El amigo Manso/Capítulo X


Capítulo X - Al punto me acordé de Irene editar

La cual para el caso venía como de encargo. ¡Preciosa adquisición para mi familia y admirable partido para la huérfana! Contentísimo de ser autor de este doble beneficio, aquella misma tarde hablé a doña Cándida. ¡Dios mío, cómo se puso aquella mujer cuando supo que mi hermano con toda su gente estaba en Madrid! Temí que la sacudida y traqueteo de sus disparados nervios la ocasionaran un accidente epiléptico, porque la vi echar de sus ojos relámpagos de alegría; la vi retozona, febril, casi dispuesta a bailar, y de pronto, aquellas muestras de loco júbilo se trocaron en furia, que descargó sobre mí, diciendo a gritos:

«Pero, soso, sosón, ¿por qué no me has avisado antes?... ¿En qué piensas? Tú estás en Babia».

Yo sorprendí en su mirada destellos de su excelso ingenio, conjunto admirable de la rapidez napoleónica, de la audacia de Roque Guinart y de la inventiva de un folletinista francés. ¡Ay de las víctimas! Como el buitre desde el escueto picacho arroja la mirada a increíble distancia y distingue la res muerta en el fondo del valle, así doña Cándida, desde su eminente pobreza, vio el provechoso esquilmo de la casa de mi hermano y carne riquísima donde clavar el pico y la garra. La risa retozaba en sus labios trémulos y su semblante todo denotaba un estado semejante a la inspiración del artista. Loca de contento me dijo:

«¡Ay Máximo, cuánto te quiero! Eres el ángel de mi guarda».

No supe lo que me hacía al poner en comunicación al sanguinario Calígula con la inocente familia de mi hermano. Era ya tarde cuando caí en la cuenta de que, llevado de un sentimiento caritativo, había atraído sobre mis parientes una plaga mayor que las siete de Egipto juntas. Era yo el autor del mal, y me reía, no podía evitarlo, me reía al ver entrar en la casa para hacer su primera visita a la representante de la cólera divina, puesta de veinticinco alfileres, radiante, amenazadora, con expresión de fiera majestad semejante a la que debía de tener Atila. No sé de dónde sacó las ropas que llevaba en aquella ocasión trágica. Creo que las alquiló en una casa de empeños con cuyos dueños tenía amistad, o que se las prestaron, o no sé qué, pues hay siempre impenetrables misterios en los modos y procedimientos de ciertos seres, y ni el más listo observador sorprende sus maravillosas combinaciones. Lo que llevaba encima, sin ser bueno, era pasable, y como la muy pícara tenía cierto continente de señora principal, daba un chasco a cualquiera, y ante los ojos inexpertos pasaba por persona de las que imperaban en la sociedad y en la moda. Su noble perfil romano y sus distinguidos ademanes hicieron aquel día papel más lucido que en toda la temporada de los esplendores de García Grande en tiempo de la Unión Liberal.

Cuando vio a mi hermano, le abrazó de tal modo y tales sentimientos hizo, que yo creí que se desmayaba. Recordó a nuestra buena madre con frases patéticas que hicieron llorar a José María, y se dejó decir que ella era una segunda madre para nosotros. En su conversación con Lica y Chita se mostró tan discreta, tan delicada, tan señora, que las cubanas se quedaron encantadas, embebecidas, y Lica me dijo después que nunca había tratado a una persona más fina y amable. En aquella primera visita dio también doña Cándida rienda suelta a sus sentimientos cariñosos con los niños, haciéndoles toda suerte de mimos y zalamerías, y demostrándoles un amor que rayaba en idolatría. La niña Chucha tuvo un breve consuelo a su nostalgia en las tiernas expresiones de aquella improvisada amiga, que supo hablarle del ajiaco, poniendo en las nubes las comidas cubanas, y terminó con un parrafillo sobre enfermedades. Hasta José María cayó en la astuta red, y un rato después de haber salido Calígula, me preguntaba si a los salones de doña Cándida iba mucha gente notable, al oír lo cual me entró una risa tan grande que creo oyeron mis carcajadas los sordo-mudos que están en el inmediato colegio de la calle de San Mateo.

Al día siguiente se presentó de nuevo en la casa mi cínife. Desde sus primeras charlas mostrose muy confianzuda, y decía a las mujeres: «Si parece que nos hemos conocido toda la vida... Las miro a ustedes como si fueran hijas mías». Luego les contaba sucesos de su vida, y hablaba de sí misma y de sus males en términos que me llenaba de admiración su numen hiperbólico. Había detenido el viaje a sus posesiones de Zamora para poder gozar de la compañía de tan simpática familia, y aunque sus intereses habían sufrido bastante por culpa de los malos administradores, no quería salir de Madrid, porque sus amigas la marquesa de acá y la duquesa de allá la retenían. Sus dolencias eran lastimosa epopeya, digna de que Homero se volviera Hipócrates para cantarlas. Por último, en aquel segundo día y en los siguientes (pues antes faltara el sol en el zenit que Calígula en la casa de Manso), demostró tal conocimiento y arte en materia de modas, que fue constituida en Consejo de Estado de Lica y Chita, y ya no se escogió sombrero, ni tela ni cinta sin previa opinión de la de García Grande.

«¡Pobrecitas! -les decía-, no entren ustedes en las tiendas a comprar nada. En seguida conocen que son americanas y les hacen pagar el doble, una cosa atroz... Yo me encargo de hacerles las compras... No, no, hija, no hay que agradecer nada. Eso a mí no me cuesta trabajo; no tengo nada que hacer. Conozco a todos los tenderos, y como soy tan buena parroquiana, saco las cosas tan arregladas...».

Para que mi hermano se previniera contra los peligros económicos a que estaba expuesta la familia admitiendo los servicios de doña Cándida, le conté la dilatada y pintoresca historia de los sablazos, con lo que se rió mucho, no diciendo más sino: «¡Pobre señora!, ¡si mamá la viera en tal estado!...».

A los pocos días hablé con Lica del mismo asunto; pero ella, rebelándose contra lo que juzgaba malicia mía, cortó mis amonestaciones diciéndome con su lánguida expresión:

«No seas ponderativo... Tú tienes mala voluntad a la pobre niña Cándida. ¡Es más buena la pobre...! Sería riquísima si no fuera por los malos administradores... ¡Será que el refaccionista le hace malas cuentas...! Luego es tan delicada la pobre... Ayer tuve que enfadarme con ella para hacerle aceptar un favorcito, un pequeño anticipo, hasta tanto que le vengan esas rentas del potrero... no es potrero, en fin, lo que sea. La pobre es más buena... No quería tomarlo... ni por nada del mundo. Yo le pedí por la Virgen de la Caridad del Cobre que me hiciera el favor de tomar aquella poca cosa... Veo que te ríes; no seas sencillo... ¡La pobre!... me ofendí con su resistencia y se me saltaron las lágrimas. Ella se echó a llorar entonces, y por fin se avino a no desairarme».

Lica era una criatura celeste, un corazón seráfico. No conocía el mal; ignoraba cuánto de falaz y malicioso encierra el mundo, y a los demás medía por la tasa de su propia inocencia y bondad. Yo contemplaba con tanto gozo como asombro aquella flor pura de su alma, no contaminada de ninguna maleza, y que ni siquiera sospechaba que a su lado existía la cizaña. Me daba tanta lástima de turbar la paz de aquel virginal espíritu inoculándole el virus de la desconfianza, que decidí respetar su condición ingenua, más propia para la vida en las selvas que en las grandes ciudades, y no le hablé más del feroz Calígula.

En tanto, Irene había tomado la dirección intelectual, social y moral de las dos niñas y el pequeñuelo. Se les destinó, por acuerdo mío, un holgado aposento, donde todo el día estaba la maestra a solas con los alumnitos, y en una habitación cercana comían los cuatro. Yo previne que todas las tardes salieran a paseo, no consagrando al estudio sedentario más que las horas de la mañana. La discreción, mesura, recato y laboriosidad de la joven maestra, enamoraban a Lica que, en tocando a este punto, me echaba mil bendiciones por haber traído a su casa alhaja tan bella y de tal valor. También mi hermano estaba contentísimo, y yo me consolaba así del mal que hice con llevarles la calamidad de doña Cándida; y pensando en la útil abeja, olvidaba al chupador vampiro.