El amigo de la muerte/IX. El alma


IX - El alma editar

Aunque la condesa de Rionuevo, la terrible enemiga de Gil Gil, hace tan odioso papel en nuestra historia, no era, como muchos habrán quizá imaginado, una mujer vieja o fea, o fea y vieja a un mismo tiempo... La naturaleza física es también hipócrita algunas veces.

La ilustre moribunda, que a la sazón tendría treinta y cinco años, se hallaba en toda la plenitud de una magnífica hermosura. Era alta, recia y muy bien formada. Sus ojos, azules como la mar, pérfidos como ella, encubrían hondos abismos bajo su apariencia lánguida y suave. La frescura de su boca, la morbidez de sus facciones revelaban que ni el dolor ni la pasión habían trabajado nunca aquella insensible belleza. Así es que al verla ahora caída y paciente, dominada por el terror y vencida por el sufrimiento, el alma menos compasiva hubiera experimentado cierta rara piedad muy parecida al susto o al espanto.

Gil Gil, que tanto odiaba a aquella mujer, no dejó de sentir esta complicada impresión de lástima y asombro, y cogiendo maquinalmente la hermosa mano que le tendía la enferma, murmuró con más tristeza que resentimiento:

-¿Me conocéis?

-¡Salvadme! -respondió la moribunda sin escuchar la pregunta de Gil Gil.

En esto se deslizó por detrás de las cortinas un nuevo personaje, y vino a colocarse entre los dos interlocutores, apoyando su codo en la almohada y la cabeza sobre una mano.

Era la Muerte.

-¡Salvadme! -repitió la condesa, a quien la intuición del miedo le había ya revelado que nuestro héroe la aborrecía-. Vos sois hechicero... Dicen que habláis con la Muerte... ¡Sálvadme!

-¡Mucho teméis el morir, señora! -respondió el joven con despego, soltando la mano de la enferma.

Aquella estúpida cobardía, aquel terror animal que no dejaba paso a ninguna otra idea, a ningún otro afecto,a idea, a ningún otro afecto, Gil, por cuanto le dio la medida del espíritu egoísta de la autora de todos sus males.

-¡Condesa! -exclamó entonces-. ¡Pensad en vuestro pasado y en vuestro porvenir! ¡Pensad en Dios y en vuestro prójimo!... ¡Salvad el alma, supuesto que el cuerpo ya no os pertenece!

-¡Ah, voy a morir! -exclamó la condesa.

-¡No..., condesa..., no vais a morir!

-¡No voy a morir! -gritó la pobre mujer con una alegría salvaje.

El joven continuó con la misma seriedad:

-¡No vais a morir, porque nunca habéis vivido!... Al contrario, ¡vais a nacer a la vida del alma, que para vos será un sufrimiento eterno, como para los justos es una eterna bienaventuranza!

-¡Ah! ¡Conque voy a morir! -murmuró la enferma nuevamente, derramando lágrimas por la primera vez de su vida.

-¡No, condesa, no vais a morir! -replicó otra vez el médico con indecible majestad.

-¡Ah! ¡Tenedme compasión! -exclamó la pobre mujer recobrando la esperanza.

-No vais a morir -prosiguió el joven-, supuesto que lloráis. El alma nunca muere, y el arrepentimiento puede abriros las puertas de una eterna vida...

-¡Ah, Dios mío! -exclamó la condesa, rendida por aquella cruel incertidumbre.

-Hacéis bien en llamar a Dios. ¡Salvad el alma!, os repito... ¡Salvad el alma! Vuestro cuerpo hermoso, vuestro ídolo de tierra, vuestro sacrílego existir han concluido para siempre. Esta vida temporal, estos goces del mundo, aquella salud y aquella belleza, y aquel regalo y aquella fortuna que tanto procurasteis conservar; los bienes que usurpasteis; el aire, el sol; el mundo que hasta aquí habéis conocido, todo lo vais a perder; todo ha desaparecido ya; todo será mañana para vos polvo y tinieblas, vanidad y podredumbre, soledad y olvido: sólo os queda el alma, condesa... ¡Pensad en vuestra alma!

-¿Quién sois? -preguntó sordamente la moribunda, fijando en Gil Gil una atónita mirada-. Yo os he conocido antes de ahora... Vos me aborrecéis... Vos sois quien me matáis... ¡Ah!...

En este instante la Muerte colocó su mano pálida sobre la cabeza de la enferma, y dijo:

-Concluye, Gil: concluye..., que la hora eterna se aproxima.

-¡Ah! ¡Yo no quiero que muera! -respondió Gil-. ¡Aún puede enmendarse, aún puede remediar todo el mal que ha hecho!... ¡Salva su cuerpo, y yo te respondo de salvar su alma!

-Concluye, Gil; concluye -repitió la Muerte-, que la hora eterna va a sonar.

-¡Pobre mujer! -murmuró el joven con piedad a la condesa.

-¡Me compadecéis! -dijo la agonizante con inefable ternura-. Nunca he agradecido..., nunca he amado..., nunca he sentido lo que por vos siento... ¡Compadecedme!... ¡Decídmelo!... ¡Mi corazón se ablanda al escuchar vuestra voz entristecida!

Y era verdad.

La condesa, exaltada por el terror en aquel supremo trance, atribulada por los remordimientos, temerosa del castigo, desposeída de cuanto había constituido su orgullo y sus aficiones sobre la tierra, empezaba a sentir los primeros suspiros de un alma que hasta entonces había permanecido escondida y silenciosa allá en los últimos ámbitos de su mente; alma siempre insultada, pero rica en paciencia y heroísmo; alma, en fin, comparable a la triste hija de padres criminales y viciosos que piensa, calla, se oculta de su vista y llora en rincones de la casa, hasta que un día, al primer síntoma de arrepentimiento que nota en ellos, recobra el valor, corre a sus brazos, y les deja oír su voz pura y divina, cántico de alondra, música del cielo, que parece saludar el amanecer de la virtud después de las tinieblas del pecado...

-¡Me preguntáis quién soy! -respondió Gil comprendiendo todo esto-. ¡Ya no lo sé yo! Era vuestro mortal enemigo; pero ahora ya no os odio. ¡Habéis oído la voz de la verdad..., la voz de la muerte..., y vuestro corazón ha respondido! ¡Dios sea loado! ¡Yo venía a este lecho de dolor a pediros la felicidad de mi vida..., y ya me iría gustoso sin ella porque creo haber labrado vuestra felicidad..., porque he salvado vuestra alma! ¡Jesús divino: he aquí que he perdonado las injurias y hecho el bien a mi enemigo!... Estoy satisfecho...; soy feliz...; no pido más.

-¿Quién eres, misterioso y sublime niño? ¿Quién eres tú, tan bueno y tan hermoso, que vienes como un ángel a la cabecera de mi lecho de agonía, y me haces tan dulces mis últimos momentos? -preguntó la condesa, cogiendo con ansia las manos de Gil Gil.

-¡Yo soy el Amigo de la Muerte!... -respondió el joven-. No extrañéis, pues, que serene vuestro corazón. Yo os hablo en nombre de la Muerte, y por eso me habéis creído. Yo he venido a vos delegado por aquella divinidad piadosa que es la paz de la tierra, que es la verdad de los mundos, que es la redentora del espíritu, que es la mensajera de Dios, que lo es todo, menos el olvido. El olvido está en la vida, condesa, no en la muerte. Recordad... y me conoceréis.

-¡Gil Gil! -exclamó la condesa, perdiendo el sentido.

-¿Se ha muerto? -preguntó el médico a la Muerte.

-No. Aún le queda media hora.

-Pero... ¿hablará todavía?

-¡Gil!... -suspiró la moribunda.

-Acaba... -añadió la Muerte.

El joven se inclinó sobre la condesa, cuyo hermoso semblante resplandecía con una belleza nueva, inmortal, divina; y de aquellos ojos, donde el fuego de la vida se quebraba en lánguidas y melancólicas luces; de aquella boca anhelante y entreabierta que la fiebre coloreaba; de aquellas manos suaves y ardorosas; de aquel blanco cuello que se extendía hacia él con infinita angustia, recibió tan elocuente expresión de arrepentimiento y ternura, tan íntima caricia y frenético ruego, tan infinita y solemne promesa, que, sin vacilar un instante, apartóse del lecho, llamó al duque de Monteclaro, al arzobispo y a otros tres nobles de los muchos que había en la cámara, y les dijo:

-Escuchad la confesión pública de un alma que vuelve a Dios.

Los personajes susodichos se acercaron a la moribunda, arrastrados más por el inspirado rostro que por las palabras de Gil Gil.

-Duque -murmuró la condesa al ver a Monteclaro-, mi confesor tiene una llave... Señor... -continuó volviéndose al arzobispo-, pedídsela... Este niño, este médico, este ángel, es hijo natural reconocido del conde de Rionuevo; mi difunto esposo, quien, al morir, os escribió una carta, duque, pidiéndoos para él la mano de Elena. Con esa llave... en mi alcoba... todos los papeles... ¡Yo lo ruego!... ¡Yo lo mando!...

Dijo, y cayó sobre la almohada sin luz en los ojos, sin aliento en los labios, sin color en el semblante.

-Va a expirar... -exclamó Gil Gil-. Quedad con ella, señor... -añadió, dirigiéndose al arzobispo-. Y vos, señor duque, escuchadme.

-Aguarda... -dijo la Muerte al oído de nuestro joven.

-¿Qué más? -respondió éste.

-¡No la has perdonado!...

-¡Gil Gil!... ¡Tu perdón!... -tartamudeó la moribunda.

-¡Gil Gil! -exclamó el duque de Monteclaro-. ¿Eres tú?

-Condesa, ¡que Dios os perdone como yo os perdono!... ¡Morid en paz! -dijo con religioso acento el hijo de Crispina López.

En esto se inclinó la Muerte sobre la condesa y puso los labios en su frente...

Aquel beso resonó en el pecho de un cadáver.

Una lágrima fría y turbia corrió por el rostro de la muerta.

Gil enjugó las suyas y respondió al de Monteclaro:

-Sí, señor duque; yo soy.

El arzobispo rezaba fúnebres oraciones a la cabecera del lecho.

Entretanto, la Muerte había desaparecido.

Eran las doce de la noche.