El amigo Manso/Capítulo IX
Capítulo IX - Mi hermano quiere consagrarse al país
editarInstaláronse a mitad de Octubre en la casa alquilada, y el primer día se encendieron las chimeneas porque todos se morían de frío. Lica estaba fluxionada, su hermana Chita (Merceditas) poco menos, y la niña Chucha, atacada de súbita nostalgia, pedía con lamentos elegiacos que la llevasen a su querida Sagua, porque se moría en Madrid de pena y frío. La casa estrecha y no muy clara era tediosa cárcel para ella, y no cesaba de traer a la memoria las anchas, despejadas y abiertas viviendas del templado país en que había nacido. Víctima del mismo mal, el expatriado sinsonte falleció a las primeras lluvias, y su dolorida dueña le hizo tales exequias de suspiros, que creíamos iba a seguir ella el mismo camino. Uno de los tomeguines se escapó de la jaula y no se le volvió a ver más. A la buena señora no había quien le quitara de la cabeza que el pobre pájaro se había ido de un tirón a los perfumados bosques de su patria. ¡Si hubiera podido ella hacer otro tanto! ¡Pobre doña Jesusa, y qué lástima me daba! Su única distracción era contarme cosas de su bendita tierra, explicarme cómo se hace el ajiaco, describirme los bailes de los negros y el tañido de la maruga y el güiro, y por poco me enseña a tocar el birimbao. No salía a la calle por temor a encontrarse con una pulmonía; no se movía de su butaca ni para comer. Rupertico le servía la comida, y se iba comiendo por el camino las sobras que ella le daba.
En cambio, mi hermano, su mujer y su cuñada se iban adaptando asombrosamente a la nueva vida, al áspero clima y a la precipitación y tumulto de nuestras costumbres. José María, principalmente, no echaba de menos nada de lo que se había quedado del otro lado de los mares, y se le conocía la satisfacción que le causaba el verse tan obsequiado, y atraído por mil lisonjas y solicitaciones, que a la legua le daban a conocer como un centro metálico de primer orden. Hacía frecuentes viajes al Congreso, y me admiró verle buscar sus amistades entre diputados, periodistas y políticos, aunque fueran de quinta o sexta fila. Sus conversaciones empezaron a girar sobre el gastado eje de los asuntos públicos, y especialmente de los ultramarinos, que son los más embrollados y sutiles que han fatigado el humano entendimiento. No era preciso ser zahorí para ver en José María al hombre afanoso de hacer papeles y de figurar en un partidillo de los que se forman todos los días por antojo de cualquier individuo que no tiene otra cosa que hacer. Un día me le encontré muy apurado en su despacho, hablando solo, y a mis preguntas contestó sinceramente que se sentía orador, que se desbordaban en su mente las ideas, los argumentos y los planes, que se le ocurrían frases sin número y combinaciones mil que, a su juicio, eran dignas de ser comunicadas al país.
Al oír esto del país, díjele que debía empezar por conocer bien al sujeto de quien tan ardientemente se había enamorado, pues existe un país convencional, puramente hipotético, a quien se refieren todas nuestras campañas y todas nuestras retóricas políticas, ente cuya realidad sólo está en los temperamentos ávidos y en las cabezas ligeras de nuestras eminencias. Era necesario distinguir la patria apócrifa de la auténtica, buscando esta en su realidad palpitante, para lo cual convenía, en mi sentir, hacer abstracción completa de los mil engaños que nos rodean, cerrar los oídos al bullicio de la prensa y de la tribuna, cerrar los ojos a todo este aparato decorativo y teatral, y luego darse con alma y cuerpo a la reflexión asidua y a la tenaz observación. Era preciso echar por tierra este vano catafalco de pintado lienzo, y abrir cimientos nuevos en las firmes entrañas del verdadero país, para que sobre ellos se asentara la construcción de un nuevo y sólido Estado. Díjome que no entendía bien mi sistema, y me lo probó llamándome demoledor. Yo tuve que explicarle que el uso de una figura arquitectónica, que siempre viene a la mano hablando de política, no significaba en mí inclinaciones demagógicas. Mostreme indiferente en las formas de gobierno, y añadí que la política era y sería siempre para mí un cuerpo de doctrina, un sabio y metódico conjunto de principios científicos y de reglas de arte, un organismo, en fin, y que, por lo tanto quedaban excluidos de mi sistema las contingencias personales, los subjetivismos perniciosos, los modos escurridizos, las corruptelas de hecho y de lenguaje, las habilidades y agudezas que constituyen entre nosotros todo el arte de gobernar.
Tan pronto aburrido de mi explicación como tomándola a risa, mi hermano bostezaba oyéndome, y luego se reía, y llamándome con vulgar sorna metafísico, me invitaba a enseñar mi sabiduría a los ángeles del cielo, pues los hombres, según él, no estaban hechos para cosa tan remontada y tan fuera de lo práctico. Después me consultó con mucha seriedad que a qué partido debería afiliarse, y le contesté que a cualquiera, pues todos son iguales en sus hechos, y si no lo son en sus doctrinas, es porque estas, que no le importan a nadie, no han sufrido análisis detenido. Luego, dándole una lección de sentido práctico, le aconsejé que se afiliara al partido más nuevo y fresquecito de todos, y él -61- halló oportunísima la idea y dijo con gozo: «Metafísico, has acertado».
Las relaciones de la familia aumentaban de día en día, cosa sumamente natural, habiendo en la casa olor a dinero. Al mes de instalación, mi hermano tenía la mesa puesta y la puerta abierta para todas las notabilidades que quisieran honrarle. Las visitas sucedían a las visitas, las presentaciones a las presentaciones. No tardó en comprender el jefe de la familia que debía desarraigar ciertas prácticas muy nocivas a su buen crédito, y así, en la mesa, cuando había convidados, que era los más días del año, reinaba un orden perfecto, no turbado por las disputas sobre carne y vino, ni por las rarezas de la niña Chucha, ni por las libertades de los chicos. Tomaron un buen jefe, un maestresala o mozo de comedor, y aquello parecía otra cosa. El buen tono se iba apoderando poco a poco de todas las regiones de la casa y de los actos de la familia, y en las personas de Lica y Chita no era donde menos se echaba de ver la transformación y el rápido triunfo de las maneras europeas. Mi cuñada supo contener un poco su pasión por las yemas, caramelos y bombones, y los niños, excluidos de la mesa general, comían solos y aparte, bajo la dirección de la mulata. Conociendo su padre lo mal educados que estaban, acudió a poner remedio a este grave mal, pues no sabían cosa alguna, ni comer, ni vestirse, ni hablar, ni andar derechos. Lica deploraba también la incuria en que vivían sus hijos, y un día que hablaba de esto con su marido, volviose este a mí y me dijo: -«Es preciso que sin pérdida de tiempo me busques una institutriz».