El anillo de amatista: IX

El anillo de amatista de Anatole France
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IX

Refugiados en el amplio salón, al húmedo anochecer de un día de mayo, las señoras de Brecé hacían labores de punto para niños pobres. La vieja señora de Courtrai, en pie, de espaldas a la chimenea, alzábase por detrás el vestido para calentarse las pantorrillas. El señor de Brecé, el general Cartier de Chalmot y el señor Lerond hablaban antes de comenzar su partida de whist.

El señor de Brecé abrió un periódico que había sobre la mesa, y dijo:

—Las hostilidades no se han roto aún de una manera ostensible y definitiva entre España y los Estados Unidos. General, ¿qué impresiones tiene usted acerca del resultado de la guerra? Me gustaría mucho conocer lo que opina en este asunto un militar eminente.

—Sería muy grato para nosotros —dijo el señor Lerond— enterarnos de la opinión que le merece a usted el estado de los contingentes que van a medir sus fuerzas en las Antillas y en los mares de China.

El general Cartier de Chalmot se pasó la mano por la frente, abrió mucho la boca antes de hablar, y dijo, con autoritario y militar convencimiento:

—Los americanos han cometido una lamentable imprudencia. Carecen de tropas disciplinadas y de Marina militar; por tanto, ha de serles difícil sostener la lucha con un ejército aguerrido y una marinería heroica. Sólo disponen de buenos fogoneros, de buenos mecánicos, y esto no es bastante para constituir una escuadra de guerra.

—¿Cree usted en el éxito de los españoles? —preguntó el señor Lerond.

—En principio —respondió el general— el éxito de una campaña depende siempre de circunstancias que no es posible prever; pero desde ahora podemos asegurar que los americanos no están preparados para la guerra; y la guerra exige una larga preparación.

—¡Vaya, general! —exclamó la señora de Courtrai—, díganos usted que los bandidos americanos serán derrotados.

—Su éxito es problemático —respondió el general—, y me atrevo también a decir que sería paradójico, porque sería una insolente contradicción de todos los sistemas admitidos por las naciones esencialmente militares. En efecto: la victoria de los Estados Unidos representa la crítica práctica de los principios adoptados en Europa por los tácticos de mayor competencia. Resultado semejante no es de prever ni de desear.

—¡Qué dicha! —exclamó la señora de Courtrai, golpeando con sus huesudas manos sus viejos muslos y sacudiendo sobre la cabeza, como si fuese un gorro, su cabellera gris—. ¡Qué dicha! Nuestros amigos los españoles quedarán victoriosos. ¡Viva el rey!

—¡General! —expresó el señor Lerond—, yo presto a sus palabras atención suma. El éxito militar de nuestros vecinos sería acogido favorablemente en Francia, y ¿quién sabe si determinaría en nuestro país un movimiento realista y religioso?

—Permítame usted —insistió el general— que no augure nada de lo por venir. El éxito de una campaña, como dije ya, depende de circunstancias imposibles de prever. Me limito a considerar la calidad de los elementos que luchan, y desde este punto de vista, la ventaja corresponde indiscutiblemente a España, aun cuando no disponga de bastante número de unidades navales.

—Hay síntomas reveladores —dijo el señor de Brecé— de que los americanos empiezan a arrepentirse de su temeridad. Asegúrase que están aterrorizados. Todos los días esperan ver asomar los acorazados españoles en las costas del Atlántico. Los habitantes de Boston, de Nueva York, de Filadelfia huyen en masa y se internan en el territorio. El pánico es general.

—¡Viva el rey! —exclamó con alegría salvaje la señora de Courtrai.

—¿Y la joven Honorina —preguntó el señor Lerond—, sigue como siempre favorecida por las apariciones de Nuestra Señora del Sotillo?

La duquesa viuda de Brecé respondió, algo azorada:

—Sí, señor; como siempre.

—Sería muy curioso —repuso el antiguo magistrado— que se instruyera una información acerca de las revelaciones de la niña, referentes a lo que ve y a lo que oye durante sus éxtasis.

Nadie respondió a este deseo. La señora de Brecé había intentado ya, en cierta ocasión, anotar con lápiz las frases atribuidas por Honorina a la Santísima Virgen, y tuvo que dejar de escribir, porque la niña empleó algunas palabras muy feas. Además, el cura Traviés, que andaba todas las tardes a caza de conejos por el bosque de Lenonville, sorprendía con demasiada frecuencia a Isidoro y Honorina recostados sobre un lecho de hojas secas, para que pudiera dudar aún de que aquellos mozalbetes hicieran todo el año lo que en torno suyo los animales hacían en una sola estación. El viejo cura Traviés era cazador furtivo, pero no pecaba ni por las costumbres ni por la doctrina. Sus observaciones frecuentes le permitieron afirmar que la Virgen no se le apareció a la mozuela.

Se lo dijo a las señoras de Brecé, y las dejó, si no del todo convencidas, por lo menos turbadas. Al pedir el señor Lerond detalles precisos acerca de los últimos éxtasis, tuvieron el buen acuerdo de desviar la conversación.

—Si desea usted noticias de Lourdes —indicó la duquesa viuda—, las tenemos.

—Mi sobrino —dijo el señor de Brecé— me escribe que los milagros se multiplican en la gruta y son cada vez más frecuentes.

—También se lo he oído decir a uno de mis oficiales —añadió el general—. Es un muchacho de mérito, y se maravilla de lo que ha visto en Lourdes.

—Ya sabe usted, general, que los médicos de la piscina dan testimonio de muchísimas curas milagrosas.

—No es necesaria la opinión de los médicos para creer en los milagros —dijo la señora de Brecé con ingenua sonrisa—. Tengo más confianza en la Virgen que en la ciencia.

Luego hablaron del proceso. Se admiraban de que las audacias del Sindicato de tracción quedasen impunes. El señor de Brecé expresó con gran energía este pensamiento:

—Cuando dos Consejos de guerra han sentenciado, no puede existir la menor duda.

—Ya sabe usted —dijo la señora de Brecé— que la señorita Deniseau, la iluminada del departamento, ha sabido, por conducto de Santa Radegunda, que Zola se naturalizaría italiano para no volver a Francia.

Esta profecía fue acogida con gozo.

Un criado entró el correo.

—Quizá tendremos noticias de la guerra —dijo el señor de Brecé, mientras desdoblaba un periódico.

Y entre un profundo silencio leyó en voz alta:

—"El comodoro Dewey ha destruido la escuadra española en el puerto de Manila. Los americanos no han perdido ni un hombre."

—Este telegrama causó gran abatimiento en el salón. Sólo la señora de Courtrai, resuelta y tranquila, exclamó:

—¡No es cierto!

—El telegrama —objetó el señor Lerond— es de origen americano.

—Sí —dijo el señor de Brecé—. No hay que fiarse de falsas noticias.

Todos imitaron semejante prudencia.

Sin embargo, aquella revelación súbita los entristeció. En silencio, imaginaban la escuadra bendecida por el Papa, en la que ondea el pabellón del rey católico, la que ennoblece sus proas con los nombres de la Virgen y de los santos, desmantelada, destruida por los cañones de aquellos vendedores de cerdos, de aquellos fabricantes de máquinas de coser, de aquellos herejes, sin rey, sin príncipes, sin pasado, sin patria, sin ejército.