El anillo de amatista: XI

El anillo de amatista
de Anatole France
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XI

A la luz matinal animaban el cuartel los que, prestando servicio, barrían el suelo y limpiaban los caballos.

En el fondo del patio, vestido con su puerca blusa y sus pantalones de lienzo, el soldado Bonmont, en compañía de los soldados Cocot y Brinqueballe, mondaba patatas, en pie ante un perol lleno de agua. De cuando en cuando, un pelotón, mandado por un sargento, bajaba tumultuosamente por una escalera y al pasar esparcía el invencible gozo juvenil; pero lo más expresivo de la instrucción militar de aquellos hombres era el paso, un paso abrumador y trabajoso, una marcha pesada y sonora. A cada instante aparecían los furrieles envanecidos, llevando debajo del brazo carpetas y cuadernos pequeños y grandes, variados y múltiples.

Los soldados Bonmont, Cocot y Brinqueballe pelaban patatas y las echaban en el perol; cruzábanse pocas palabras, reveladoras, en términos groseros, de ideas muy sencillas. Y el soldado Bonmont meditaba.

Ante su vista, y al otro lado de la verja que cerraba el patio del monumental cuartel, extendíase un círculo de colinas, donde las casas blancas resplandecían con el sol de la mañana entre las copas violáceas de los árboles.

Actrices y mozas, atraídas por el soldado Bonmont, vivían allí. Una bandada de mujeres galantes, de logreros, de periodistas deportivos y militares, de chalanes, de mediadores, de alcahuetas y sablistas, habíanse posado en torno del cuartel donde el adinerado recluta estaba de servicio. Al mondar las patatas hubiera podido enorgullecerse de reunir, tan lejos de París, una sociedad tan parisiense; pero como ya conocía por experiencia el mundo y los hombres, aquella gloria no le halagaba.

Sentíase taciturno y pensativo. Acosábale sólo un deseo: conseguir el botón de los Brecé. Lo deseaba con la violencia hereditaria, con una energía semejante a la que demostró el barón en la conquista de todas las cosas, de los cuerpos y de las almas; pero no con la inteligencia clara y profunda, ni con el genio de su enorme padre. El mismo se consideraba inferior a sus riquezas, esto le hacía sufrir, y aumentaba su malignidad.

Meditaba:

"Sólo conceden el botón a los duques y a los pares; no lo dudo; pero también es cierto que los Brecé viven entre americanos y judíos. Yo valgo tanto como ellos."

Arrojó violentamente en el perol una patata pelada. Y el soldado Cocot, entre una blasfemia y una risotada, exclamó:

—¡Bueno! ¡Derrama el caldo! ¡Maldita sea...!

A Brinqueballe le divirtió mucho aquello, porque su alma era sencilla y humilde su condición. Se regocijaba pensando en volver pronto a casa de su padre, guarnicionero en Ceyaux.

"Guitrel, ese viejo hipócrita, no hará nada en favor mío —pensaba el soldado Bonmont—. Es muy inteligente Guitrel, más inteligente de lo que yo hubiera creído: me ha impuesto condiciones. Mientras no sea obispo no hablará de mis propósitos a sus amigos los Brecé. ¡Se las busca el muy pillo!"

—Bonmont —dijo Brinqueballe—, no eches las mondaduras en el perol.

—No deben echarse —adujo Cocot.

—No estoy de semana —respondió Bonmont.

De este modo hablaban aquellos tres hombres, porque allí eran iguales.

Y Bonmont reflexionaba:

"Puedo prescindir de Guitrel. Hay muchos otros que, si es preciso, pedirán el botón para mí. Primero, Terremondre. Frecuenta la casa de los Brecé; pertenece a una familia de rancia nobleza; discurre bien...; pero no es serio. Terremondre: bambolla, todo bambolla; no tiene influencia; prometerá mucho y no hará nada. No puedo dirigirme al cura Traviés, que anda de ojeo con el cazador furtivo Rivoire. Tampoco el general Cartier de Chalmot... Y éste lo conseguiría solamente con abrir la boca...; pero es un vejestorio que no me puede ver."

Al soldado Bonmont le sobraban motivos para pensar así. El general repetía con frecuencia: "Si Bonmont estuviese a mis órdenes, ya le haría yo andar derecho." En cuanto a la generala Cartier de Chalmot, sentíase indignada con él desde que le oyó decir en un baile: "En todo lo que no implica sentimentalismo amoroso, mamá es una frivola intolerable." De manera que el joven Bonmont no iba equivocado al suponer que no estaban dispuestos a favorecerle ni el general ni la generala.

Buscó en su memoria quién pudiera servirle para lograr lo que Guitrel le regateaba. ¿El señor Lerond? Era demasiado prudente. ¿Santiago de Courtrai? Estaba en Madagascar.

El joven Bonmont suspiraba desalentado, pero al pelar su última patata ocurriósele una idea feliz:

"¿Por qué no intrigo para que le concedan a Guitrel su mitra?... ¡Estaría bueno!" Y mientras cuajaba esta idea en su cerebro, estallaron varias imprecaciones cerca de sus oídos.

—¡Rediós..., rediós!... ¡Maldita sea la...! —exclamaban a un tiempo los soldados Brinqueballe y Cocot bajo una lluvia repentina de hollín, que caía sobre ellos, en torno de ellos y dentro del perol, embadurnaba sus dedos y ennegrecía las patatas, pálidas poco antes como bolas de marfil.

Levantaron la cabeza para descubrir la causa del mal, y vieron, a través de la negra lluvia, que unos compañeros desmontaban sobre el tejado un ancho tubo de chimenea y sacudían con violencia el hollín. Cocot y Brinqueballe exclamaron a dúo:

—¡Eh! ¡A ver si acabáis!

Y lanzaron a los camaradas del tejado todas las imprecaciones que pueden brotar de un alma inocente y sincera; sencillas injurias que demostraban un desagrado profundo y esparcían por el patio del cuartel voces prolongadas, de acento picardo y borgoñón. El minúsculo bigote del sargento Lafille apareció sobre el alero del tejado, y con voz agria pronunció estas palabras, en medio de un profundo silencio:

—¡Eh!, vosotros; los de abajo, ¡tres días!... ¿Comprendéis? ¡Tres días de calabozo!

Brinqueballe y Cocot permanecieron anonadados bajo los golpes de la fatalidad y de la ley. El soldado Bonmont, su semejante, pensaba:

"Puedo improvisar un obispo fácilmente. Me bastaría decírselo a Huguet."

Huguet era entonces presidente del Consejo. Dirigía un Gabinete moderado, con el apoyo de las derechas. Huguet, al formarlo, había tranquilizado a los capitalistas, y su acierto le daba serenidad, confianza en sí mismo y algo de orgullo. Habíase reservado la cartera de Hacienda, y recibió felicitaciones por haber fortalecido el crédito público, quebrantado por su predecesor radical.

Huguet no fue siempre un hombre de Estado, como lo era entonces. Radical y hasta revolucionario, en su juventud laboriosa sirvió de secretario al difunto barón de Bonmont, por quien publicaba libros y dirigía periódicos. Era entonces demócrata y místico en cuestiones de Hacienda; el barón se lo exigía. Aquel prudente señor, ocupado en conciliar las fracciones avanzadas del Parlamento, agradecía que lo creyeran generoso y hasta un poco iluso; hizo elegir a su secretario diputado por Montil; Huguet le debía cuanto era.

Y el joven Bonmont, bien enterado, pensaba:

"Con indicárselo a Huguet..."

Lo pensaba, pero no lo creía, seguro de que el señor Huguet, presidente del Consejo, evitaba cuidadosamente todo encuentro con el soldado Bonmont, y tampoco sufría con paciencia que le recordaran sus antiguas concomitancias con el barón muerto en la impopularidad, muy oportunamente, cuando se alzaba en torno suyo un sordo rumor de escándalo.

El soldado Bonmont discurría con bastante cordura:

"He de poner en juego a otras personas."

Para reflexionar más cómodamente sentóse en el suelo, cerca de la bomba, entregándose a un íntimo y grave soliloquio. Todos aquellos a quienes juzgaba en condiciones de disponer del báculo y de la mitra, desfilaron procesionalmente por su evocadora imaginación. Monseñor Charlot, el señor Goulet, el prefecto Worms-Clavelin, la señora de Worms-CIavelin, el señor Lacarelle; todos éstos y muchos más. Libróle de su ensimismamiento el soldado Jouvencie, licenciado en Derecho, que hizo funcionar la bomba y le soltó un chorro de agua en el cogote.

—Oye, Jouvencie —dijo Bonmont, imperturbable, mientras se frotaba con el pañuelo para secarse—, ¿de qué cosa es ministro Loyer?

—¿Loyer? De Instrucción Pública y de Cultos —respondió Jouvencie.

—¿Es el que nombra los obispos?

—Sí.

—¿De seguro?

—Sí. ¿Por qué?

—Por nada —dijo Bonmont. Y en su fuero interno exclamó:

"¡Ya tengo lo que necesito!... La señora de Gromance."