El Virrey de las indecisiones: 3
Levantándose de improviso, abrió la puerta, saliendo á pasear por el baluarte, entre las garitas en que á uno y otro extremo del bastión se cobijaban centinelas.
La atmósfera estaba serena y fría, de riguroso invierno. Luna llena de Julio espejaba visos azulados en el Plata resplandeciente, inmenso y solitario en aquellas horas. En el silencio dilatándose ecos lejanos, gritos de pescadores que salían á tender sus redes, oyóse: «¡embarque!» Tal exclamación á orden parecida, resonó vibrante en su oído, y cavilando sobre esa voz anónima en el misterio de las altas horas de la noche, aviso del cielo le pareció en medio de sus cavilaciones. Refrescada su ardiente cabeza por las brisas del Plata, dio término á sus paseos resolviendo consultar con la almohada.
Al pasar frente la capilla, por su puerta entreabierta vislumbró luz de algún cirio olvidado en la solemne misa de la mañana. Entró postrándose ante la santa de su devoción, rogando á los pies de la imagen de Nuestra Señora del Rosario, á quien otrora ofreciera banderas prisioneras arrolladas ya á su peana. En las sombras del solitario Oratorio largo tiempo le absorbieron profundas meditaciones, retirándose más tranquilizado. Aquella voz de la ribera y esta luz salida á su encuentro aclararon la selva enmarañada de sus pensamientos.
Un día pasó sin recibir ni oir á nadie. En la noche siguiente, preparaba la embarcación más velera, bajó al puerto, embarcando sigilosamente y acompañado sólo del comandante Rodríguez. Envolvióse en su ancha capa militar, y recostado á la popa, después de largas noches de insomnio quedó profundamente dormido, mientras navegaba viento en popa rumbo á la Colonia. Durmió, soñó, ¿qué soñaba? Parecían disiparse de pronto las nubes, huyendo en girones las vacilaciones anteriores, tentaciones todas que no prendieron, al resolverse ir en busca del sucesor, á cuyo oído llegaban voces de que hasta las piedras de la ciudad se levantarían por no dejarse arrebatar al «Virrey de la Victoria».
Y era la espléndida alborada de mañana limpia y luminosa cual una de esas vagar sonrisas de invierno que sonrosar suelen la azulada faz de nuestro río, cuando saliendo de sueño agitado al terminar la noche alcanzó á divisar la última estrella que caía hundiéndose en horizonte obscuro. Desechando siniestros augurios, bien cerca abordaba al mismo viejo muelle de piedra por que ascendiera los primeros peldaños de su gloria en 1777, encaminándose á la casa de Gobierno.
Muy de madrugada, aún no había pedido el chocolate en la cama el viejo Cisneros, cuando el oficial de guardia le despertó azorado.
— Ahí está Liniers.
— ¡Cómo! ¿Se divisa del muelle?
— Más acá, señor.
— ¿Está ya en la playa?
— Más aquí.
— La guardia á formar. ¿Va llegando á la plaza?
— Más inmediato.
— ¡Mis pistolas, ligero! ¿Trae mucha tropa? —y ceñíase su rota espada de Trafalgar.— ¿Dónde, pues? —abriendo la puerta para dirigirse á la sala, en medio de la que, cuadrado y haciendo la venia militar: — Aquí, excelentísimo señor, y á sus órdenes, —contestó Liniers avanzando al caer el penúltimo Virrey en los brazos del postrero, de quien en sus primeros años había sido subalterno. Lealtad de corazón no engaña. Elío aconsejaba el fusilamiento de Liniers. Los partidarios de éste que impidiera el arribo de Cisneros.