El Tempe Argentino: 07

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


Capítulo V

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Habitantes


Pudiera dudarse de que fueran habitables unas islas anegadas muchas veces en el año, si el hecho de estar pobladas desde tiempo inmemorial, no demostrara que esas inundaciones no presentan inconveniente alguno. Ni las numerosas ranchadas (así se llaman las habitaciones temporáneas), ni los ranchos estables ocupados por los isleños y sus familias, han sido jamás destruidos por el impulso de las aguas o los vientos, sin embargo de su débil construcción, y de verse muchos de ellos anegados con frecuencia por no haber tenido la precaución de levantar su piso. Por lo general, una vara de terraplén para el pavimento de la casa es suficiente para que no alcancen a bañarlo las mareas más altas. Teniendo todos su embarcación a la puerta, como vehículo indispensable, encontrarán en ella segura salvación, en el caso de una crecida extraordinaria, que nunca puede durar más que la sudestada o el huracán que la produce, sin que haya que temer nada de las olas, porque allí nunca se forman.

Tan desconocido ha estado el delta para los habitantes de la ciudad, que un escritor distinguido, entusiasta admirador de sus bellezas, aun después de visitar algunas de sus islas, creyó que todavía la familia no había establecido allí su hogar. Los viejos nogales, naranjos y parras que se encuentran acá y allá simétricamente colocados, árboles seculares plantados por la mano del hombre, revelan la antigüedad de su morada estable, que remonta a una época anterior a la conquista. Es tradición entre los habitantes de las islas, que los Jesuitas tuvieron allí grandes establecimientos agrícolas, y es probable que los primeros cultivadores serían sus neófitos los Guaraníes.

Consta de la historia de estas regiones, que las islas del delta en la época del descubrimiento de esta parte de la América, estaban ocupadas por la nación Guaraní.

Menos incultos que los nómades habitantes de las pampas, los Guaraníes vivían en poblaciones estables, cultivaban sus tierras, cosechaban grandes cantidades de maíz, batatas y otros frutos, y también el algodón, del que sus mujeres tejían las telas necesarias para sus vestidos; hacían inagotables acopios de miel, con la que, como con el maíz, preparaban la chicha; criaban como aves domésticas, patos, pavos, hocos, gallinetas, yacúes o pavas de monte, araes o guacamayos; y se aprovechaban de la abundantísima pesca y de una gran variedad de animales monteses de carne sabrosa que abundan en estos ríos. En su índole y costumbres participaban del carácter dulce y apacible de la naturaleza que los rodeaba. Su sencillez y hospitalidad jamás se desmintió en su trato y comunicación con los primeros pobladores europeos. Estas bellas dotes las conservan aun sus descendientes que forman la masa de la población del Paraguay y de Corrientes, habiendo también conservado su propio idioma. Hasta el día la lengua guaraní, casi con exclusión de la castellana, es la que se habla en la república Paraguaya, en todas las clases de la sociedad.

Como la extensión del delta es más de doscientas leguas cuadradas, el corto número de sus habitantes no puede alterar la fisonomía montaraz y solitaria del país. Ellos, además, eligen para establecerse los arroyos apartados de los canales de la navegación general: así que, no es de extrañar que los viajeros tengan aquellos sitios por inhabitados. [1]

En estas nuevas Batuecas existe pues, desde tiempos muy remotos, un pueblo sencillo e inocente, de costumbres patriarcales, donde han reinado imperturbables el orden, la paz y la armonía, sin el apoyo de las leyes, cuya acción no alcanza allí, y sin la intervención del poder público, civil ni religioso, que allí no imperan.

Veinte años hace que frecuento las islas y trato con sus moradores, sin que jamás haya tenido un sí ni un no con ninguno de ellos; sin que jamás haya presenciado la menor desavenencia, ni escena alguna desagradable. Allí no se usan cerraduras ni trancas en las puertas, aunque las chozas queden solas por muchos días; nadie osa tomar lo ajeno; el hogar y cuanto hay en él está protegido por la religión de la hospitalidad, la cual sólo permite que el forastero que llega a la choza solitaria, tome de ella lo necesario para su inmediato refrigerio y descanse en la cama de su dueño ausente.

Tales son hasta hoy mismo las costumbres envidiables del Tempe Argentino.

La hospitalidad es el rasgo más característico del isleño, como lo es de todos los naturales de la campaña en la vasta región a que dan su nombre el Paraguay, el Paraná, el Plata y el Uruguay. Cuanto menos civilizados son los indígenas de un país cualquiera, y cuanto menos frecuente es la comunicación entre los diferentes grupos, tanto más vigoroso se manifiesta el sentimiento de la hospitalidad. El ha existido y existe en todas las regiones del orbe, tanto entre los pueblos salvajes, como entre los más morigerados, que se encuentren en esas condiciones de segregación y de incultura. No parece sino que la hospitalidad es un sentimiento innato, grabado en el corazón humano por su Hacedor, para conservar la confraternidad entre todos los hombres, y asegurar la sociabilidad, haciendo imposible el aislamiento de los pueblos. Y así como para la perpetuidad de la especie, dio al amor el atractivo del supremo deleite físico; así, para asegurar los vínculos de la sociedad universal, acompañó el ejercicio de la hospitalidad de un placer moral inefable.

Todas las naciones han propendido a fomentar la práctica de la hospitalidad haciendo de ella un dogma sagrado, una ley inviolable. Tanto en la India, como en la Grecia y el Egipto, era una creencia universal el tránsito y permanencia de los dioses en forma humana entre los hombres. Ese viajero, ese peregrino desvalido que llegaba a las puertas de la casa ¿no podía ser Brama, Osiris, Orisis, u otra deidad aparecida a los hombres para verlos de cerca y experimentarlos? ¿Qué paso más tierno y edificante que el de Filemón y su esposa Baucis, hospedando con la mayor cordialidad en su pobre cabaña a Júpiter y Mercurio disfrazados de peregrinos, que habían recorrido toda la población sin encontrar hospitalidad entre los opulentos y felices de la tierra?

En los campos y en las islas del Paraná, del Uruguay y del Plata, como en los pueblos antiguos, el huésped es siempre acogido con respeto y alegría, servido y obsequiado con perfecto desinterés. Diréis que es de su propia conveniencia el ejercicio de la hospitalidad; para cuando llegue el caso de tener a su vez que reclamarla; que la hospitalidad no es más que la aplicación de aquel precepto que proviene de una previsión egoísta más bien que de una generosidad desinteresada: "Haz con los otros lo que quisieras que hiciesen contigo". — Bien: por este cálculo no seréis rechazado del hogar, se os proveerá de lo necesario si carecéis de dinero para pagarlo, y se os tratará, en fin, con la frialdad y desconfianza que no puede menos de inspirar un hombre extraño y desconocido. Mas no es esta la hospitalidad del isleño argentino; él os recibe con el cariño de un hermano, de un padre; os introduce al seno de su familia, sin preguntaros quién sois; os cede su propio lecho; os sienta a su mesa con regocijo; parte con vos, sin admitir recompensa, sus escasas provisiones; y todo esto lo hace él, lo hacen su esposa y sus hijos con tan buena voluntad y tanto gusto, que os encontraréis contento y feliz y no podréis dudar que aquellos corazones gozan, al serviros, de la más pura satisfacción. He ahí la verdadera hospitalidad, la virtud inspirada por el Cielo.


  1. Escribíamos esto en el año de 1856. Al presente se hallan ocupadas todas las islas del bajo delta, por un considerable número de hijos del país y de extranjeros, que han acudido de Buenos Aires y de los pueblos circunvecinos.