El amigo de la muerte/VIII. Revelaciones


VIII - Revelaciones editar

-¡Oye! -dijo una voz a Gil Gil cuando caminaba hacia el lecho en que yacía la condesa de Rionuevo.

-¡Ah! ¿Eres tú? -exclamó nuestro joven, reconociendo a la Muerte-. ¿Ha expirado ya?

-¿Quién?

-La condesa...

-No.

-Pues ¿cómo la abandonas?

-No la he abandonado, amigo mío, sino que, como ya te he dicho, yo estoy a un mismo tiempo en todas partes y bajo diversas formas.

-Bien...; ¿qué me quieres? -preguntó Gil con cierto disgusto al oír aquella sentencia.

-Vengo a hacerte otro favor.

-¡Así será él! Habla.

-¿Sabes que vas faltándome al respeto? -exclamó la Muerte con mucha sorna.

-Es natural... -respondió Gil-. La confianza..., la complicidad...

-¿Qué es eso de complicidad?

-¡Nada!... Aludo a una pintura que vi cuando niño. Representaba a la Medicina. En una cama yacían dos personas, o, por mejor decir, un hombre y su enfermedad. El médico había entrado en la habitación con los ojos vendados y armado de un garrote, y una vez cerca de la cama había empezado a dar palos de ciego sobre el enfermo y sobre la enfermedad... No recuerdo precisamente quién fue antes víctima de los golpes... Creo que fue el enfermo.

-¡Donosa alegoría! Pero vamos a cuentas...

-Sí..., vamos..., que todos se extrañan de verme así, tan solo, parado en medio de la cámara.

-¡Déjalos! Creerán que meditas o que aguardas la inspiración. Óyeme un momento. Tú sabes que lo pasado me pertenece de derecho, y que puedo referírtelo... No así lo por venir...

-¡Adelante!

-¡Un poco de paciencia! Vas a hablar por última vez con la condesa de Rionuevo, y es de mi deber

contarte cierta historia.

-Es inútil. Yo perdono a esa mujer.

-¡Se trata de Elena, majadero! -exclamó la Muerte.

-¡Cómo!

-Digo se trata de que seas noble y puedas casarte con ella.

-¡Noble lo soy ya!... El Rey Felipe V me hace duque.

-Monteclaro no se contentará con un advenedizo... Necesitas ascendientes.

-¿Y qué?

-Ya te tengo dicho que eres el último vástago de los Rionuevo.

-¡Sí!..., pero... adulterino.

-¡Te equivocas! ¡Natural... y muy natural!

-Sea..., pero ¿quién prueba eso?

-Es precisamente lo que voy a decirte.

-Habla.

-Oye, y no me interrumpas. La condesa es la tremenda esfinge de tu vida...

-Ya lo sé...

-¡Ella tiene en su mano toda tu felicidad!

-¡Lo sé también!

-Pues ha llegado la ocasión de arrancársela.

-¿De qué manera?

-Verás. Como tu padre te amaba tanto...

-¡Ah! ¿Me amaba mucho? -exclamó Gil Gil.

-¡Te he dicho que no me interrumpas! Como tu padre te amaba tanto, no se fue de este mundo sin pensar muy seriamente en tu porvenir.

-¡Pues qué! ¿No murió ab intestato el conde?

-¿De dónde sacas eso?

-Así consta en todas partes.

-¡Pura invención de la condesa para apoderarse de todo el dinero del conde y dejar luego por heredero a cierto sobrino!...

-¡Oh!

-¡Calma, que todo puede arreglarse! Tu padre poseía una declaración de Crispina López, otra de Juan Gil y además una justificación facultativa en toda forma que acreditaban perfectamente que tú eres hijo natural del conde de Rionuevo y de Crispina López, concebido cuando los dos eran solteros. Esto mismo confesó tu padre a la hora de la muerte ante un cura y un escribano que yo vi allí, y que conozco perfectamente... Por cierto que el cura... Pero esto no puedo decírtelo. En fin, el caso es que el conde te nombró su único y universal heredero, cosa que podía hacer con tanta mayor facilidad cuanto que no tenía ningún pariente próximo ni lejano. Ni paró aquí la solicitud con que aquel buen padre echaba los cimientos de tu felicidad futura desde el borde mismo del sepulcro...

-¡Oh, padre mío! -murmuró Gil Gil.

-Escucha. Tú sabes la grande amistad que unía de muy antiguo al honrado conde con el duque de Monteclaro, compañero suyo de armas durante la Guerra de Sucesión...

-Sí, la sé.

-Pues bien -continuó la Muerte-: tu padre, adivinando el amor que profesabas a la encantadora Elena, dirigió al duque, pocos momentos antes de expirar, una larga y sentida carta en que se lo declaraba todo, le pedía para ti la mano de su hija y le recordaba tantas y tan señaladas pruebas de amistad como se habían dado en todo tiempo...

-¿Y esa carta? -preguntó Gil con extraordinaria vehemencia.

-Esa carta sola hubiera convencido al duque, y ya serías su yerno... hace muchos años...

-¿Qué ha sido de esa carta? -volvió a preguntar el joven, trémulo de amor y rebosando de ira.

-Esa carta te hubiera ahorrado el entrar en relaciones conmigo... -continuó la Muerte.

-¡Oh!... ¡No seas cruel!... ¡Dime que la carta existe!

-Ésa es la verdad.

-¿Conque existe?

-Sí.

-¿Quién la tiene?

-La misma persona que la interceptó.

-¡La condesa!

-La condesa.

-¡Oh!... -exclamó el joven, dando un paso hacia el lecho de agonía.

-Espera -dijo la Muerte-. No he concluido aún. La condesa conserva también el testamento de su marido, que casi me arrebató de las manos...

-¿A ti?

-Digo a mí porque el conde estaba ya medio muerto. En cuanto al cura y al escribano, yo te diré dónde viven, y creo que declararán la verdad.

Gil Gil meditó un momento.

Luego, mirando fijamente al fúnebre personaje:

-Es decir...-exclamó-, que si logro apoderarme de esos documentos...

-Mañana puedes casarte con Elena.

-¡Oh, Dios! -murmuró el joven dando otro paso hacia el lecho.

Allí se volvió de nuevo hacia la Muerte.

Los cortesanos no comprendían lo que pasaba en el corazón de Gil Gil. Creíanle solo, o luchando con la visión milagrosa a que debía su peregrina ciencia; pero era tal el terror que ya les inspiraba, que ninguno se atrevía a interrumpirlo.

-Dime -añadió el ex zapatero dirigiéndose a su tremenda compañía-, y ¿cómo es que la condesa no ha quemado esos papeles?

-Porque la condesa, como todos los criminales, es supersticiosa: porque temía arrepentirse algún día; porque adivinaba que esos papeles podrían ser en tal situación su pasaporte para la eternidad... En fin:

porque es un hecho constante que ningún pecador borra las huellas de sus crímenes, temeroso de olvidarlos a la hora de la muerte y de no poder retroceder por sus mismos pasos hasta encontrar la senda de la virtud.

Te repito, pues, que esos papeles existen.

-De modo que en consiguiéndolos Elena será mía... -insistió Gil Gil, dudando siempre que la Muerte pudiera procurarle la felicidad.

-Aún habría que vencer otro obstáculo... -respondió la Muerte.

-¿Cuál?

-Que Elena está prometida por su padre a un sobrino de la condesa, al vizconde de Daimiel.

-¡Cómo! ¿Ella le ama?

-No; pero es lo mismo, puesto que hace dos meses contrajeron esponsales...

-¡Oh!... ¡Conque todo es inútil! -exclamó Gil con desesperación.

-¡Lo hubiera sido sin mí! -replicó la Muerte-. Pero ya te dije a las puertas de este palacio que trataba de frustrar una boda...

-¡Cómo! ¿Has matado al vizconde?

-¡Yo!... -exclamó la Muerte con cierto terror sarcástico-. ¡Dios me libre!... Yo no lo he matado... Él se ha muerto.

-¡Ah!

-¡Chito!... Nadie lo sabe todavía... Su familia cree en este instante que el pobre joven está durmiendo la siesta. Conque... ¡a ver cómo te portas! Elena, la condesa y el duque se hallan a dos pasos de ti... ¡Ahora, o nunca!

Y así diciendo, la Muerte se acercó al lecho de la enferma.

Gil Gil siguió sus pasos.

Muchas de las personas que se hallaban en el aposento, entre ellas el duque de Monteclaro, sabían ya el vaticinio de Gil respecto a que antes de tres horas moriría la condesa de Rionuevo; así es que al verlo casi cumplido, pues de buena y alegre que se hallaba la dama pocos momentos antes, habíase convertido de pronto en un tronco inerte, que agitaban por intervalos violentas convulsiones, empezaron todos a mirar a nuestro amigo con supersticioso terror y fanática idolatría.

La condesa, por su parte, no bien distinguió a Gil, tendió hacia él una mano trémula y suplicante, mientras con la otra hacía seña de que los dejasen solos.

Alejáronse todos del lecho, y Gil se sentó al lado de la moribunda.