El Tempe Argentino: 16

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


Capítulo XIV editar

El tigre o yaguareté


Generalmente se considera al tigre como un animal en extremo feroz, de una crueldad invencible, y devorado constantemente por una sed insaciable de sangre. En vano es que todos los observadores inteligentes se hallen contestes en asegurar que aun el verdadero tigre asiático no es más feroz que el león; que sólo acometen acosados por el hambre (circunstancia en que el mismo hombre va más adelante, pues se hace antropófago); en vano Buffón y Cuvier han comprobado que el jaguar, tigre americano o yaguareté, es menos fiero que la pantera, la onza y el leopardo que rara vez se tiran sobre los hombres, y que para hacerlo huir, no es menester más que presentarle un tizón encendido. A pesar de eso, se considera al tigre como el símbolo de la crueldad, y la palabra tigre se ha hecho sinónima de cruel, inhumano, sanguinario, aplicada a las personas: aunque con más verdad debía ser a la inversa, por que la crueldad y sevicia del hombre deja muy atrás la de las fieras. ¡Observación dolorosa a par de humillante para la especie humana!: la destructividad del tigre, de la pantera, de la hiena, del chacal, nunca se ejerce contra los individuos de su especie; más la del hombre se desplega a veces con caracteres espantosos, sobre sus semejantes, sobre su propia sangre, sobre si mismo, pues es el único ser que tiene la funesta prerrogativa del suicidio.

Créese generalmente que en el delta no sólo se encuentran todas aquellas especies inofensivas y provechosas para el hombre, sino que también son la guarida de feroces tigres. Esta es una creencia errónea, producida y alimentada por el mismo isleño,

que se complace en abusar de la credulidad de los puebleros, refiriéndoles cuentos de tigres, cuyas fechorías nunca pasan de haber robado la carne de la ranchada o arrebatado a un perro.

En efecto, hay tigres bastante astutos para atrapar un perro cerca del fogón o de la chalana, apretándole el pescuezo para que no grite y despierte a sus amos. Todos los habitantes de estas islas y costas están firmemente persuadidos de que estarán libres de las garras del yaguareté, siempre que tengan un perro a su lado.

A ser cierto la ferocidad que se supone en los tigres, o su abundancia en el delta, serían repetidos los casos funestos entre el considerable número de personas que se hallan en él o lo frecuentan, la mayor parte sin armas para su defensa, y sin más abrigo para pasar la noche, que una débil choza, durmiendo muchas veces al raso. Tampoco hay temor de encontrar tigres en las islas anegadizas.

Tan seguros están los carapachayos de que no hay peligro alguno de fieras de ninguna especie en la parte inferior del delta, que sus mujeres andan con frecuencia solas y con sus niños, en pequeñas canoas, internándose por los arroyos, y penetrando a pie por los bosques más espesos, en busca de duraznos o naranjas. Este hecho, que yo he presenciado muchas veces, es la prueba más concluyente contra la existencia de los tigres en esta parte del delta. Digo expresamente en esta parte, porque es indudable que en la parte superior y demás islas, río arriba, y aun en toda la costa firme, los hay, aunque en corto número. La causa por que no se encuentran en las islas inferiores, es la misma que se opone a la propagación de otras especies de cuadrúpedos que no sean anfibios; es la frecuencia de las inundaciones que en pocos días los ahuyentarían, y ahogarían a sus cachorros.

Esto no impedirá que de tarde en tarde cruce por el bajo delta algún tigre de los que se alejan de sus guaridas, huyendo de los cazadores, o bien encarnizado él mismo en perseguir su caza. Menos rara que en las islas es en las poblaciones de la costa la presencia de algunos tigres desgaritados. Las ciudades de Santa Fé, Montevideo y Buenos Aires han tenido algunas veces esos huéspedes; pero ellos no vienen de las islas, sino de los montes y pajonales de tierra firme, donde no hay inundaciones que los molesten y donde tienen ganados para su alimento. Con el aumento de la población se van haciendo más raras estas visitas, y como hemos dicho antes, los yaguaratés o tigres del bajo Paraná, lejos de atacar al hombre, evitan cuanto pueden su encuentro. Así que, no es raro encontrar isleños que han envejecido en los montes sin haber visto jamás un tigre, aunque muchas veces hayan visto sus recientes huellas.

La facilidad con que se amansan y familiarizan estos cuadrúpedos, es otra prueba de que no son tan feroces como se cree. Si no fuese por el recelo que inspira la presencia de un animal tan fuerte y tan temido, no seria necesario tener en jaula ni aun atados los tigres bien domesticados.

He conocido uno comprado por mi padre en Santa Fé, tan manso y tan dócil, que cualquiera lo manejaba con un cordelito, y nunca se le tuvo enjaulado ni se le cortaron las uñas ni los dientes. Era adulto y de gran tamaño; se dejaba manosear por todos los de la casa; una negra que lo cuidaba, solía retozar y revolcarse abrazada con el tigre, como pudieran hacerlo dos perrillos juguetones. Habiéndose trasladado mis padres a Buenos Aires, el yaguareté, como miembro de la familia, fué también de los del equipaje. Cuando desembarcamos, el tigrazo iba en un carro junto con la negra, mirando con indiferencia la muchedumbre de curiosos que lo seguían por las calles de esta ciudad. Yo que marchaba al lado del convoy, iba diciendo para mí: Ahora se convencerán todos éstos, de que no es tan bravo el tigre como lo pintan.

Otro caso notable de domesticidad, entre otros muchos que podría referir, es el de un tigre que había en Coronda (villa de Santa Fe), tan sumamente manso, que solían dejarlo suelto por el ejido, y consentía que los muchachos del pueblo cabalgasen sobre él. Este extremo de mansedumbre es muy frecuente en nuestros leones o coguares; en el colegio de Monserrat en Córdoba teníamos uno en libertad, más manso que una oveja.

Después de estos hechos, no me sorprendí al leer en Cuvier, que en París, en la casa de fieras, había un tigre americano tan manso, que se allegaba a recibir los halagos de las personas que lo iban a ver; y también encontré muy creíble el caso curiosísimo referido por Humboldt, que copiaré aquí porque corrobora mi opinión sobre la índole de los animales de nuestro delta.

"Algunos meses antes de nuestra llegada, un tigre que creían joven, había herido a un niño que jugaba con él; me sirvo con seguridad de una expresión que debe parecer extraña, habiendo podido verificar en los mismos lugares unos hechos que no son sin interés para la historia de las costumbres de los animales. Un niño y una niña de ocho a nueve años, ambos indios, estaban un día sentados en la yerba cerca de la villa de Atures, en medio de una sabana que nosotros hemos atravesado muchas veces. Sobre las dos de la tarde, un tigre sale del bosque, se aproxima a los niños dando saltos al rededor de ellos y ocultándose, unas veces entre las altas gramíneas, y saliendo otras con la cabeza baja y el cuerpo arqueado a la manera de nuestros gatos. El muchacho ignoraba el peligro en que se hallaba, pero pareció conocerlo en el momento en que el tigre le dio algunas manotadas sobre la cabeza, que, aunque leves en el principio, fueron sucesivamente más fuertes. Las uñas del tigre hieren al muchacho, y la sangre corre de las heridas; la niña entonces toma una rama de un árbol y castiga al animal que huye inmediatamente. A los gritos de los niños acuden los indios y ven al tigre retirarse dando brincos, sin dar muestras de ponerse en defensa. Nos trajeron el niño herido, que parecía inteligente y despejado. La garra del tigre le había arrancado la piel por bajo de la frente, y hecho otra herida encima de la cabeza."

El mismo escritor ha observado que en ciertos parajes es mayor la voracidad y la actividad de la ponzoña de los insectos, así como la ferocidad en las clases de los más grandes animales. Pone, por ejemplo, el yacaré, o caimán, que persigue a los hombres en la Angostura; mientras que en la Nueva Barcelona y en el río Neverí (y yo añado en el río Paraná) se baña el pueblo tranquilamente en medio de estas reptiles. Los tigres de Cumaná, del istmo de Panamá y del Paraná, son cobardes en comparación de los del alto Orinoco y el Paraguay. Los indios saben muy bien que los monos de tal o cual valle se domestican fácilmente, mientras que otros individuos de la misma especie, tomados en otros parajes, son indomesticables.

Sería inútil hacer la descripción del hermosísimo pelaje del yaguareté, igual al de la pantera. No hay quien no haya visto su piel (el cuero del tigre), con razón tan estimada como objeto de lujo, y que por su escasez no vale menos de una onza de oro en el mismo país que las produce.

El aliciente del lucro, y más, si no me engaño, el temple verdaderamente varonil del gaucho, acostumbrado a domar los brutos más soberbios, por medio de la fuerza, de la destreza y del arrojo; ese carácter, decía, hace que muchos adopten como una profesión el matar tigres, en lo que muestran la pasión y el ardor de los que aman la caza por sus placeres. El inseparable caballo para buscar y perseguir al yaguareté, algunos perros para descubrirlo y provocarlo, un chuzo corto y una daga para matarlo, es todo el equipo y armamento del que va a luchar con el animal más vigoroso y feroz del Nuevo Mundo. Por muy dichoso se tendría nuestro intrépido cazador, y muy pronto cubriría su corcel de chapeados y jaeces de plata, si encontrase un tigre siquiera cada día, pues que su valor y su pericia le dan la seguridad de darles caza y acogotarlos a mansalva; pero está ya muy rara la especie en el bajo Paraná, y no hacen frente al hombre sino cuando se ven hostigados por los perros. Entonces el impertérrito cazador, echa pié a tierra, se adelanta hacia la fiera, espera que se abalance, y si no arremete contra ella hiriéndola con su chuzo, y si éste llega a fallar, hace uso de la daga, dándole golpes certeros y mortales para no desgarrar la valiosa piel. Más de una vez, buscando las emociones del sublime espectáculo de esta lucha, he cometido la imprudencia de acompañar al cazador de tigres; pero mi adversa o favorable suerte rehusó cumplir mi intento temerario, pues no dimos con ninguno, a pesar de haber hecho largas excursiones a caballo, durante días enteros y con buenos perros de pista, por la dilatada isla de Santa Fe, entonces inhabitada y montuosa.