El amigo Manso/Capítulo XXXVI


Capítulo XXXVI - ¡Esta es la mía! editar

Los segundos que tardó en aparecer en la sala, ¡cómo se deslizaron pavorosos!... Entró, y al verme... No, jamás ha sufrido un hombre desconcierto semejante. Yo me sentí fuerte y dueño de mis facultades para operar con ellas como me conviniera... Mereciera o no la mosquita muerta mi ardiente defensa, ¿qué me importaba? Yo, caballero del bien, me disponía a dar una batalla a su enemigo, que era también el mío. A la carga, pues, y luego veríamos.

La sorpresa pudo en José más que la turbación, y se le escapó decirme:

«¿Qué demonios buscas aquí?».

Advertí en él esfuerzos inauditos para poner concierto en sus ideas, disimular su cogida y cubrir el flanco de su amor propio:

«¡Ah! -exclamó fingiéndose asombrado-. ¡Qué casualidad! Los dos venimos de visita... nos encontramos... Es verdad; te dije que pensaba venir».

Y el tunante no caía en la cuenta de que no nos hablábamos desde la disputilla, siendo por tanto imposible que me hubiera avisado su visita. Viéndose cogido en su red, cambió de táctica. Inició torpemente dos o tres temas de conversación (a punto que Melchora traía otra butaca, por no ser suficiente una para los dos); pero desde las primeras palabras se aturullaba y confundía. Dejose ver por la puerta del gabinete doña Cándida, tan turbada como mi hermano, y más con la papada que con la voz nos dijo:

«Dispénsenme los Mansitos; pero estoy tan ocupada... Vuelvo...».

Y desapareció como espectro que tiene pocas ganas de ser evocado. Las tenía tan grandes mi hermano de hacerme creer que a la casa venía por vez primera, que no quiso esperar la segunda aparición del espectro para decirle a gritos:

«Al fin me tiene usted por aquí...».

Pero notando mi empaque severo, me miró mucho. Estábamos sentados el uno frente al otro.

«Pues sí, es bonita la casa. No la había visto. ¿Habías estado tú aquí?».

-Es la primera vez.

-Muy fría la sesión de esta tarde... La discusión de presupuestos sumamente lánguida. Tres diputados en el salón de sesiones. Pero en las secciones hemos tenido mar de fondo. Hay un tacto de codos que Dios tirita. Es verdaderamente escandaloso lo que pasa, y luego con la plancha que se tiró ayer el ministro de Gracia y Justicia... La Comisión de melazas no ha dado aún dictamen. Tendremos voto particular de Sánchez Alcudia, que se empeña en proteger los alfajores de su tierra...

Y yo callaba. Él debía de estar sobre ascuas viendo mi torvo silencio. Presagiaba sin duda una escena ruda y quiso debilitarme anticipadamente con la lisonja.

«¡Ah!, se me olvidaba -dijo tomando la máscara de la risa, que le sentaba como al Cristo las pistolas-. Tengo que darte las gracias. Ya me contó Manuela. El pobre Maximín, si no es por ti, se nos muere hoy. Anoche no pude ir en toda la noche a casa, porque... es verdaderamente cargante. Hasta las dos y media estuve en la comisión de melazas. Luego fui con Bojío a cenar a casa de su padre el marqués de Tellería. El pobre señor se agravó tanto anoche que tuvimos que quedarnos allí varios amigos... ¡Cuánto sentí esta mañana, al ir a casa, lo que había pasado con la tunante del ama! Parece que es buena la que llevaste... Pero, mira, allí me encontré un familión... El padre me abordó con aire marrullero y me dijo: 'Ya sé que el señor marqués va para menistro. Si quisiera dar algo a estos probecitos de Dios...'. Empezó a pedir. Figúrate, no quiere nada el angelito. Ve contando: el estanco del pueblo y el sello para su hijo mayor; para el segundo la cartería, y para sí propio la cobranza de contribuciones, la vara de alcalde, el remate de consumos y la administración de obras pías... Yo me desternillaba de risa y Sainz del Bardal le prometió proponerle para una mitra».

Con fuertes carcajadas celebraba José la gracia del cuento... Y yo siempre callado, serio. Estaba impaciente, deshecho, porque no quería romper el fuego hasta que estuviera delante el emperador Vitelio. Pero probablemente la taimada había hecho propósito de no presentarse, dejando que los Mansitos se despacharan solos a su gusto. De repente se levantó José. Le había entrado súbito afán de admirar las dos grandes láminas que doña Cándida había colgado en la pared de su salita.

«¿Pero has visto esto? Es un grabado verdaderamente magnífico. Naufragio del navío INTRÉPIDO delante de las rocas de Saint-Maló. ¡Qué olas! Parece que le salpican a uno a la cara. ¿Y este otro? Naufragio de la Medusa, por Gericault... Pero aquí todo son naufragios. En esto el reloj dio las once. Eran las cinco».

-Allá se va este reloj con los de mi casa -observó mi hermano sentándose-. Todos parecen de reblandecimiento de la médula catalina... Pues señor, me gusta este modo de recibir visitas. Si no se presenta pronto doña Cándida, me voy.

Farsas, puras farsas. Bien conocía él que en la casa pasaba algo grave. Mi inopinada presencia, mi silencio sombrío le causaban miedo, por lo que pensó en ponerse en salvo.

«¿Tú te quedas?».

-Sí, y tú también.

-Hombre, eso es mucho decir.

-Tenemos que hablar.

-¿Tienes algo que decirme?

-Algo, sí.

-Pues mira, no se conoce. Hace un cuarto de hora que estoy aquí.

-Yo quería que estuviese presente doña Cándida; pero ya que esa señora tiene vergüenza de ponerse delante de los dos...

José palideció. Hice propósito de explanar mi interpelación con todo el comedimiento posible y de no hacer lógica con violencia ni manotadas. Mi enemigo era mi hermano. ¡Difícil y peligroso lance!

«Pues dímelo pronto», indicó él, festivo a fuerza de contracciones de músculos.

-En dos palabras. Has estado haciendo la farsa de que venías aquí por primera vez, cuando vienes todas las tardes y noches, desde que vive aquí doña Cándida. Entre esta señora, a quien voy a recomendar al juez del distrito, y tú, padre de familia y representante de la nación, habéis armado una trampa... poco digna, quiero ser prudente en las calificaciones... una trampa contra esa pobre joven honrada, sin padres ni pariente alguno...

-No sigas, no sigas -dijo mi hermano, echándoselas de espíritu fuerte-. Eres verdaderamente un caballero andante. ¿Eres tú padre, hermano, esposo o siquiera novio...? Y si no lo eres, ¿para qué te metes a juzgar lo que no conoces? ¿Vienes en calidad de filántropo?

-Vengo en calidad de indiferente. Soy el primero que pasa, un hombre que oye gritos de angustia y acude a prestar socorro a... quien quiera que sea. Hablo con el título de persona humana, el único que se necesita para entrar donde martirizan, y desempeñar las primeras diligencias de protección mientras llegan Dios y la justicia terrestre. No tengo más que decir sobre mi derecho a intervenir aquí.

-Pero vamos a ver... es preciso poner las cosas... -balbució José enredado en el laberinto de sus confusos conceptos, sin saber por dónde salir-. Tú no puedes hacerte cargo... Lo primero que hay que tener en cuenta...

-Es que tu conducta ha sido impropia de un caballero y más impropia aún de un padre de familia. En tu misma casa trataste de pervertir a la que era maestra de tus hijos. No conseguiste nada... ¿Pues qué, creías, gran tonto, que no hay más...? Pero tú necesitabas emplear ciertas perfidias. Allá no era posible. Te confabulaste con esta desgraciada mujer, te valiste de su feroz codicia, armasteis entre ambos el lazo... Pero ya ves, ni con tus visitas, ni con tus regalos, ni con tus promesas, ni con tus amabilidades, que son tan empalagosas como la comisión de melazas, has conseguido tu objeto. Acosada por ti y maniatada por su tía, la víctima ha encontrado en su virtud fuerzas bastantes para defenderse...

-Pero, hombre, escúchame, déjame hablar un poco... Hay que presentar las cosas como son... Te diré... Tú te pones a filosofar, y abur... Cosa absurda... Aguarda... oye.

-No proceden así los caballeros. Si tienes pasiones, véncelas; si no puedes vencerlas, trampéalas con dignidad. En resumidas cuentas...

-En resumidas cuentas, tú no te has enterado... Por amor de Dios, Máximo, estás hablando ahí... y no es eso, no es eso...

-Pues, ¿qué es?...

Tal era su atontamiento, que no acertaba a salir del ovillo de conceptos en que se había envuelto. Tenía la boca seca, el rostro encendido, y fumaba cigarrillos con nerviosa presteza. Ofreciome uno, y le dije:

-Pero, hombre, ¿ahora vienes a saber que no fumo ni he fumado en mi vida?

-Es verdad; pues vamos a ver... Yo he venido aquí la otra tarde por casualidad, cuando salí de la comisión... Pero no es eso. Lo primero es definir bien... porque así, presentadas las cosas con ese aparato de moral... Aquí no hay lo que crees... Empezaré por decirte que Irene... No es que piense mal de ella... Tú no estás enterado... Y ya se ve, cuando sin estar en autos... En cuanto a caballerosidad, yo te aseguro que nadie me ha dado lecciones todavía... Y vamos al caso... Por amor de Dios, hombre...

-Al caso, sí. Mira, José María; descubierta la poco noble conspiración fraguada por ti y doña Cándida, y desarrollada con sus ideas y tu dinero...

-Poco a poco... De que yo ampare a los desvalidos, no se deduce... Ven a razones, hombre. Aquí no somos filósofos, pero sabemos razonar... Porque tú... Entendámonos...

-Sí, entendámonos. Descubierto el plan poco noble, no puedes salir adelante, José. Dalo por frustrado. Haz cuenta que en una jugada de bolsa perdiste el dinero que has dado a doña Cándida. Esto se acabó. No hay más que hablar. En este juego prohibido se ha presentado la policía, y poniendo el bastón sobre la mesa, ha dicho: «Ténganse a la justicia». La policía soy yo. Estoy pronto a indultar, si esto se da por concluido. Estoy pronto a hacer un escarmiento si esto sigue.

-Dale, dale... Si no comprendes... Eres verdaderamente testarudo... Déjame que te explique... No hay que tomar las cosas tan por lo alto... ¡dale!...

-¿Sabes cuáles son mis armas? La publicidad, el escándalo son espadas de dos filos que hieren a ti y a mi protegida. Pero no importa: es inocente. Dios cuidará de ella. Te amenazo, pues, con la publicidad, con el escándalo, y además con el juez.

-Dale, si no es eso...

-¿Cómo que no es eso?... Veremos. Ten presente lo que acabo de decir: el juez...

-¿Pero qué juez ni qué niño muerto?

-En cambio, si esto se queda así, si me prometes no volver a poner los pies en esta casa, habrá paz; tu mujer no sabrá nada, y puedes dedicarte tranquilamente a la vida pública.

-Hombre, te estoy oyendo -gritó mi hermano envalentonándose mucho y cruzándose de brazos-, y no sé qué pensar... ¡Estamos bonitos!... ¿Qué significa esto? Te he oído con paciencia; pero yo no la tengo... Con que es decir que yo soy un criminal, un no sé qué, un... Tus filosofías me apestan... No habrá más remedio que tomarlo a risa... Y en último caso, ¿a qué se reduce todo?... A nada, a una bobada... Tanta bulla, tanta ponderación y tanta soflama por una cosa sin maldita importancia. Estos sabios son verdaderamente idiotas... Que se me haya antojado decir cuatro tonterías a Irene... ¡Por amor de Dios, hombre!, que aquí en esta casa le haya dicho también cuatro tonterías, o cinco... ¡por amor de Dios!, ¿es eso motivo?... Ni sé cómo te escucho...

-Quedamos en que esto se acabó -dije, gozoso de verle batiéndose en retirada.

-Pero si no se ha empezado, si no hay nada, si todo es figuración tuya... Francamente, yo no sé cómo te aguantan tus amigos... Si te casaras, tu mujer se tiraría por el viaducto y tus hijos te maldecirían. Eres muy plantillero, el colmo de la impertinencia, de la pedantería y del entrometimiento. Vamos, que si no conociera tus buenas cualidades...

-Quedamos en que no volverás más aquí.

-Eres tonto... Como si yo tuviera algún interés en ello... Eso bien lo puedes creer, y si hay algo aquí que me ha costado el dinero, interprétalo con más caridad, hombre, atribúyelo a compasión de esta desgraciada familia. Dime tú, ¿los beneficios se hacen públicamente o con cierto recato? Al menos yo he aprendido que la caridad debe practicarse en silencio. Vosotros los filósofos lo entendéis de otro modo.

-Eres un santo... Vamos, ¿a qué concluyes por pedir que te canonicen...?

-Y cuando yo me intereso por los desvalidos, cuando les ayudo a vencer las dificultades de este mundo, hago las cosas completas, no me quedo a la mitad del camino. Poco me importa que después venga la calumnia a desfigurar mis acciones... Yo desprecio la calumnia. Cuando mi conciencia está tranquila...

No lo pude remediar: rompí a reír, viendo que el muy farsante, acalorándose más con el papel que representaba, pretendía nada menos que darme a mí la feísima parte de calumniador. Y quería sacar partido de su falsa posición, y tornándose en juez, me decía:

«Y vamos a ver, camaradita, ¿quién me asegura que tú, con esos aires caballerescos, y esas protecciones y esas cosas sublimes, no vienes aquí con una intención solapada...? Me parece que eres de los que las matan callando. Eso sería bueno: que quien sólo ha tenido propósitos benéficos y caritativos pase por hombre corrompido, tramposo y malo, y que el señorito filósofo, sabio y profesor de moral sea el verdadero perseguidor de la honra de las doncellas puras... Verdaderamente...».

Se puso delante de mí, y con su bastón iba marcando sus palabras más arriba de mi cabeza, sin tocarme, se entiende.

«Yo te he visto caracoleando en el cuarto de Irene, haciéndola la rueda en el paseo, como un pavito real, muy hueco y filosófico; yo te he visto relamido y sumamente pedante y traviatesco junto a ella... Es verdad que nunca sospeché que te pudiera querer... Eres muy antipático...».

Y se fue delante del espejo a estirarse el cuello de la camisa y acomodarse la corbata, que andaba un poco descarriada.

«Si saldremos ahora con que un señor catedrático de moral anda enamorado... ¡Por amor de Dios, hombre!... Con esa cara de cura y esa respetable fisonomía, pues no parece sino que detrás de cada vidrio de tus gafas están Platón y Aristóteles... y con esa cortedad de genio... Por María Santísima, Máximo, no hagas el oso... Tú no sirves para eso: nunca gustarás a las mujeres».

Aun siendo tan poco autorizado quien las hacía, aquellas burlas me mortificaban.

«Yo no comprendo el interés ridículo que te tomas por la pobrecita Irene, que de seguro se reirá de ti bajo aquella capita de bondad... porque eso sí; otra que tenga mejores modos y que sepa esconder tan bien sus picardías...».

Se paseaba por la sala haciendo molinete con el bastón.

«Mira, José -le dije-, haz el favor de marcharte de una vez. Abandona el campo, y déjanos en paz. Si te empeñas en ser pesado, yo me empeñaré en ser inflexible. Te he cogido en tu propio lazo; no tienes defensa contra mí. Márchate; este disgustillo se acabó, y desde mañana seremos hermanos».

-No, no, si en mí no hay disgusto, ni despecho... -balbució contradiciendo sus palabras con la expresión colérica de su semblante-. ¿Crees que doy importancia a tus majaderías? No, hombre, no hago caso: mi conciencia está tranquila... He sabido amparar a una familia desgraciada: veremos lo que haces tú ahora... Me marcharé...

-Pues de una vez...

-Te dejo en plena posesión de tu papel de desfacedor de agravios. Trabajo te mando, camaradita, porque no es oro todo lo que reluce. Y no es que yo quiera agraviar a la pobre Irene. Yo me he interesado por ella, no como un sabio filósofo, sino como un buen padre, como un hermano. Que viene doña Cándida a contarme que ha descubierto paquetes de cartas... Bueno, ¡cosas de chicas!, es natural que se enamoren de cualquier pelagatos... es natural que lo disimulen, que hagan mil tapujos y tonterías... Que doña Cándida me dice: «Irene llora; a Irene le pasa algo; Irene anda en malos pasos». Bueno: la juventud, la ilusión... cosas de niñas que leen novelas. No doy importancia a tales boberías... Que yo mismo observo a cierta persona rondando la casa por las tardes, por las noches... ¡Qué le hemos de hacer! Mientras haya coquetas, habrá gomosos. He tenido ganas de andar a galletas con uno, mejor dicho, de aplacarle el resuello. Pero eso tú lo harás ahora, tú, el señor de la protección caballeresca. Veremos si con rociadas de moral ahuyentas al enemiguito. Échale los espejuelos encima, y saca el Cristo, o el Sócrates. O si no, otra cosa...

Se echó a reír como un condenado.

«Otra cosa. Trae al juez, hombre, trae a ese juez con que me amenazabas, y dile: 'señor juez, aquí tiene usted a un novio de mi futura: métalo usted en la cárcel, y a mí mándeme a un tonticomio...'. Eso es, eso. Aquí te quiero ver, escopeta».

Francamente... le iba a contestar algo; pero pensé que era más digno no contestarle nada.

«Y yo me marcho. Te obedezco, hermanito. Aquí te quedas. Ya me contarás y nos reiremos».

Le vi dispuesto a marcharse. Algo me ocurrió entonces que decir; pero me callé para que se fuera de una vez. Salió sin decirme nada, tarareando una musiquilla, pero con la rabia en el corazón. Alegreme de este resultado, porque mi objeto estaba conseguido, y conociendo a José María como le conocía yo, bien podía asegurarse que daba por perdido el juego. Su miedo al escándalo me garantizaba su vencimiento y abandono de sus planes. Por el momento yo había triunfado, y lo mejor era que había conseguido mi objeto sin gritería ni violencia. No había habido drama, cosa en extremo lisonjera para todos.

José me conocía; debía comprender que en caso de reincidencia, yo daría el escándalo, intervendría la justicia, se enteraría Manuela. Era probable que esta pidiera la separación de bienes, y se marchara a Cuba... El marrullero, el hombre práctico no podía menos de detenerse ante la amenaza de estos peligros verdaderamente terribles. ¡Campaña ganada, y ganada sin batalla, por la prematura retirada del enemigo, antes convencido que derrotado! O esto es estrategia sublime, o no sé lo que es.