El anillo de amatista: V
En la librería de Paillot hablaban del proceso los asiduos contertulios del "rincón de pergaminos y pastas viejas", y el señor Bergeret, dejándose arrastrar por su carácter especulativo, expresó ciertas ideas que no correspondían al sentimiento público.
—Las audiencias secretas —dijo— son una práctica detestable.
Y como el señor de Terremondre le opuso la razón de Estado, replicó:
—No tenemos Estado; tenemos administraciones. Lo que llamamos la razón de Estado es la razón de las oficinas; nos afirman que es augusta, pero sólo es cierto que permite a la administración ocultar sus errores y agravarlos.
El señor Mazure dijo con solemnidad:
—Soy republicano, soy jacobino, terrorista... y patriota. Apruebo que se guillotine a los generales, pero no permito que se discutan las decisiones de la justicia militar.
—Tiene usted razón —dijo el señor de Terremondre—, pues si hay una justicia respetable, sin duda es ésa. Y puedo asegurarles, yo, que conozco el Ejército, que no hay jueces tan indulgentes y tan bondadosos como los jueces militares.
—Me complace oírselo —repuso el señor Bergeret—. Pero como el Ejército no paja de ser una función administrativa, como la agricultura, la hacienda o la instrucción pública, no se concibe que haya una justicia agrícola, la justicia crematística ni la justicia universitaria. Toda justicia particular está en oposición con los principios del derecho moderno. Los privilegios militares parecerán a nuestros descendientes tan góticos y bárbaros como a nosotros nos lo parecen las justicias feudales y las comunidades.
—¿Habla usted en broma? —dijo el señor de Terremondre.
—Semejante interrogación oyeron siempre todos los que predicen el futuro —respondió el señor Bergeret.
—Pero si se toca al Conseje de Guerra —exclamó el señor de Terremondre—, se acaba con el Ejército, y, por consiguiente, se acaba con el país.
El señor Bergeret respondió:
—Cuando el clero y los señores se vieron privados del derecho de ahorcar a los aldeanos, creyeron también que llegaba el fin de todo; pero en seguida renació un orden nuevo, más decoroso que el antiguo. Me agradaría que se aplicase al soldado, en tiempo de paz, el derecho común. ¿Creen ustedes que desde Carlos Séptimo, o siquiera desde Napoleón, el Ejército francés no ha sufrido mayores reformas que ésta?
—Yo —dijo el señor Mazure— soy un viejo jacobino; defiendo el Consejo de Guerra, y coloco a los generales bajo la autoridad de un Comité de Salud Pública. No hay nada tan conveniente para decidirles a obtener victorias.
—Esta es otra cuestión —dijo el señor de Terremondre—. Vuelvo a lo que nos ocupa y pregunto al señor Bergeret si cree de buena fe que siete oficiales han podido equivocarse.
—¡Catorce! —exclamó el señor Mazure.
—¡Catorce! —replicó el señor de Terremondre.
—No lo dudo —respondió el señor Bergeret.
—¡Catorce oficiales franceses! —exclamó el señor de Terremondre.
—¡Oh! —dijo el señor Bergeret—, si fueran suizos, belgas, españoles, alemanes o neerlandeses, se equivocarían de igual modo.
—No es posible —exclamó el señor de Terremondre.
El librero sacudió la cabeza para indicarle que, en su opinión, no era posible. Y su dependiente León miró al señor Bergeret con indignada sorpresa.
—Ignoro si al fin veremos claro en esto —dijo suavemente Bergeret—; y lo dudo, aunque todo es posible, hasta el triunfo de la verdad.
—¿Alude usted a la revisión? —dijo el señor de Terremondre—. ¡Eso, nunca! No tendrán ustedes revisión. Sería la guerra. Tres ministros y veinte diputados me lo han dicho.
—El poeta Bouchor —respondió el señor Bergeret— supone preferible sufrir los males de la guerra que realizar un acto injusto. Pero ustedes no se hallan en semejante alternativa, y se asustan con embustes.
En el momento en que el señor Bergeret pronunciaba estas frases, un tumulto estalló en la plaza. Era un grupo de mozalbetes que vociferaban: "¡Muera Zola! ¡Mueran los judíos!" Fueron a romper los cristales de la casa del zapatero Meyer, a quien suponían israelita. Y los burgueses de la ciudad, testigos del atropello lo comentaban con íntima benevolencia.
—¡Qué chicuelos tan valientes! —exclamó el señor de Terremondre cuando los manifestantes hubieron pasado.
El señor Bergeret, con las narices metidas en un voluminoso libro, leyó pausadamente estas palabras:
"La libertad sólo contaba entre sus partidarios un reducido número de personas instruidas. El clero, casi en su totalidad; los generales, la plebe ignara y fanática, querían un amo."
—¿Qué dice usted? —exclamó el señor Mazure soliviantado.
—Nada —contestó el señor Bergeret—. Leo un capítulo de la Historia de España: el cuadro de las costumbres públicas después de la restauración de Fernando Séptimo.
El zapatero Meyer fue maltratado, pero no se lamentaba, temeroso de sufrir mayores atropellos. La justicia popular, asociándose a la del Ejército, le inspiraba una indecible admiración.