermosos ojos inundáronse de tristeza y de dulzura.
—¡Pobre Riquet! —suspiró el señor Leterrier—. Así pagan tu vigilancia exquisita.
—Es necesario interpretar sus ideas —dijo el señor Bergeret, mientras empujaba al perro detrás del sillón—-. Ahora sabe que se ha equivocado al recibir a usted de mala manera. Riquet sólo conoce una clase de mal: el sufrimiento; y una clase de bien: la ausencia de sufrimiento. Identifica el crimen y el castigo de tal modo, que para él una acción que se castiga es una mala acción. Cuando por descuido le piso una pata, se reconoce culpable y me pide perdón. Las ideas de lo justo y de lo injusto no embrollan su infalible juicio.
—Semejante criterio le evita las angustias que ahora sufrimos —adujo el señor Leterrier.
Desde que había firmado la protesta llamada "de los Intelectuales", el señor Leterrier vivía en permanente sorpresa. Expuso con absoluta sinceridad sus convicciones en una carta que publicaron los periódicos de la región, porque no comprendía el odio implacable de los que le llamaban judío prusiano, intelectual y traidor. Extrañábale también que Eusebio Boulet, redactor de El Faro, le tratara todos los días de mal patriota y enemigo del Ejército.
—¿Lo creerá usted? —exclamó—; se han atrevido a imprimir en El Faro que ultrajo al Ejército. ¡Ultrajar al Ejército yo, que tengo un hijo soldado!
Los dos profesores hablaron detenidamente del asunto. Y el señor Leterrier, cuya alma era cristalina, dijo:
—No concibo que se mezclen de tal modo con el proceso los intereses políticos y las pasiones de sectario. La justicia debiera imponerse a todos, porque se trata de una cuestión moral.
—Sin duda —respondió el señor Bergeret—; pero usted no se asombraría tan fácilmente si pensara que la muchedumbre siente pasiones violentas y sencillas, que es inaccesible al razonamiento, que pocos hombres saben conducir su espíritu en las investigaciones difíciles, y que para descubrir la verdad en este asunto hemos necesitado una atención sosienida, la firmeza de una inteligencia experimentada, la costumbre de examinar metódicamente los hechos, y bastante sagacidad. Estas disposiciones ventajosas y la satisfacción de reconocer lo justo valen la pena de sufrir algunas injurias despreciables.
—¿Cuándo terminará todo? —preguntó el señor Leterrier.
—Dentro de seis meses, dentro de veinte años o nunca —respondió el señor Bergeret.
—¿Hasta dónde llegarán? —preguntó el señor Leterrier—. Scelere velandum est scellus. Esto me angustia, amigo mío; me angustia.
Decía verdad. Su fuerte máquina de animal moral desquiciábase, presa de la fiebre y de los dolores hepáticos.
Por centésima vez expuso las pruebas que había logrado reunir en sus investigaciones minuciosas, con toda la pulcritud de su conciencia serena. Estableció las causas del error que aparecía a través de tantos velos sobrepuestos; y seguro de su raciocinio preguntaba con energía:
—¿Qué pueden objetarme?
Llegaban a este punto de su conversación cuando les interrumpió un tumulto producido en la plaza.
Riquet levantó la cabeza y miró en torno suyo con inquietud.
—¿Qué sucede? —preguntó el señor Leterrier.
—Nada —respondió Bergeret—. Es Pecus.
Era realmente un grupo de ciudadanos que lanzaban ensordecedores gritos.
—Me parece que vociferan: "¡Muera Leterrier!" —dijo el rector—. Habrán advertido mi presencia en esta casa.
—También lo creo —dijo el señor Bergeret—. Y me figuro que pronto vocearán: "¡Muera Bergeret!" Pecus está nutrido con mentiras muy viejas. Su aptitud para el error es considerable. Siéntese incapaz de vencer con razonamientos los prejuicios hereditarios, y conserva prudentemente los errores de sus abuelos. Esta instintiva previsión le preserva contra otros errores, que le serían más perjudiciales. Se atiene a las mentiras sancionadas. Es imitador; y lo sería más aún si no deformara involuntariamente lo que copia. Estas deformaciones producen lo que se llama progreso. Pecus no reflexiona, por lo cual es injusto decir que yerra; pero todo le engaña y la vida es miserable. Nunca duda, porque la duda es un efecto de la reflexión. Sus ideas varían sin cesar, y a veces pasa de la estupidez a la violencia. No tiene ningún punto de vista superior, pues todo lo que sobresale se le escapa y no puede retenerlo; pero divaga, languidece, sufre. Hay que sentir por él una profunda y dolorosa simpatía. Hasta conviene venerarle, porque de él emanan las virtudes, las bellezas, las glorias de la Humanidad. ¡Pobre Pecus!
Así hablaba el señor Bergeret. Una piedra lanzada con brío rompió un cristal y entró en la estancia.
—Es un argumento —dijo el rector, y cogió la piedra.
—Es romboidal —dijo el señor Bergeret.
—No tiene inscripción alguna —dijo el decano.
—¡Qué lástima! —repuso el señor Bergeret—. El comendador Aspertini ha encontrado en Módena balas de fronda, que fueron lanzadas el año cuarenta y tres antes de nuestra Era por los soldados de Hirtio y de Pansa contra los partidarios de Octavio. Aquellas balas llevaban inscripciones, en las que se indicaba la parte del cuerpo donde pretendían herir. El señor Aspertini me enseño una dedicada a Libia. Le dejo a usted adivinar las intenciones de aquel mensaje conforme al humor de los soldados.
Su voz fue dominada por los gritos de "¡Muera Bergeret!" "¡Mueran los judíos!"
El señor Bergeret temó la piedra de manos del rector y la colocó sobre su escritorio a manera de pisapapeles. Luego, cuando pudo hacerse oir, prosiguió su discurso:
—Después de la derrota de los dos cónsules antonianos, en Módena se cometieron maldades horribles. No se puede negar que desde entonces las costumbres se han dulcificado mucho.
Entretanto la multitud rugía y Riquet replicaba con sus alaridos feroces.