El anillo de amatista: VI
El señor Bergeret sentía tristeza porque gozaba de la verdadera independencia, que es toda interior. Su alma era libre. Desde que se fue su esposa, también disfrutaba de la intensa dulzura que nos ofrece la soledad; y esperaba a su hija Paulina, que debía llegar pronto de Arcachón con la hermana del catedrático, vieja solterona. El señor Bergeret se prometía vivir agradablemente con su hija, muy semejante a él en ciertos rasgos de ingenio y de lenguaje, y halagaba su amor propio verla objeto de simpáticas atenciones. Se complacía con la idea de abrazar a su hermana Zoé, que no había sido nunca bonita y conservaba a través de los años una secreta predisposición a ser desagradable, pero que no carecía de ternura ni de inteligencia.
Por el momento, el señor Bergeret estaba entretenido en los cuidados de la mudanza. Colgaba de los tabiques de su gabinete, sobre la biblioteca, vistas antiguas de Nápoles y del Vesubio procedentes de una herencia; y esto le complacía, pues entre los trabajos a que puede consagrarse un hombre honrado, ninguno proporciona goces tan inmensos y tranquilos como el de clavar en las paredes. El conde Cailus, sensible a toda clase de voluptuosidades, ponía sobre todas la que se siente al abrir cajones llenos de cacharros etruscos. Hallábase el señor Bergeret colgando una vieja estampa iluminada: el Vesubio, en la noche azul, con su penacho de llamas y de humo, que le recordaba las horas de su infancia admirable y encantadora. No estaba triste, pero tampoco alegre, y le apuraba su falta de recursos, aun cuando conocía de antiguo las amarguras de la pobreza. "El dinero hace al hombre", dice muy acertadamente Píndaro. (Isth, tomo II.)
No simpatizaba con sus colegas ni con sus discípulos; tampoco simpatizaba con los habitantes de la ciudad. Sin acertar a sentir ni comprender como ellos, retraíase del trato de las gentes, y su aislamiento le privaba de la dulzura social que se filtra a través de los muros de una casa y de las puertas cerradas. Por el solo hecho de pensar era un ser extraño, inquietante, sospechoso; hasta el librero Paillot le temía, y ni siquiera en el "rincón de pergaminos y pastas viejas" hallábase a sus anchas.
Sin embargo, no estaba triste. Alineaba sus libros sobre las tablas de pino, a medida que las colocaba el carpintero, y le divertía manejar aquellos minúsculos monumentos de su vida humilde y meditabunda. Trabajaba con ardor, hasta que, rendido ya de colgar cuadros y trasladar muebles, ensimismado en cualquier libro, dudaba si debía complacerse de tal modo, puesto que un libro es una cosa humana; y se complacía por fin. Leyó algunas páginas de una obra acerca de Los progresos realizados por las sociedades modernas, y meditó:
"Seamos humildes. No nos creamos perfectos, porque no lo somos. Al contemplarnos interiormente, descubrimos que nuestro verdadero carácter es rudo y violento como el de nuestros antepasados; tal vez más; y puesto que para nosotros la tradición se conserva más arraigada cuanto más antigua, reconozcamos que nuestra ignorancia también sigue y se continúa."
Esto discurría el señor Bergeret mientras arreglaba su casa. No estaba triste, ni estaba tampoco alegre, al pensar que desearía, siempre en vano, a la señora de Gromance, y sin comprender que sólo avaloró sus méritos por las voluptuosidades que le inspiraba. Pero esta verdad filosófica no se le aparecía claramente, a causa de la turbación de sus sentidos. No era hermoso, ni joven, ni rico; y no estaba triste, porque su sabiduría se aproximaba a la bienaventurada ataraxia, sin conseguirla por completo. Distaba también de sentirse alegre, porque era sensual, y su alma no se había despojado aún de ilusiones y deseos.
Despidió a María la criada cuando le hubo llenado la casa de horror y de terror; entonces Bergeret eligió, para sustituirla, una vieja llamada Angélica, a quien los tenderos y los vendedores llamaban "la señora Borniche".
Su marido, Nicolás Borniche, buen cochero, pero muy vicioso, la había abandonado joven aún y fea. Se puso a servir, y había obedecido a diversos amos. Le quedaba de su primitiva condición una altanería indiscreta y un deseo ardiente de mangonear. Curandera, herborista y bruja, inundaba la casa con perfumes de hierbas. Su corazón, rebosante de ansiosa ternura, sentía un eterno prurito de querer y de agradar. La subyugaron, desde el primer día, el ingenio sutil y los delicados modales del señor Bergeret; pero aguardaba con inquietud a la solterona de Arcachón, temerosa de no serle grata, como lo había sido al señor Bergeret, quien, rodeado por las previsiones de su nueva criada, vivía ya libre, feliz e independiente.
En una habitación espaciosa y clara, tenía bien dispuestos, en estantes, los libros que se vieron siempre hasta entonces despreciados y arrinconados. Trabajaba plácidamente en su Virgilius nauticus, entregado a las silenciosas orgías de la meditación. Un plátano cadencioso agitaba delante de la ventana sus hojas dentadas, y más lejos, un oscuro contrafuerte de San
Exuperio alzaba su mole agrietada, en cuya parte superior crecía un cerezo, regalo de un pájaro.
Una mañana, el señor Bergeret, sentado ante su mesa, cerca de la ventana sobre la cual retemblaban las hojas del plátano, discurría de qué modo los barcos de Eneas pudieron convertirse en ninfas. Oyó rechinar la puerta y vio entrar a la criada con un cachorro envuelto en el delantal. Quedóse un momento inmóvil, indecisa, con inquietud y esperanza; luego dejó al ani- malito sobre la alfombra, a los pies de su amo.
—¿Qué es eso? —preguntó el señor Bergeret.
Erra un perrito vulgar, cruzado de zarcero, con una cabeza muy bonita, el pelo corto, el color rojizo muy oscuro y el rabo cortado a cercén. Oliscaba y se arrastraba sobre la alfombra.
—Angélica —dijo el señor Bergeret—, devuelva usted ese animalito a sus amos.
—Señor, no los tiene —respondió Angélica.
El señor Bergeret miró en silencio al perrito, que olfateaba sus zapatillas y gruñía graciosamente. El señor Bergeret era filósofo. Tal vez por esto, después de varias conjeturas, preguntó:
—¿Cómo se llama?
—Señor —respondió Angélica— este perro no tiene nombre.
Al señor Bergeret pareció contrariarle semejante respuesta; miró al animalito, desalentado y con expresión de tristeza.
Entonces el perro puso sus patas delanteras sobre una zapatilla del señor Bergeret y mordisqueó la punta. El señor Bergeret enternecióse de pronto y alzó sobre sus rodillas a la humilde criatura sin nombre. El perro lo miró, y el señor Bergeret sintióse emocionado por aquella mirada tranquila.
—¡Hermosos ojos! —dijo.
Es cierto que el perro tenía unos ojos muy hermosos, de pupilas oscuras con reflejos dorados sobre una blancura nítida. La mirada de aquellos ojos expresaba ideas sencillas y misteriosas, comunes a los animales pensativos y a los hombres sin malicia que viven sobre la tierra.
Pero fatigado quizá del esfuerzo intelectual que acababa de hacer para comunicarse con el hombre, cerró sus hermosos ojos y descubrió, en un largo bostezo, su garganta sonrosada, su lengua abarquillada y la hilera de sus dientes brillantes.
El señor Bergeret le puso la mano en el morro, y el perrito lamió. La vieja Angélica, ya tranquilizada, sonreía.
—No hay nada más curioso que este animalito —insinuó Angélica.
—El perro —dijo el señor Bergeret— es un animal reli- gioso. Salvaje, adora la luna y las claridades flotantes en el agua; son sus dioses, y por la noche les dirige grandes alaridos. Doméstico, se gana con sus caricias la voluntad de los genios poderosos que disponen de todo en la vida: los hombres. Los venera, y para honrarlos, realiza ritos que conoce por ciencia hereditaria; les lame las manos, se apoya contra sus piernas, y cuando los ve irritados, acércase a ellos arrastrándose sobre el vientre, en prueba de humildad, para aplacar su cólera.
—Todos los perros —dijo Angélica— no son amigos del hombre. Hay algunos que "muerden la mano que los alimenta".
—Son perros impíos y delirantes —dijo el señor Bergeret—, insensatos al estilo de Ayax, hijo de Telamón, que hiere la mano de Afrodita. Semejantes sacrilegos perecen de mala muerte o arrastran una vida vagabunda y miserable. No sucede lo mismo con aquellos perros que, asociados a las querellas de su dios, combaten al dios vecino, al dios adversario. Estos son héroes, como el perro del carnicero Lafclie, que dio una dentellada en el muslo al vagabundo Pie de Alondra. Como es evidente que los dioses de los perros se hacen la guerra entre sí, a semejanza de los dioses de los hombres, Turco sirve a su dios Lafolie contra los dioses malandrines, del mismo modo que Israel ayudaba a Jehová, para destruir a Camos y a Moloch.
En cuanto el perrito comprendió que las reflexiones del señor Bergeret no eran interesantes, dobló las patas y alargó el hocico para dormirse sobre las rodillas que le habían acogido.
—¿Dónde lo ha encontrado usted? —preguntó el señor Bergeret.
—Señor, me lo ha dado el cocinero del señor Dellion.
—¿De manera —preguntó el señor Bergeret— que tenemos a nuestro cargo un alma?
—¿Qué alma? —interrogó la vieja Angélica.
—Un alma canina. Un animal es propiamente un alma. No diré un alma inmortal, aun cuando, si tenemos en cuenta la situación que ocupamos en el Universo este pobre animalito y yo, he de reconocer en uno y en otro los mismos derechos a la inmortalidad.
Después de vacilar largo rato, la vieja Angélica dijo, haciendo un esfuerzo doloroso que recogió su lr.bio superior sobre los dos únicos dientes que la quedaban:
—Si el señor no quiere perro, se lo devolveré al cocinero del señor Dellion. Pero puede quedarse con él, se lo aseguro; no le molestará lo más mínimo.
Apenas había dicho esto, cuando el animalito, al oir el ruido de un camión que pasaba por la calle, se irguió sobre las rodillas del señor Bergeret y empezó a dar alaridos sonoros y prolongados, que hicieron retemblar los cristales.
El señor Bergeret sonrió.
—Es un perro guardián —dijo Angélica para disculparlo—. No los hay más fieles.
—¿Le ha dado usted de comer? —pregunó el señor Bergeret.
—¡Ya lo creo! —respondió Angélica.
—¿Y qué come?
—No ignora el señor que los perros comen sopa.
Un poco amoscado el señor Bergeret replicó, sin pararse a medir sus palabras, que Angélica se había precipitado a recoger el perro sin asegurarse de que ya no mamaba.
Volvió a levantarlo para asegurarse de que el animalito tenía seis meses.
El señor Bergeret lo dejó luego sobre la alfombra, y lo miraba con afecto.
—¡Es bonito! —exclamó de pronto la criada.
—No, no es bonito —dijo el señor Bergeret—; pero es muy simpático y tiene los ojos hermosos. Lo mismo decían de mí cuando tenía el triple de su edad sin tener aún la cuarta parte de su inteligencia. Sin duda, he adquirido con los años un conocimiento del Universo que él no puede adquirir; pero desde el punto de vista de la verdad absoluta, es indudable que mi conocimiento iguala al suyo por ser insignificante; como el suyo, es un punto geométrico en el infinito.
Dirigiéndose al animal, que olfateaba el cesto de los papeles:
—Olfatea, olfatea —le dijo—, aspira, inquiere del mundo exterior todos los conocimientos que pueden llegar a tu sencillo cerebro por las fosas de tu nariz, negra como una trufa. Yo, entre tanto, observo, comparo, estudio también, y no sabremos nunca tú ni yo lo que hacemos aquí. ¿Por qué vivimos? ¿Qué somos en el mundo? ¿Eh?
Levantaba mucho la voz, y el animalito lo miró con inquietud. El señor Bergeret insistió en la idea que antes le había preocupado, y dijo a la criada:
—Hay que darle nombre.
Ella contestó, risueña, con las manos sobre el vientre, que no era difícil.
Acerca de lo cual el señor Bergeret hizo esta reflexión: que todo es sencillo para los sencillos, mientras que los cerebros privilegiados al considerar las cosas en aspectos diversos y múltiples, invisibles para el vulgo, hasta en los más nimios asuntos, experimentan dificultades numerosas antes de decidirse. Y buscaba un nombre que pudiera convenir al objeto animado que en aquel momento mordiscaba el fleco de !a alfombra.
"Todos los nombres de perro —pensó— que se conservan en los tratados de nuestros antiguos monteros, como Fouilloux, y en los versos de nuestros poetas campestres, como La Fontaine, Finaud, Miraut, Briffaut, Ravuud, pertenecen a perros de caza, la aristocracia de las perreras, el señorío de la canalla. El perro de Ulises se llamaba Argos. También era cazador; Homero nos lo enseña: 'En su juventud había cazado liebres de Itaca; pero era viejo y no cazaba ya.' Aquí necesitamos otra cosa. Los nombres que las solteronas tienen costumbre de poner a sus galguitos nos convendrían más, si no fueran, generalmente, presuntuosos y estúpidos. Azor es ridículo."
Esto pensaba el señor Bergeret, y recorría en su memoria muchos nombres de perros sin encontrar uno solo de su agrado. Quiso inventar uno; pero le faltaba imaginación para esto.
Al fin:
—¿En qué día estamos? —preguntó.
—A nueve —respondió Angélica—; jueves, nueve.
—¡Pues bien! —dijo el señor Bergeret—. ¿No podríamos llamar a este perro Jueves, como Robinsón llamó Viernes a su negro por un motivo semejante?
—Como usted quiera, señor —dijo Angélica—; pero no es muy bonito ese nombre.
—Entonces busque usted uno que le agrade para su criatura; ya que usted trajo el perro, bautícelo usted.
—A mí —objetó la criada— no se me ocurre ningún nombre. No tengo bastante inventiva. AI verlo echado sobre un poco de paja en la cocina, lo llamé Riquet, y se levantó para jugar entre mis faldas.
—¿Le ha llamado usted Riquet? —exclamó el señor Bergeret—. ¡Haberlo dicho! Es Riquet y continuará siendo Riquet. No hay nada que añadir. Ahora, haga usted el favor de marcharse con su Riquet para que yo pueda trabajar.
—Señor —dijo Angélica— le dejo el perro; lo recogeré cuando vuelva de la compra.
—Puede usted llevárselo a la compra —contestó el señor Bergeret.
—Señor, es que voy también a la iglesia.
Era cierto que iba a la sacristía de San Exuperio para mandar decir una misa rezada por el descanso del alma de su marido. Esto lo hacía, indefectiblemente, una vez al año, sin que nadie la hubiese certificado el fallecimiento de Borniche, de quien jamás tuvo noticias desde el día en que se vio abandonada; pero el fallecimiento de Borniche era ya cosa resuelta para la buena mujer. Así no temía que fuese a quitarle sus ahorros, y procuraba contribuir, conforme a sus medios, a sacarle de apuros en el otro mundo mientras la dejase tranquila en éste.
—¡Eh! —dijo Bergeret—, encierre al perro en la cocina o en cualquier parte donde no moles...
Interrumpió su frase al advertir que Angélica se había ido. Su propósito, al irse como si no le oyera, fue dejar a Riquet con su amo para que se acostumbraran el uno al otro; así proporcionaría un amigo al pobre señor Bergeret, que nunca tuvo ninguno.
Después de cerrar la puerta de la estancia, fuese la criada precipitadamente por el pasillo y bajó la escalera. El señor Bergeret reanudó su trabajo, sumergiéndose de nuevo en el Virgilius nauticus. Aquella ocupación le parecía muy agradable, algo así como un descanso de su espíritu y una especie de juego a su gusto; un juego que, además de los goces del juego, procura el entretenimiento de manejar las cartas. Tenía sobre la mesa, en unas cajitas, una buena colección de papeletas. Mientras ordenaba la escuadra de Eneas, representada por varios letreros sobre cartulinas, sintió como si unas manecitas le acariciasen la pierna. Riquet, de quien él no se ocupaba; Riquet, puesto en pie, le golpeaba en la rodilla con las patas delanteras y agitaba el muñón de su rabo. Cuando se cansó Riquet, dejóse deslizar a lo largo del pantalón; luego se irguió de nuevo y volvió a dar sus golpecitos, hasta que el señor Bergeret apartó su vista del papel para fijarla en los ojos oscuros, que lo miraban cariñosamente.
"Lo que infunde belleza humana a las miradas de este perro —pensó— es el paso de una risueña movilidad a una quietud esquiva. Esos ojos revelan un alma silenciosa, cuyos pensamientos no carecen de duración ni de profundidad: un espíritu observador. A mi padre le gustaban los gatos, y en esto me amoldo a su gusto. Creía mi padre que los gatos son los mejores compañeros de los hombres estudiosos, cuyo trabajo respetan. Bajazet, su angora, pasaba cuatro horas de la noche inmóvil y soberbio, sentado en una esquina de la mesa. ¡Cómo se grabaron en mi memoria las pupilas de ágata de Bajazet!; pero ¡cuán fría, dura y pérfida era la mirada de aquel gato montaraz, la brillantez de aquellos ojos que resplandecían como piedras preciosas, encubriendo su intención! ¡Cuánto más me gusta la mirada enternecida de este perro!"
Entre tanto, Riquet levantaba y agitaba descompasadamente sus patas. El señor Bergeret, cuidadoso de volver a sus en- tretenimientos filológicos, le dijo con bondad, pero autoritariamente:
—¡Riquet, échate!
Y entonces Riquet alejóse y aplicó su hociquito contra la puerta por la cual Angélica había salido. Quieto allí, lanzaba por intervalos quejidos muy humildes. Después arañó; y sus uñas producían, al rozar el suelo, un rumor suave. Luego el débil quejido empezaba de nuevo; y otra vez el rascar de las uñas; hasta que el señor Bergeret, a quien importunaban bastante aquellos ruidos alternados, ordenó:
—¡Riquet, estáte quieto!
Y Riquet lo miró largo rato con sus ojos oscuros algo entristecidos; sentóse; miró de nuevo al señor Bergeret; acercóse de nuevo a la puerta, oliscó de nuevo el umbral y dejó oir su quejido agudo y cariñoso.
—¿Quieres salir? —le preguntó el señor Bergeret.
Y, soltando la pluma, se levantó de la butaca para dirigirse hacia la puerta, que dejó entornada. Entonces, después de asegurarse de que tenía bastante sitio para pasar, Riquet se alejó con una indiferencia casi despreciativa.
El señor Bergeret, que era sensible y reflexivo, al acercarse de nuevo a la mesa, meditó:
"Estuve a punto de reprochar a ese animal que se haya ido sin decir 'gracias' ni 'adiós', y exigirle que disculpara su descortesía. La expresión humana de sus ojos me ha inspirado esta simpleza. Llegué a considerarle como a uno de mis semejantes."
Terminada esta reflexión, el señor Bergeret se ocupó de nuevo en la metamorfosis de los barcos de Eneas, bonito cuento popular, quizá de sobra infantil para ser puesto en un lenguaje tan noble. Pero el señor Bergeret no veía en ello inconveniente, pues no ignoraba que los cuentos de viejas proporcionaron a los poetas casi todos los asuntos de sus epopeyas; que Virgilio había recogido piadosamente en su poema los dicharachos, los acertijos, las fábulas groseras y las maquinaciones pueriles de los antepasados; y que Homero, su maestro, y el maestro de todos los poetas, no había hecho más que narrar lo mismo que repitieron, durante mil y tantos años, las buenas mujeres jónicas y los pescadores de las islas; pero en aquel momento esto no le preocupaba; su inquietud reconocía otros motivos, y no era el menor la dificultad en que tropezaba para descubrir una equivalencia conveniente a cierta palabra de la encantadora narración de la metamorfosis.
"Bergeret, amigo mío —se decía—, es preciso estar siempre alerta y tener mucha perspicacia. Reflexiona que Virgilio se expresa constantemente con una extremada precisión al tratar de la técnica de las artes; ten presente que navegó en Baies, que era entendido en construcción naval y que, sin duda, en esto, como en todo, se habrá expresado con exactitud."
El señor Bergeret comprobó cuidadosamente un gran número de textos para inquirir el sentido de la palabra que no se le ofrecía muy claro y que necesitaba explicar. Hallábase a punto de encontrarla o, por lo menos, en camino que hacia ella condujese, cuando se oyó en la puerta como un roce de cadenas que, en realidad, no era terrible, pero que le pareció extraño. Pronto acompañó a este roce un débil quejido; Bergeret se distrajo de la filología y supuso sin esfuerzo que aquellos roces importunos eran obra de Riquet.
Riquet, después de haber buscado inútilmente a Angélica por toda la casa, sintió deseos de acercarse nuevamente a su amo. La soledad le era tan penosa como grata la compañía del hombre. Para que cesara el ruido, y también por un secreto deseo de ver a Riquet, el señor Bergeret levantóse del sillón y fuese hacia la puerta. Riquet entró en el estudio como había salido, indiferente a cuanto le rodeaba; pero al ver que la puerta se cerraba de nuevo, entristecióse y recorrió la habitación como alma en pena. De pronto parecía buscar alguna cosa debajo de los muebles, y respiraba ruidosamente; luego anduvo sin objeto determinado y sentóse en un rincón, muy humilde, como los pobres que se sientan bajo el pórtico de una iglesia. Al fin ladró al busto de yeso de Hermes, que descansaba sobre la chimenea.
Y el señor Bergeret, con amable filosofía, le dirigió estas palabras de justo reproche:
—Riquet, tu inútil agitación, tu importuno suspirar y tus ladridos son más propios de una cuadra que del estudio de un catedrático. Según parece, tus antepasados vivían con los caballos, cuya paja compartieron. No te lo reprocho; es natural que hayas heredado sus costumbres y sus inclinaciones, con su pelo corto, su cuerpo de salchichón y su hocico afilado. No hablo de tus ojos oscuros porque hay pocos hombres, y hasta pocos perros, que abran a la luz del sol tan hermosos ojos. Pero por lo demás, eres muy ordinario, amigo mío; eres ordinario de los pies a la cabeza, con las patas cortas y torcidas. A pesar de todo, no te desprecio; sólo te advierto que si te propones vivir conmigo debes cambiar tus costumbres de cuadra por modales finos, permanecer silencioso y respetar el trabajo como Bajazet, que, durante cuatro horas cada noche, sin moverse, para no molestar, veía correr sobre las cuartillas la pluma de mi padre. Era una persona prudente y discreta. ¡Cuán distinto es del suyo tu carácter, amigo mío! Desde que has entrado en este gabinete de estudio, tu voz ronca, tus sus- piros incongruentes, tus lamentos de pito de caldera de vapor, el roce de tus uñas, las trepidaciones de toda tu máquina, turban sin cesar mi pensamiento, interrumpen mis reflexiones y ¡mira por dónde tus ladridos me hacen perder la ilación de un pasaje capital de Servio acerca de la popa del barco de Eneas! Has de saber, Riquet, amigo mío, que ésta es la casa del silencio y un lugar de meditación. Si gustas de hospedarte aquí, dedícate a bibliotecario; sé prudente.
No dijo más el señor Bergeret, y Riquet, después de oir todo este discurso, atento y silencioso, acercóse a su amo con gesto suplicante, y puso una pata sobre la rodilla, que parecía venerar, según la costumbre antigua. El señor Bergeret, abandonándose a una bondadosa condescendencia, lo cogió por la piel del cuello y le colocó a su espalda, sobre la almohadilla del sillón. Riquet dio tres vueltas en aquel pequeño espacio y se acostó, satisfecho y callado. Sentíase dichoso, y el señor Bergeret se lo agradecía. Mientras compulsaba a Servio, acariciaba con frecuencia el pelo de Riquet, que, sin ser fino, era suave al tacto; y el perro, dulcemente adormecido, comunicaba a su amo un calorcillo de vida, el fuego sutil y agradable de los seres animados. El señor Bergeret desde entonces trabajó con más gusto que de costumbre en su Virgilius nauticus.
Había revestido las paredes de su gabinete de estudio con estantes de pino que llegaban al techo, y en ellos estaban los libros metódicamente colocados. Los miraba con frecuencia, y tenía al alcance de su mano todo lo que nos queda del pensamiento latino; los griegos estaban un poco más arriba. En un rincón discreto, muy asequible, hallábase Rabelais, acompañado por los excelentes narradores de las Cien novelas nuevas, por Buenaventura de Periers, Guillermo Bouchet y todos los viejos cuentistas franceses que Bergeret juzgaba más en armonía con la Humanidad que otros autores sublimes, y los releía con preferencia en sus ratos de ocio. Sólo poseía ediciones modernas y comunes de sus clásicos predilectos: habíalas mandado cubrir por un encuadernador modesto, con tapas antifonales, y para él era un placer contemplar a los cuentistas desenfrenados, revestidos de Requiem y de Miserere. Este era el único lujo, la sola fantasía de su austera biblioteca. Los demás libros estaban en rústica o con encuademaciones modestas y estropeadas. El uso paciente y amistoso que de ellos hacía su dueño les daba el aspecto agradable de las herramientas alineadas en el taller de un obrero laborioso. Los tratados de arqueología y de arte ocupaban el último estante, no por desprecio, sino por ser menos frecuente su uso. Mientras compartía su butaca con Riquet, el señor Bergeret trabajaba en su Virgilius nauticus. Dispuso el Destino que, para resolver una dificultad momentánea, tuviera que consultar el Manual de Ottfried Müller, colocado en la tabla más alta.
Para alcanzarlo, no necesitaba una de aquellas grandes escaleras con ruedas, rematadas por una especie de pulpito, como las había en la Biblioteca de la ciudad y como las tuvieron todos los famosos bibliófilos de los siglos xvii, xviii y xix, varios de los cuales cayeron y murieron honrosamente de la manera que se relata en el Tratado de los bibliófilos que murieron al caerse de su escalera. No; no necesitaba tanto el señor Bergeret. Un escabel con cinco o seis peldaños le hubiera servido perfectamente.
Había visto en la tienda del ebanista Clerambaut, de la calle de Josde, un artefacto de aquel género que, plegado, tenía buena apariencia, con las patas achaflanadas y un trébol vaciado en el asiento para meter la mano y trasladarlo cómodamente. El señor Bcrgeret acarició la esperanza de adquirirlo, y renunció a su deseo en vista de su apurada situación; nadie supo tan bien como él que las heridas del dinero no son mortales; pero no disfrutaba de una escalera, y suplía su falta con una vieja silla de rejilla, cuyo respaldo roto conservaba sólo sus largueros, semejantes a dos cuernos o a dos antenas amenazadoras. Considerándolos más dañinos que útiles en el uso corriente, serrólos a ras del asiento, y de este modo la silla se convirtió en taburete, poco a propósito para el empleo a que lo destinaba el señor Bergeret, por dos razones: el uso prolongado había hundido la rejilla en el centro, por lo cual no daba suficiente seguridad al pie; y como las patas eran cortas, apenas permitía el taburete a su dueño tocar con la punta de los dedos el estante superior, aun cuando estirase todo lo posible el brazo. Muy a menudo, al coger un libro se le caían varios al suelo, donde yacían con las puntas rotas o abiertos en abanico o en acordeón.
Con la idea de alcanzar el Manual de Ottfried Müller, el señor Bergeret se levantó del sillón, a todas horas compartido con Riquet. El perro, que reposaba hecho una bola, en una tibia languidez, entreabrió los ojos para volver a cerrarlos en seguida, y el señor Bergeret sacó el taburete del oscuro rincón donde lo tenía escondido, lo colocó en el sitio oportuno, se subió y consiguió, poniéndose de puntillas, tocar con un dedo, luego con dos, el libro que suponía ser el que necesitaba. En aquella posición, el pulgar quedaba más bajo que el estante, y no era posible utilizarlo.
Al tropezar en invencibles dificultades para coger un libro, el señor Bergeret reflexionó entonces que la mano humana es un instrumento precioso, precisamente porque el pulgar está en oposición con los otros cuatro dedos, y que los hombres no serían artistas si tuviesen dispuestos los dedos de las manos como los de los pies.
"A sus manos les deben los hombres ser mecánicos, pintores, escribientes y, en general, manipuladores de todas clases. Si no tuvieran un pulgar opuesto a los otros dedos, se hallarían tan imposibilitados como lo estoy en este instante, y no hubieran podido cambiar la faz de la Tierra. Sin duda, es la forma de la mano la que aseguró al hombre el imperio del mundo."
Pero en seguida pensó el señor Bergeret que los monos tienen cuatro manos, y no por esto han creado las artes ni arreglado la Tierra a su antojo.
Borró de su imaginación la idea que acababa de esbozar y continuó avanzando todo lo posible sus dos dedos en funciones. Debe advertirse que el Manual de Ottfried Müller se compone de tres tomos y un atlas.
El señor Bergeret sólo necesitaba el primer tomo; pero, cogiéndolo a tientas y con mucho esfuerzo, sacó el segundo; luego, el atlas; luego, el tercero, y, al fin, el primero. ¡Ya lo tenía! No le faltaba más que bajarse, cuando la rejilla del asiento se hundió bajo sus pies y le hizo perder el equilibrio. Cayó al suelo, pero no con tanta violencia como era de temer, porque pudo amortiguar el efecto de la caída agarrándose a uno de los estantes.
Y estaba en el suelo, desconcertado, con una pierna metida en el asiento de la silla rota, con todo el cuerpo invadido por un dolor sordo, que fue aguzándose principalmente en el codo y en la cadera izquierda, donde sufrió el golpe al caer. Pero como su máquina no estaba gravemente estropeada, el señor Bergeret pudo reflexionar; pensó en redimir su pierna derecha de la rejilla que le sujetaba al taburete como a un cepo, movióse con preferencia sobre el costado derecho, que no había recibido ningún daño; y esforzábase para poner en obra su propósito, cuando sintió una respiración caliente sobre su mejilla, y al volver sus pupilas, que el dolor y el horror habían exaltado, vio junto a su cara el morro de Riquet.
Advertido por el estrépito, Riquet había saltado de la butaca en socorro de su dueño desventurado, y junto a él agitábase aturdido; avanzaba, retrocedía. Sucesivamente acercábase por afecto y huía por temor a un peligro misterioso. Comprendía, sin duda, que había ocurrido una desgracia, y le faltaba inteligencia bastante perspicaz para descubrir la causa: de ahí su inquietud. Su fidelidad atraíale cerca del amigo doliente. Al fin, tranquilizado por !a calma y el silencio que se había restablecido, con sus dos patas delanteras, temblorosas, abrazóse al cuello del señor Bergeret, y lo miró con ojos de ansia y de cariño. El malparado maestro sonrió; el perro la lamió la punta de la nariz. Esto fue un gran consuelo para el señor Bergeret. Libró su pierna derecha de la opresión de la rejilla del taburete, se puso en pie y se acercó al sillón, cojeando y sonriendo.
Rlquet le aguardaba ya en su sitio; sus ojos relucían apenas por la rendija que dejaban los entornados párpados; no parecía preocuparle ya la desventura que poco antes le emocionó tanto como a su amo. Aquel ser vivía sólo en el momento presente, no por falta de memoria, puesto que recordaba su pasado, y el pasado tenebroso de sus progenitores, puesto que su cabecita era un abundante almacén de conocimientos útiles, sino porque no le deleitaba recordar, y la memoria no era para él, como para su amo, una musa divina.
El señor Bergeret, mientras acariciaba el pelo corto y fino de su compañero, le dedicó estas frases afectuosas:
—Perro, abandonaste un apacible reposo y corriste a socorrerme al ver mi abatimiento y mi quebranto. No te has reído de mi desventura, como lo hiciera en tu lugar cualquier individuo joven de mi especie. Verdad es que no concibes el ridículo, y que para ti la Naturaleza ofrece aspectos alegres y terribles, pero no cómicos. Por esto mismo, por tu seriedad ingenua, eres el compañero más seguro que puedo tener. Te inspiré primero confianza y admiración; ahora te inspiro piedad.
"Perro, cuando nos hemos encontrado en la vida, veníamos de dos puntos de la creación muy distantes uno de otro; alejadísimos. Pertenecemos a dos especies diferentes, y no lo digo para envanecerme, sino, al contrario, por un sentimiento de fraternidad universal. Hace apenas dos horas que nos conocemos. Mi mano aún no te dio de comer. ¿Qué caridad oscura brotó para mí en tu pobre alma? Tu simpatía es un misterio encantador. No la rechazo. Duerme en el sitio que tú elegiste, amigo."
Después de hablar así, el señor Bergeret hojeó el tomo primero del Manual de Ottfried Miiller, que, por instinto maravilloso, había conservado en la mano durante su caída y después. Hojeólo vanamente sin encontrar lo que buscaba, y sus movimientos renovaron sus dolores.
"Me parece —advirtió— que tengo todo el lado izquierdo contuso y una equimosis en la cadera. Sospecho que mi pierna derecha está muy lastimada, y el codo izquierdo me duele bastante; pero ¿es justo lamentar un daño que me proporciona el goce de saber que tengo un amigo?"
Esto pensaba, cuando la vieja Angélica, sudorosa y sofocada, entró en el despacho. Abrió de pronto y luego dio unos golpecitos en la puerta.
Nunca entraba sin pedir permiso: cuando no lo había hecho antes, lo hacía después. Como era persona de buenas costumbres, no ignoraba las reglas de la educación. Después de entrar dio unos golpecitos en la puerta, y dijo:
—Señor, vengo a llevarme el perro.
El señor Bergeret escuchó esto con notorio disgusto. No había examinado aún sus derechos sobre Riquet; advirtió que no tenía ninguno, y entristecióse ante la idea de que la señora Borniche pudiera separarle impunemente de aquel animal, pues Riquet pertenecía a la señora Borniche.
Con afectada indiferencia dijo:
—Duerme; déjelo dormir.
—No lo veo —replicó la vieja Angélica.
—Está aquí —adujo el señor Bergeret—, en el asiento de mi sillón.
La vieja Angélica, con las manos cruzadas sobre el vientre, sonrió, y con un dejo malicioso:
—No sé qué gusto puede hallar este animal durmiendo metido ahí, detrás del señor —dijo.
—Eso —respondió el señor Bergeret— es cuenta suya.
Pero como tenía el espíritu propicio al examen, buscó en seguida las razones de Riquet, y habiéndolas encontrado, las expuso con su acostumbrada ingenuidad:
—Le doy calor y mi presencia lo tranquiliza. Este amigo es sociable y friolero.
Y el señor Bergeret añadió:
—Oiga usted, Angélica... Voy a salir para comprarle un collar.