El Zarco/Capítulo IV
Quien hubiera oído hablar a Manuela en tono tan despreciativo, como lo había hecho, del herrero de Atlihuayan, se habría podido figurar que era un monstruo, un espantajo repugnante que no debiese inspirar más que susto o repulsión.
Pues bien: se habría engañado. El hombre que después de atravesar las piezas de habitación de la casa, penetró hasta el patio en que hemos oído la conversación de la señora mayor y de las dos niñas, era un joven trigueño, con el tipo indígena bien marcado, pero de cuerpo alto y esbelto, de formas hercúleas, bien proporcionado y cuya fisonomía inteligente y benévola predisponía desde luego en su favor. Los ojos negros y dulces, su nariz aguileña, su boca grande, provista de una dentadura blanca y brillante, sus labios gruesos, que sombreaba apenas una barba naciente y escasa daban a su aspecto algo de melancólico, pero de fuerte y varonil al mismo tiempo. Se conocía que era un indio, pero no un indio abyecto y servil, sino un hombre culto, ennoblecido por el trabajo y que tenía la conciencia de su fuerza y de su valer. Estaba vestido no como todos los dependientes de las haciendas azucareras, con chaqueta de dril de color claro, sino con una especie de blusa de lanilla azul como los marineros, ceñida a la cintura con un ancho cinturón de cuero, lleno de cartuchos de rifle, porque en ese tiempo todo el mundo tenía que andar armado y apercibido para la defensa; además, traía calzoneras con botones oscuros, botas fuertes, y se cubría con un sombrero de fieltro gris de anchas alas, pero sin ningún adorno de plata. Se conocía en fin, que de propósito intentaba diferenciarse, en el modo de arreglar su traje, de los bandidos que hacían ostentación exagerada de adornos de plata en sus vestidos, y especialmente en sus sombreros, los que les había valido el nombre con que se conocían en toda la República.
Nicolás acostumbraba, en sus visitas diarias a la familia de Manuela, dejar su caballo y sus armas en una casa contigua, para partir luego que cerraba la noche a la hacienda de Atlihuayan, distante menos de una milla de Yautepec.
Después de los saludos de costumbre, Nicolás fue a sentarse junto a la señora en otro banco rústico, y notando que a los pies de Manuela estaban regadas en desorden las rosas que ésta había desprendido de sus cabellos, le preguntó:
-Manuelita, ¿por qué ha tirado usted tantas flores?
-Estaba yo haciendo un ramillete -respondió secamente Manuela-, pero me fastidié y las he arrojado.
-¡Y tan lindas! -dijo Nicolás inclinándose para recoger algunas, lo que Manuelita vio hacer con marcado disgusto-. ¡Usted siempre descontenta! -añadió tristemente.
-¡Pobre de mi hija! Mientras estemos en Yautepec y encerradas -dijo la madre- no podemos tener un momento de gusto.
-Tienen ustedes razón -replicó Nicolás-. ¿Y su hermano de usted ha escrito?
-Nada, ni una carta; no hemos tenido ni razón de él. Ya me desespero ... Y ¿qué nuevas noticias nos trae usted ahora, Nicolás?
-Ya sabe usted, señora -dijo Nicolás con aire sombrío-, las de siempre ..., plagios, asaltos, crímenes por donde quiera, no hay otra cosa. Antier se llevaron los plateados de Xochimancas al purgador de la hacienda de San Carlos. Ayer, en la mañana, se llevó otra partida al ayudante de campo, que había salido a la tranca de la hacienda nada más; después mataron a unos arrieros que iban de Cocoyoc al camino de México.
-¡Misericordia de Dios! -exclamó la señora-; si no es posible vivir ya en este rumbo. Si yo estoy desesperada y no sé cómo salir de aquí ...
-A propósito -continuó Nicolás-; si usted insiste, señora, en su deseo de irse a México, y ya que ha rehusado usted mis servicios para acompañarla, pronto se le ofrecerá a usted una oportunidad.
-¿Sí? ¿Cómo? -preguntó con ansiedad la señora.
-Hemos sabido que debía haber llegado aquí esta mañana una fuerza de caballería del gobierno, porque salió de Cuernavaca con esta dirección ayer en la tarde, y durmió en Xiutepec; pero al amanecer recibió orden de ir a perseguir a una partida de bandidos que en la misma noche asaltó a una familia rica extranjera, que se dirigía a Acapulco, acompañada de algunos mozos armados. Parece que, precisamente para ver si escapaba de los ladrones, esa familia salió de Cuernavaca ya de noche y caminaba aprisa para llegar hoy temprano a Puente de Ixtla o San Gabriel. Pero cerca de Alpuyeca la estaba esperando una partida de plateados. Los extranjeros que iban con la familia se defendieron, pero los mozos hicieron traición y se pasaron con los bandidos, de modo que los pobres extranjeros quedaron allí muertos con su familia, que también pereció.
-¡Jesús!, ¡qué horror! -exclamaron le señora y Pilar, mientras que Manuela palideció ligeramente y se puso pensativa.
-Parece que fue una cosa espantosísima -continuó Nicolás-. Ahí amanecieron tirados los cadáveres, nomás los cadáveres, porque los bandidos se llevaron, naturalmente, los equipajes, las mulas, los caballos y todo. ¡La noticia llegó a Cuernavaca muy temprano, los vecinos de Alpuyeca trajeron después en camillas a los muertos, entre los que había niños. Ahí tienen ustedes el porqué la fuerza del gobierno, que venía para acá, recibió orden de dirigirse, en combinación con otra que salió de Cuernavaca, en persecución de los bandidos.
-¿Y los cogerán? ¿Usted cree que los cogerán, Nicolás? -preguntó la señora.
-No -respondió con intensa amargura el honrado joven-, no cogerán a nadie. Son pocos en comparación con los plateados, que deben haberse refugiado en Xochimancas. Solamente allí tienen más de quinientos hombres, bien montados y armados, sin contar con las muchas partidas que andan en todos los caminos. Además, ya estamos acostumbrados a estos vanos alardes. Cuando se comete un robo de consideración o se asalta a personas distinguidas, se hace escándalo; el gobierno de México manda órdenes terribles a las autoridades de por aquí; éstas ponen en movimiento sus pequeñas fuerzas, en que hay muchos cómplices de los bandidos y que les dan aviso oportunamente. Se hace ruido una semana o dos y todo acaba allí. Entre tanto, nadie hace caso de los robos, de los asaltos, de los asesinatos que se cometen diariamente en todo el rumbo, porque las víctimas son infelices que no tienen nombre ni nada que llame la atención.
-¡Ay Dios, Nicolás -dijo con interés la señora-, y usted que se arriesga todas las tardes para venir de Atlihuayan, sólo por vemos! Yo le ruego a usted que no lo haga ya.
-¡Ah!, no, señora -respondió Nicolás sonriendo tranquilamente-; en cuanto a mí, pierda usted cuidado. Yo soy pobre, nada tienen que robarme. Además, la distancia de Atlihuayan a acá es muy corta, nada arriesgo verdaderamente con venir.
-¡Cómo no ha de arriesgar usted! -repuso la señora-; en primer lugar, aunque usted es pobre, se sabe que es usted un artesano honrado y económico, que es el maestro de la herrería de Atlihuayan, y deben suponer que tiene usted algo guardado; luego, aunque no fuera más que porque monta usted buenos caballos y porque tiene buenas armas ...
-¡Oh, señora! -exclamó riendo Nicolás-, por lo que yo puedo tener guardado no vale la pena que me ataquen esos señores; porque ellos se arriesgan por mayores intereses. Por otra parte, saben muy bien que yo no me dejaría plagiar. No es eso fanfarronada, pero la verdad es, señora, que vale más morir de una vez que sufrir las mil muertes que tienen los plagiados. Ya habrá usted oído contar lo que les hacen. Pues bien, la mejor manera de escapar de esos tormentos, es defenderse hasta morir. Siquiera de ese modo se les hace pagar caro su triunfo y se salva la dignidad del hombre -añadió con varonil orgullo.
-¡Ah!, si todos pensaran así -dijo la señora-, si todos se resolvieran a defenderse, no habría bandidos ni necesitaríamos de las fuerzas del gobierno, ni viviríamos aquí muertos de miedo, temblando como pájaros azorados.
-Es verdad, señora; así debía ser, y no se necesita para ello más que un poco de sangre fría. Vea usted; en Atlihuayan todos estaban atemorizados cuando comenzaron a inundar esto los bandidos, y no sabían qué partido tomar. Pero antes de que comenzaran a pisarnos la sombra, los maquinistas de la hacienda y los herreros nos reunimos y determinamos comprar buenos caballos y armarnos bien, decidiendo defendernos siempre unidos, aunque fuésemos pocos. Tan luego como se supo nuestra resolución, el administrador y los dependientes se unieron también a nosotros, y como la gran ventaja que tienen los plateados para amenazar a las haciendas y a los pueblos, consiste en que tienen siempre emisarios y cómplices entre los vecinos, se dispuso arrojar de la hacienda al que se hiciera sospechoso de estar en connivencia con los bandidos. De ese modo, todos los trabajadores de Atlihuayan son fieles y nos ayudan; la hacienda está bien armada y no tenemos más peligro que el de que incendien los bandidos los campos de caña. Pero vigilando mucho, y todas las noches, puede evitarse ese mal en cuanto sea posible. Ya han pedido dinero al hacendado; ya lo han amenazado de quemar la hacienda, pero no se les ha hecho caso. A nosotros también nos han escrito cartas, pidiéndonos dinero, pero no les hemos contestado. A mí, particularmente, sé que me aborrecen; que hay algunos que han ofrecido matarme, y no sé por qué, pues yo no he hecho mal a nadie, ni a los bandidos; será seguramente porque saben que estoy resuelto a defenderme y que mis oficiales lo están también. Pero no tengo cuidado, y sigo como hasta aquí, sin que nadie me haya atacado en los caminos.
-Pero usted anda siempre solo, Nicolás -dijo la señora-, y eso es una temeridad.
-Cuando puedo me acompaño, por ejemplo, cuando tengo que ir a una hacienda algo lejana ..., pero para venir aquí no creo que haya necesidad de compañía. Pero a todo esto, lo que más me importa es tratar de la salida de ustedes. Decía yo que la fuerza que venía a Yautepec se entretiene hoy en perseguir a los asaltantes del camino de Alpuyeca, que ya estarán en sus guaridas. Por consiguiente, la fuerza regresará a Cuernavaca y saldrá después para acá. Es tiempo de aprovechar la ocasión y pueden ustedes prepararse para la marcha.
-Ya se ve -dijo la señora- y desde luego vamos a alistarnos. Gracias, Nicolás, por la noticia, y espero que usted venga a vemos como siempre para comunicamos algo nuevo y para que me haga usted el favor de quedarse con mis encargos ... ¡no tengo hombre de confianza más que usted!
-Señora, ya sabe usted que estoy a sus órdenes en todo, y que puede usted ir tranquila respecto de sus cosas, pues me quedo aquí.
-Ya lo sé, ya lo sé, y lo espero a usted mañana, como siempre. Ahora es tiempo de que usted se vaya, es ya de noche y tiemblo de que le suceda a usted algo en este caminito de Yautepec a la hacienda, tan corto, pero tan peligroso ... ¡Adiós! -dijo estrechando la mano de Nicolás, que fue a despedirse en seguida de Manuela, que le alargó la mano fríamente, y de Pilar, que lo saludó con su humilde timidez de costumbre.
Cuando se oyó en la calle el trote del caballo que se alejaba, la señora, que se había quedado triste y callada, suspiró dolorosamente.
-La única pena que tendré -dijo- alejándome de este rumbo, será dejar en él a este muchacho, que es el solo protector que tenemos en la vida. ¡Con qué gusto lo vería yo como mi yerno!
-¡Y dale, con el yerno, mamá! -dijo Manuela acercándose a la pobre señora y abrazándola cariñosamente-. ¡No piense en eso! Ya vamos a salir de aquí y tendrá otro yerno mejor.
-Este te ofrece un amor honrado -dijo la señora.
-Pero no un amor de mi gusto -replicó frunciendo las cejas y sonriendo, la hermosa joven.
-Dios quiera que nunca te arrepientas de haberlo rechazado.
-No, mamá, de eso sí puede usted estar segura. Nunca me arrepentiré. ¡Si el corazón se va adonde quiere ..., no adonde lo mandan! -añadió lentamente y con risueña gravedad ayudando a la señora a levantarse de su taburete.
La noche había cerrado, en efecto; el rocío, tan abundante en las tierras calientes, comenzaba a caer; las sombras de la arboleda de la huerta se hacían mas intensas a causa de la luz de la luna, que comenzaba a alumbrar, y la familia se entró en sus habitaciones.