El amigo Manso/Capítulo XXXV


Capítulo XXXV - Proxenetes editar

-¿Qué, hombre?

-Proxenetes. Se lo digo a usted en griego para mayor claridad.

-¡Ay!, estos señores sabios ni siquiera para insultarnos saben hablar como la gente.

-Alguien vendrá que le hablará a usted más claro que el agua.

-¿Quién?

-El juez de primera instancia.

Ni con risitas, ni con un gesto desdeñoso pudo disimular su terror. Yo seguía paseándome. Siguió larga pausa, durante la cual vi que el fiero Calígula batía compases con una mano sobre el brazo del sillón... Su ingenio debió de inspirarle el cómodo partido de desviar el asunto, ingiriendo otro completamente extraño, en el cual podía hacer el papel de víctima.

«Tú siempre tan inoportuno y tan... filosófico. Vienes aquí cuando no se te llama, y haces aspavientos. Mejor te ocuparas de lo que más nos importa a todos, y no me pusieras en mal lugar, como lo has hecho hoy... Sí: porque de haber sabido lo que pasaba, de haber sabido que Maximín se quedó sin ama, ¿cómo no hubiera volado yo a casa de Lica para buscarle al instante otra?... ¡Ay, qué apunte eres! Como si yo no existiera... Es hasta una falta de respeto, sí señor. Bien sabes que tengo tanto interés como tú, como la misma Manuela... Francamente, este olvido me ha llegado al alma. ¡Y tú tan sabio como siempre! En vez de correr en busca mía y contarme lo que pasaba, te fuiste al Gobierno civil para buscar por ti mismo... Ya, ya sé que llevaste a la casa una familia de cafres... Precisamente conozco un ama que no tiene precio. Véase aquí lo que se saca de interesarse por los demás: desaires y más desaires».

Y yo, pasea que pasearás... La oía como quien oye llover sandeces.

«Luego se espantan de que se nos agrie el carácter, de que un disgusto tras otro, y por añadidura, los achaques y males nerviosos pongan a una infeliz mujer en el estado moral más triste del mundo. De aquí resultan cosas que parecen distintas de lo que son. Cada una en su casa hace lo que le acomoda, siempre dentro del límite de los deberes y de la dignidad a que las personas de cierta clase no podemos faltar nunca. Viene luego cualquiera que no está en antecedentes, y por lo primero que ve, juzga y sentencia de plano sin enterarse. Una chica mimosa y llorona contribuye con sus tonterías a embrollar la cuestión; el sabio se acalora, se pone a hacer papeles caballerescos... y si mediara una explicación, todos quedarían en buen lugar...».

Aquel zumbido me mortificaba de un modo indecible. No me podía contener.

«Señora...».

-¡Qué!

-¿Quiere usted hacer el favor de callarse?

-¡Qué falta de respeto! ¿Quieres tú hacer el favor de marcharte? Estoy en mi casa... Mucho estimo a tu familia, mucho quise a tu madre, aquel ángel del cielo, aquella criatura sin igual... ¡Ah!, no os parecéis a ella, y si resucitara y se nos presentase aquí, me juzgaría como merezco... Digo que mucho la quise, y mucho vale para mí su recuerdo al hallarme delante de tu descortesía; pero esta puede llegar a ser tal que no pueda perdonarla... Porque esto es una iniquidad, Máximo; una cosa atroz. Lo que haces conmigo no tiene nombre. ¡Venir a insultarme a mi propia casa!... sin respetar mis canas... sin acordarte de aquella santa...

La papada se movía tanto que parecían agitarse impacientes dentro de ella todas las farsas, todos los embustes y trampantojos almacenados para un año. Al mismo tiempo pugnaba Calígula por traer a su defensa un destacamento de lágrimas, que al fin, tras grandes esfuerzos, asomaron a sus ojos.

«Nunca -gimió, sonándose con estrépito para aumentar artificialmente el caudal lacrimatorio-, nunca hubiera creído tal cosa de ti. Me debes, si no otra cosa, respeto. Y antes de formar malos juicios de esta desgraciada, a quien podrías considerar como tu segunda madre, debes informarte bien, preguntarme... Yo estoy pronta a responder a todo, a sacarte de dudas... ¿Quieres saber por qué llora Irene? Pues no se lo preguntes a ella, pregúntamelo a mí, que te lo diré. Estas muchachas de hoy no son como las de mi tiempo, tan recogidas, tan sumisas. ¡Quia!, una cosa atroz... No hay vigilancia bastante para impedir que hagan mil coqueterías y enredos. ¿Quieres que te la pinte en dos palabras?... Pues es una mosquita muerta... No lo creerás, sé que no lo vas a creer y que descargarás tu furor contra mí. Pero mi deber es antes que todo, y el interés que me tomo por ella. Allí, en la propia casa de Lica, donde la sujeción parecía ser tan grande como en un convento, la muy picarona, ¿lo creerás?, pues sí, tenía un novio. No hay como estas tontuelas para ocultar las cosas. Ni Lica ni tú, ni yo que iba allá todos los días, sospechábamos nada... ¿Qué habíamos de sospechar viendo aquella modestia, aquella conformidad mansa, aquella cosita... así...? Pero estas mansas son de la piel de Barrabás para esconder sus líos. ¡Un novio! Cuando nos mudamos lo descubrí, y si quieres que te lo pruebe...».

La ira que se encendió súbitamente en mí era tal, que me desconocí en aquel instante, pues en ninguna época de mi vida me había sentido transformado como entonces en un ser brutal, tosco y de vulgares inclinaciones a la venganza y a todo lo bajo y torpe. Cómo se levantaron en mi alma revuelta aquellos sedimentos, no lo sé.

-¿Quieres que te lo pruebe? -repitió doña Cándida a la manera de las hienas, sorprendiendo, con su feliz instinto, mi momentánea bajeza, y creyendo que la suya permanente podría hallar en mí fugaz acogida-. ¿Quieres que te lo pruebe?... Cuando nos mudamos, en aquel desorden de los baúles, sorprendí un paquete de cartas... no tienen firma... ¿conocerás tú...?

Afianzó las manos en los brazos del sillón para levantarse. Vacilé un momento... ¡Dios! ¡Descubrir el misterioso enigma, saber el fin...! ¡No, por aquel medio jamás!

«Señora, no se mueva usted -grité con brío, ya repuesto en mi normal ser-. No quiero ver nada».

-Tú quizás sepas... Algún moscón de los muchos que van a aquella casa... La pícara mulata era quien traía y llevaba las cartitas... ¿Pero cómo se las componen estas criaturas para envolver en tan gran misterio sus picardías...? Yo estoy aterrada, y de seguro voy a sucumbir a fuerza de disgustos... Esta criatura, a quien he consagrado mi vida... ¡Oh! Máximo, tú no comprendes este dolor atroz este dolor de una madre, porque madre soy para ella, madre solícita y siempre sacrificada... Y ya ves qué pago...

Otra vez su cinismo agotaba mi paciencia.

Yo no la miraba, porque su semblante me hería. Éranme particularmente antipáticas la papada trémula y la despejada frente cesárica, en la cual ondulaban las arrugas de un modo raro, como se enroscan y se retuercen los gusanos al caer en el fuego.

«Señora, hágame usted el favor de callarse».

-Bien, lloraré sola, me lamentaré sola. ¿A ti qué te importa, caballero andante y filósofo aventurero?

Y en aquel punto los dolorosos gemidos de Irene se oyeron de nuevo... El corazón se me dividía ante aquella angustia secreta, apenas declarada, que venía a combinarse dentro de mí con otra angustia mayor. El dolor mío se agitaba entre accidentes de despecho y enojo, como llama entre tizones. Me embargaba tanto, que daba perplejidades a mi voluntad y yo no sabía qué hacer. Pensé acudir a Irene, que parecía sufrir gravísimo paroxismo; pero no sé qué repugnancia me alejaba de ella. Doña Cándida se levantó, diciendo con agridulce voz:

-La pobrecita está tan afligida... Es que la he reñido... No me puedo contener. Es preciso darle una taza de tila.

Dejome solo. Y yo pasea que pasearás. Me rodeaba una atmósfera de drama. Presentía la violencia, lo que en el mundo artificioso del teatro se llama la situación... ¡Tilín!, ¡el timbre, la puerta!... ¡Mi hermano!...