El anillo de amatista: VIII
Murió el presidente de la Audiencia, señor Cassignol, a los noventa y dos años, y fue llevado a la iglesia en el coche de los pobres, conforme a su expresa y decidida voluntad. Esta disposición testamentaria produjo mal efecto, y la comitiva sintióse agraviada íntimamente, considerando inoportuno aquel desprecio de la riqueza, merecedora del respeto público, y aquel ostensible abandono de privilegios inherentes a las clases elevadas. Recordaban que el señor Cassignol había mantenido su casa muy decorosamente y que había mostrado, hasta en su ancianidad, una severa corrección en el vestir. Aun cuando lo vieron sin cesar entretenido en obras piadosas, nadie supuso que, según las palabras de un orador cristiano, amaba a los pobres hasta el punto de asemejarse a ellos. Lo que no atribuían a una exaltada caridad, juzgábanlo paradoja de orgullo, y veían sin entusiasmo aquella humildad soberbia.
Lamentaban que el difunto caballero de la Legión de Honor dejara dispuesto que no se le tributasen honores militares. La exaltación de los ánimos creada y sostenida por los periódicos era tal, que la muchedumbre se dolía francamente de no ver la guarnición sobre las armas. El general Cartier de Chalmot. vestido de paisano, recibió ur. saludo reverente de la comisión de abogados. Casi toda la magistratura y una lucida parte del clero se agrupaban ante la casa mortuoria. Mientras doblaban tristemente las campanas, avanzó con lentitud el coche fúnebre hacia la catedral, precedido por la cruz y los cantos litúrgicos, entre las tocas blancas de doce religiosas seguidas por los niños y niñas de las escuelas congregacionistas, cuya fila gris y negra se prolongaba hasta perderse a lo lejos.
Entonces apareció claramente la significación de aquella larga vida consagrada al triunfo de la Iglesia católica. El pueblo entero seguía en masa. El señor Bergeret formaba también parte del cortejo, entre los más humildes. Mazure se acercó a él, y le dijo en voz baja:
—Ya sabía yo que el viejo Cassignol era en vida un terrible sectario, ¡pero nunca pensaría que fuese tan clerical! Figuraba entre los liberales.
—Y lo era —respondió el señor Bergeret—. Tenía que serlo, puesto que aspiraba a la dominación. ¿No es la libertad el camino que más derechamente conduce al imperio?... Mi querido Mazure, me asombra su inocencia.
—¿Cómo? —exclamó el archivero
—Simpatiza usted con la multitud, y es bastante crédulo para no advertir sus burlas. Así, conserva su lugar en la procesión de los engañados triunfantes.
—¡Oh!, si pretende usted hablar del proceso —dijo con entereza el señor Mazure—, le anticipo que no seremos nunca de la misma opinión.
—Bergeret, ¿conoce usted a ese cura? —preguntó el doctor Fornerol, mientras le señalaba con los ojos a un sacerdote ágil y ventrudo que se escurría entre la muchedumbre.
—El padre Guitrel —dijo el señor Bergeret—. ¿Quién no conoce al padre Guitrel y a su criada? Le atribuyen aventuras muy corrientes, porque ya las sazonaron en sus cuentos La Fontaine y Boccaccio. Lo cierto es que la criada del señor Guitrel tiene la edad canónica. A este sacerdote, que será pronto obispo, se le atribuye una frase que ha de interesarles a ustedes, y por eso la repito ahora: "Como el siglo dieciocho puede llamarse el siglo del crimen, el siglo diecinueve podrá ser llamado el siglo de la expiación." ¡Eh! ¿Y si el padre Guitrel acertara?
—No —respondió el archivero—. El número de espíritus emancipados aumenta de día en día. La libertad de conciencia quedó para siempre redimida. El imperio del saber científico está consolidado; pero temo un desquite de los clericales, porque las circunstancias favorecen la reacción; esto me preocupa. No soy como un dilatante; amo la República, y mi amor es inquieto y huraño.
Discurrían de tal modo cuando ya llegaban al atrio de la catedral. Sobre las cabezas calvas, canosas o negras, por los ventanales abiertos escapaban de la sombra cálida los acordes del órgano y el olor a incienso.
—Yo no entro ahí —dijo el señor Mazure.
—Yo entraré un momento —dijo el señor Bergeret—. Me uustan las ceremonias del culto.
Cuando entraron, el Dies ira desplegaba sus amplias fórmulas. El señor Bergeret estaba detrás del señor Laprat-Teulet.
En el lado del Evangelio, reservado a las mujeres, veía la blancura de la señora de Gromance realzada por un vestido negro, y en sus ojos como flores no se traslucía ninguna idea; tal vez por esto la juzgaba el señor Bergeret más apetecible. El sochantre lanzó con voz potente a la extensa nave una estrofa del cántico de los muertos:
Et Mariam absolvisti
mihi quoque spem dedisti.—¿Oye usted, Fornerol? —dijo el señor Bergeret—. Qui latronem exaudisti. "Tú, que has perdonado a un ladrón y absuelto a una pecadora, también a mí me diste la esperanza." Hay, sin duda bastante grandeza en este lenguaje lanzado sobre una asamblea; y se lo debemos a esos visionarios austeros y amables de los Abruzos, a esos humildes servidores de los pobres, locos bondadosos que renunciaban las riquezas para escapar a los odios que las riquezas incuban. ¡Malos economistas eran los compañeros de San Francisco! El señor Meline los despreciaría profundamente si por casualidad oyese hablar de ellos.
—¡Ah! —dijo el doctor—. ¿Los compañeros de San Francisco pudieron prever de qué modo se formaría esta techumbre?
—Creo que se rimó el Dies irce en un convento franciscano del siglo trece —dijo el señor Bergeret—. Será necesario que consulte respecto a este punto a mi noble amigo el comendador Aspertini.
El oficio de difuntos acabó.
Siguieron al coche que conducía al cementerio los despojos mortales del magistrado. El señor Mazure, el doctor Fornerol y el señor Bergeret cambiaban impresiones.
Al pasar delante de la casa de la reina Margarita:
—La escritura está firmada —dijo el archivero Mazure—. Terremondre, poseedor de la antigua morada de Felipe Tricouillard, instala aquí sus colecciones con el propósito de favorecer más adelante a la ciudad vendiéndoselas muy caras. Ya se sabe también que Terremondre presenta en Seuilly su candidatura como republicano progresista, y no es difícil suponer de qué modo procurará el progreso de la República. Es un resellado.
—¿No le apoya el Gobierno? —preguntó el señor Bergeret.
—Le apoya el prefecto y le combate el subprefecto —respondió el señor Mazure—. El subprefecto de Seuilly obedece los mandatos del presidente del Consejo, y el prefecto Worms-Clavelin sigue las ilustraciones del ministro del Interior.
—¿Ven ustedes esta tienda? —preguntó el doctor Fornerol.
—¿La tintorería de la viuda Leborgne? —dijo el señor Mazure.
—Precisamente —replicó el doctor Fornerol—; el marido murió de un modo muy singular hace dos meses. Murió de miedo, así como suena, por inhibición, al ver un perro al cual supuso rabioso, y que no lo era en realidad.
El doctor Fornerol expuso diversas muertes de hombres y mujeres, observadas en el ejercicio de su profesión.
A pesar de ser librepensador, ante la idea de la muerte espoleó al señor Mazure un invencible deseo de sentirse un alma inmortal.
—No creo una palabra —dijo— de lo que enseñan las diversas iglesias que se reparten hoy el dominio espiritual de los pueblos. Sé muy bien cómo se elaboran, se forman y se transforman los dogmas. Pero ¿por qué no ha de haber en nosotros un principio razonador, y por qué este principio no ha de sobrevivir a la asociación de los elementos orgánicos que reciben el nombre de "vida"?
—Quisiera preguntarle —dijo el señor Bergeret— lo que es un principio razonador; pero quizá le moleste.
—De ningún modo —contestó el señor Mazure—. Llamo así a la causa del pensamiento, y si lo prefiere usted, al pensamiento mismo. ¿Por qué no ha de ser inmortal?
—Sí; ¿por qué? —preguntó a su vez el señor Bergeret.
—Esta suposición no la considero absurda —dijo el señor Mazure, alentado.
—¿Y por qué —preguntó el señor Bergeret— un señor Dupont no habitará en la casa de las Tintelleries que tiene el número treinta y ocho? Esta suposición no es absurda. El nombre de Dupont es muy frecuente en Francia, y la casa que digo tiene tres pisos.
—No habla usted con seriedad —dijo el señor Mazure.
—Yo soy espiritualista en cierto modo —dijo el doctor Fornerol—. El espiritualismo es un agente terapéutico que no es posible desatender en el estado actual de la Medicina. Toda mi clientela cree en la inmortalidad del alma, y no admite ninguna broma sobre el particular. Las gentes de las Tintelleries, como las de todas partes, quieren ser inmortales. Se les daría un disgusto diciéndoles que quizá no lo son. ¿Ven ustedes a la señora Pechin, que sale de la verdulería con tomates en su cesta? Si la dijeran ustedes: "Señora Pechin, disfrutará usted de las felicidades celestes durante millares de siglos, pero no es usted inmortal; durará usted más que las estrellas; durará usted aun después de haberse convertido las nebulosas en soles y después de extinguirse aquellos soles; en la inconcebible duración de las edades vivirá usted sumergida en las delicias de la gloria; pero no será usted inmortal, señora Pechin"; si le hablaran ustedes así, no supondría que le daban una buena noticia, y aun cuando tales razonamientos pudieran reforzarse con pruebas comprensibles para la señora Pechin, se desconsolaría y se abatiría en la mayor desesperación; la pobre vieja comería sus tomates entre lágrimas. La señora Pechin quiere ser inmortal; todos mis enfermos quieren ser inmortales; usted, señor Mazure, y hasta usted mismo, señor Bergeret, quieren ser inmortales. Ahora les confesaré que la inestabilidad es el carácter esencial de las combinaciones que producen la vida. La vida, ¿me permite que se la defina científicamente? Es lo desconocido que se va a la m...
—Confucio —dijo el señor Bergeret— era un hombre muy razonable. Al preguntarle su discípulo Kilou cómo había que servir a los espíritus y a los genios, el maestro respondió: "Si el hombre no está dispuesto aún para servir a la Humanidad, ¿cómo puede servir a los genios y a los espíritus?" "Permitidme —añadió el discípulo— que os pregunte: ¿Qué es la muerte?" Y Confucio respondió: "Cuando no se sabe qué es la vida, ¿cómo ha de saberse lo que es la muerte?"
El cortejo seguía la calle Nacional y pasaba frente a la Universidad. El doctor Fornerol recordó los días de su infancia, y dijo:
—Hice aquí mis estudios; ha pasado ya mucho tiempo desde entonces. Soy más viejo que ustedes; dentro de ocho días cumpliré cincuenta y seis años.
—¿Verdaderamente quiere ser inmortal la señora Pechin? —preguntó el señor Bergeret.
—Está segura de serlo —dijo el doctor Fornerol—. Si le dijera usted lo contrario, no lo creería, y le guardaría rencor.
—¿No la extraña —preguntó el señor Bergeret— ser permanente? ¿No se cansa de alimentar sus esperanzas desmedidas? Tal vez no ha meditado mucho sobre la naturaleza de los seres y sobre las condiciones de la existencia.
—¡Claro! —dijo el doctor—. ¿Y a usted le sorprende, querido Bergeret? Esa mujer tiene religión. Su inteligencia no alcanza a más. Ha nacido en un país católico, y, por tanto, es católica. Cree lo que la enseñaron, y hace bien.
—Doctor, habla usted como Zaira —dijo el señor Bergeret—. "Si yo hubiera estado cerca del Ganges..." Además, la creencia en la inmortalidad del alma es común en Europa, en América, en parte del Asia, y se extiende por Africa con los productos de nuestras industrias.
—Tanto mejor —dijo el médico—. Es necesaria para la civilización. Sin ella, los desdichados no se resignarían con su suerte.
—Sin embargo —dijo el señor Bergeret—, los chinos trabajan por un corto salario, son pacientes, resignados; y no son espiritualistas.
—Porque son de raza amarilla —dijo el doctor Fornerol—. Las razas blancas tienen menos resignación. Conciben un ideal de justicia y de elevadas esperanzas. El general Cartier de Chalmot no se equivoca al decir que la creencia en una vida futura es necesaria a los ejércitos; y es también muy útil en todas las transacciones sociales; sin el miedo al infierno habría menos honradez.
—Doctor —preguntó el señor Bergeret—, ¿cree usted que resucitará?
—Yo soy diferente —respondió el médico—. No tengo necesidad de creer en Dios para ser un hombre honrado. En materia religiosa, como sabio, lo ignoro todo; y como ciudadano, lo creo todo; soy católico del Estado. Creo que las ideas religiosas son esencialmente moralizadoras, y contribuyen a infundir en el pueblo sentimientos humanitarios.
—Es una opinión muy general —dijo el señor Bergeret—. Me inspira desconfianza por su misma generalidad. Las opiniones comunes pasan sin examen. Con frecuencia, si fuesen meditadas, no se admitirían; ocurre con ellas como con aquel aficionado a espectáculos que durante veinte años entró en la Comedia Francesa diciendo a los porteros: "El difunto Scribe." Un derecho de entrada, así justificado, no soportaría el examen. Pero no lo examinaban. ¿Cómo puede pensarse que las ideas religiosas son esencialmente moralizadoras, cuando se ve que la historia de los pueblos cristianos es un tejido de guerras, de asesinatos y de suplicios? Afirman ustedes que hay mucha piedad en los monasterios, y, sin embargo, todas las clases de frailes, blancos y negros, píos y capuchinos, se han manchado con los crímenes más execrables. Los agentes de la Inquisición y los curas de la Liga eran religiosos y fueron crueles. No hablo de los Papas que ensangrentaron el mundo, Porque no es seguro que creyeran en otra vida. La verdad es que los hombres son animales dañinos, y siguen siéndolo cuando esperan pasar de este mundo a otro, lo cual no es razonable si se discurre bien. De todos modos, no imagine usted, doctor, que niego a la señora Pechin el derecho a creerse inmortal. Hasta me atrevería a asegurarle que no padecerá un desencanto al salir de esta vida. Una ilusión arraigada tiene los atributos de la verdad, y sólo sufren engaños los desensañados.
La presidencia del duelo había llegado al cementerio. Los tres amigos acortaron el paso.
—Señor Bergeret —dijo el doctor—, si visitara usted, como yo, a muchos enfermos diariamente, comprendería el dominio de los curas. Y a usted mismo, ¿no le sorprende algunas veces, ya que no una creencia, por lo menos un ansia incontenible de inmortalidad?
—Doctor —le contestó Bergeret—, pienso acerca de este punto, como la señora de Dupont-Delagneau. La señora de Dupont-Delagneau era ya muy vieja cuando mi padre aún era muy joven; le quería mucho, y complacíase charlando con él. Mi padre vislumbró en sus conversaciones un reflejo del siglo dieciocho, y ha referido varios rasgos de aquella señora; entre otros, el siguiente: Estaba enferma, en el campo; un sacerdote fue a visitarla, y hablóle de la vida futura. Ella le respondió, con un gesto desdeñoso, que desconfiaba del otro mundo, y dijo: "Si es obra, como usted me asegura, de quien hizo éste donde nacemos y morimos, ya sé de sobra cómo trabaja." Pues bien, doctor: siento, por lo menos, tanta desconfianza como la señora de Dupont-Delagneau.
—¿No ha soñado usted nunca —preguntó el doctor— con la inmortalidad en la ciencia, la inmortalidad en los astros?
—Insisto en el pensamiento de la señora Dupont-Delagneau. Me acongojaría mucho suponer que las constelaciones de Altair o Aldebarán se pareciesen al sistema solar; no valdría la pena del viaje. Respecto a renacer en esta bola, ¡gracias, doctor!
—¿De veras no quiere usted, como la señora Pechin, ser inmortal de una o de otra manera?
Después de reflexionarlo mucho, contestó el señor Bergeret:
—Me contento con ser eterno en mi esencia, y lo soy. En cuanto a la conciencia de que disfruto, la supongo un accidente, doctor; un fenómeno instantáneo, semejante a las burbujas que se forman en la superficie del agua.
—De acuerdo. Pero no hay que decirlo —replicó el doctor.
—¿Por qué? —preguntó Bergeret.
—Porque tales doctrinas no convienen a la muchedumbre, y es necesario hablar como todos, aun cuando no se piense como ellos; la energía de las naciones se funda en la comunidad de las creencias.
—Lo indudable —repuso el señor Bergeret— es que a los hombres animados por una fe común les parece inaplazable y necesario exterminar a los que piensan de otro modo; cuanto menor sea la diferencia de sus criterios, tanto más apremia la venganza.
—Vamos a oir tres discursos —dijo el señor Mazure.Pero el señor Mazure no acertó. Se pronunciaron cinco discursos, de los cuales nadie oyó una palabra. Los gritos de "¡Viva el Ejército!" estallaron al paso del general Cartier de Chalmot. El señor Leterrier y el señor Bergeret fueron silbados por la juventud nacionalista.