El Robinson suizo/Capítulo XXXVIII

El Robinson suizo (1864)
de Johann David Wyss
traducción de M. Leal y Madrigal
Capítulo XXXVIII


CAPÍTULO XXXVIII.


El telar.—Los vidrios.—Cestos.—Palanquín.—Aventura de Ernesto.—El boa.


Recordando las fatigas que nos costara la recoleccion de la cosecha, al aproximarse la estacion de las lluvias resolvióse que, en vez de sembrar la simiente sin concierto como hasta entónces se habia practicado, se labrase en regla un campo para que la siembra sazonase á un tiempo; mas como las yuntas no estaban todavía habituadas al yugo para emprender las labores, hubímos de aplazarlo para más adelante.

Entre tanto, como nunca faltaba qué hacer, ocupéme en construir para mi esposa un telar que me tenia reclamado hacia ya tiempo. La decadencia de nuestros vestidos y en especial de la ropa blanca, daban á esta máquina un precio inestimable. Despues de muchos ensayos logré terminarla; y aunque no era muy pulida, llenaba el objeto á que se le destinaba de proporcionarnos tela más ó ménos tupida; pero al fin era tela y nada más se necesitaba. Entónces celebré haber sido tan curioso en mi infancia, y recorrido los talleres de los tejedores, sorprendiendo á veces algunos de sus secretos que ahora tuve ocasion de aplicar. A fin de no desperdiciar harina en el apresto que se emplea para dar consistencia ó con objeto de que no se enreden los hilos, eché mano de la cola de pescado, que entre otras ventajas tenia la de conservar más la humedad que el engrudo comun.

Esta misma cola, segun ya dije anteriormente, me habia proporcionado unas hojas trasparentes á manera de vidrios que, si bien no llenaban cumplidamente el uso á que estos se destina, sin embargo servian para cerrar las ventanas expuestas á la lluvia.

Alentado con el buen éxito de ambos ensayos, resolví intentar otro nuevo, ó por hablar más poéticamente, añadir un floron más á mi corona industrial. Los niños me atormentaban habia ya tiempo, porque los hacian falta sillas y estribos, y los animales de tiro estaban además pidiendo á voz en grito yugos, colleras y otros arreos necesarios. Puse manos á la obra, y en un instante me convertí en guarnicionero-albardero, así como ántes habia sido vidriero. Las pieles de canguró y de las lijas me proporcionaron el cuero indispensable, y para el relleno sirvió la crin vegetal ó esparto que me hicieron descubrir las palomas de las Molucas. Pero como á la larga llegaria á apelmazarse en términos que no proporcionaria comodidad alguna al jinete, mezclélo con ceniza y aceite de pescado, conservando así siempre una elasticidad igual á la de la crin de caballo. Rellené con la mezcla las sillas, los yugos y coyundas, y no me paré aquí, sino que además labré con el mismo cuero estribos, cinchas, cabezadas y todo el correaje indispensable apropiado al tamaño y fuerza de los animales para quienes estaba destinado, teniendo á cada momento que suspender la obra para dirigirme á tomar las medidas. Todo, á la verdad, estaba mal concluido y pergeñado; pero servia para el caso.

Pero no era lo de ménos hacer el yugo; la dificultad estribaba en ponerlo á los pobre animales. El búfalo y el toro no se mostraban propicios; y á no haber sido por el aro del hocico que nos servia para guiarlos, excusados hubieran sido nuestros esfuerzos para ponerles semejantes atavíos. Sin embargo, para mayor comodidad, preferí el modo de uncir de los italianos, que ponen el yugo en el cuello en vez de fijarlo en el testuz como se acostumbra en Alemania y España, y encontré que era lo mejor.

Estas no interrumpidas faenas me ocuparon muchos dias, pues me propuse acabar de una vez esa clase de tarea. En tanto nos visitó, como en el año anterior, un banco de arenques, el cual nos proporcionó buena provision de ese pescado al que ya se le tomara el gusto.

A los arenques siguieron las ligas ó perros de mar, de cuyas pieles y vejigas necesitábamos continuamente, ya para arreos de los animales como para otros mil usos; y así no se desperdició su pesca, cogiéndose hasta veinte y cuatro de diferentes tamaños que nos proveyeron de pieles y sebo.

Deseaban los niños con afan hacer un reconocimiento en el interior del país. Yo tambien abundaba en el mismo deseo; pero ántes pensé en otra obra que meditaba, y cuya necesidad se iba haciendo cada vez más imperiosa. Era la fabricacion de cestos y canastos de todas dimensiones, indispensables á nuestra ama de gobierno para recoger los granos, frutos y raíces, y acarrearlos á casa. Al efecto nos proveímos de mimbres á orillas del Arroyo del chacal, para no emplear en los primeros cestos los juncos, que tan caros hubieron de costar al pobre Santiago; hicímos bien, porque luego se vió que para nada servian. Nuestros primeros ensayos fueron bastante medianos, y no lográmos fabricar sino unos cuévanos imperfectos, que sólo podrian servir para transportar patatas ó cosas por el estilo; pero poco á poco nos fuímos perfeccionando y salieron cestos y canastos con sus asas que llenaban nuestros deseos. Estos ya podian considerarse como preciosos muebles, que si bien carecian de la gracia y finura que da á esa clase de obra una mano hábil, al ménos eran sólidos y ligeros, cualidades que necesitábamos.

Entre otras cosas, los niños concluyeron bastante regularmente un ceston destinado á la conduccion de raíces de yuca, y como á cada paso se les ocurrian diabluras, metieron en él á Franz, y pasando por las asas dos bambúes, se lo echaron al hombro y emprendieron á correr con el pobre chico dentro, que, temiendo caerse, gritaba á más no poder; pero ellos sin hacer caso no pararon hasta el Puente de familia.

Federico, que les vió hacer esa jugarreta, dirigiéndoseme, dijo:

—Ahora se me ocurre, papá, que una vez que estamos metidos en esto podríamos hacer una litera para mamá; quizá esto la animaria á acompañarnos en las expediciones lejanas, pues no se cansaria.

—En efecto, no dices mal, le respondí; una litera es un medio de viajar más cómodo que ir montado en el asno, y de mejor movimiento que la carreta.

Acogióse la idea con la mayor alegría; pero mi esposa, riéndose, nos hizo la observacion del mal papel que haria sentada en un cesto en medio de la caravana. Sobre este punto la tranquilicé prometiéndola que se daria á la litera una forma más elegante que la de un cesto comun.

—No, que harémos otra cosa mejor y más bonita, dijo Federico; un palanquin, parecido á los de Persia, ó como se usan en América.

—Y que suponen esclavos para su conduccion, añadió en seguida Ernesto; en ese caso no conteis con mis hombros.

—No te apures por eso, hijo mio, respondió la buena madre; jamás os tomaré por mis esclavos, ni permitiré que me lleveis en palanquin, porque de seguro me dejariais caer; y si alguna vez, por necesidad, consiento en aprovecharme de la máquina que proyectais, será cuando ya se haya encontrado el medio de que la sostengan portadores de más resistencia que la vuestra.

—A la verdad, dijo Santiago, que nos ahogamos en poca agua; ¿no tenemos á mano el búfalo y al toro? Tempestad, mi servidor, hará cuanto se exija de él; yo respondo de su buena voluntad, y creo que el toro no le irá en zaga: sus piernas no se doblarán fácilmente, é irá mamá como una princesa ó como el emperador de China, pues la pondrémos tambien un dosel con cortinillas para que pueda ocultarse cuando quiera. Pero ante todo debemos hacer el ensayo con la cesta, para ver el resultado.

Reíame al considerar el empeño que tenian en su proyecto, dejándoles á su albedrío.

Al sonido de la trompa acudieron al punto los dos animales: Santiago y Franz, cuya voz conocian, se encargaron de disponer lo necesario. Las pacientes bestias se prestaron á la ceremonia. Sus arneses se reemplazaron por un sistema de cuerdas y correas destinadas á suspender como una parihuela, sobre la que se colocó bien sujeto, el cesto oblongo, dentro del cual se arrellanó Ernesto por via de ensayo. Santiago montó el búfalo que iba delante, y Franz el toro, que sostenia la trasera, y entre los dos iba el filósofo metido en el canasto colgado de ambas bestias. En esta forma, á la voz de los jinetes echó á andar el vehículo de nueva especie, primero despacio, por no estar aun habituados los animales á aquel paso, y así mecido el cesto asemejábase á un carruaje de lujo montado en muelles de acero. Ernesto aseguraba que era el medio de viajar más cómodo, y que á la sazón no se cambiaba por el jefe del celeste imperio; pero no era esto lo que se propusieran sus hermanos, sino jugarle una mala pasada que les hiciese reir. A una señal convenida, los conductores, arreando de firme sus corceles, echaron al galope, y entónces comenzó para el pobre filósofo un suplicio grotesco, que consistia en sacudirle y marearle á saltos. El chasco era pesado; pero como no ofrecia peligro, no pudimos contener la risa al verle tan zarandeado.

—¡Parad! ¡parad! gritaba á sus hermanos.

A cuyas voces hacian oídos de mercader, y el pobre paciente tuvo que soportar su suplicio el trecho que nos separaba del arroyo. Cualquiera se hará cargo de lo encolerizado que se pondria el filósofo y de los denuestos que dirigiria á sus hermanos por la chuscada que tan de improvisto le cogió. Fuera de sí por el paseo forzado, hubiera habido la de San Quintin, si no llego á tiempo de mediar en el asunto. Echóse á broma; Ernesto se fué calmando, y renació la paz momentáneamente alterada. Reprendí á Santiago, y esta satisfaccion bastó al pacífico Ernesto para sosegarse, en términos que ayudó á su hermano á desuncir el búfalo y conducirle á la cuadra; y todavía no contento, fuése á buscar un puñado de sal para regalar al animal, instrumento inocente de la mistificacion de que habia sido víctima.

Aplacada la tempestad, continuámos la tarea de cesteros, y estábamos con sosiego tejiendo, cuando Federico, cuya penetrante vista abarcaba á gran distancia, se levantó de improviso espantado por haber divisado, segun dijo, una nube de polvo al otro lado del arroyo en el camino de Falkenhorst.

—¡Papá! esa polvareda, dijo, deben causarla muchos animales de gran tamaño; y lo peor es que siguen esta direccion.

—Yo tambien la distingo, le respondí; pero no acierto lo que podrá ser: el ganado está recogido...

—Como no sean, dijo mi esposa, dos ó tres carneros que todavía no han parecido, ó quizá la marrana que vuelva á hacer de las suyas...

—¡Qué carneros, ni qué marrana! añadió Federico, cada vez más alterador, aquí hay algo de extraordinario; y ya distingo los movimientos de un animal, que se enrosca y desenrosca alternativamente para avanzar, irguiéndose á veces como un mástil, y otras se detiene y arrastra cual un reptil.

Asustada mi esposa con la descripcion del niño, no sabía ya dónde meterse. Me fuí á buscar un anteojo, otra de las adquisiciones del buque, y dirigirlo hácia donde el polvo se alzaba.

—¡Papá! exclamó Federico, ahora sí que lo distingo claramente; es un animal de color verde oscuro. ¡Qué será!

—Ya lo sé, añadí al punto; debemos encerrarnos inmediatamente en la cueva, sin dejar el menor resquicio abierto.

—¡Pues qué es, papá! exclamaron todos.

—Una serpiente, hijos míos; y una serpiente monstruosa ¡huyamos, no hay que perder tiempo!

—¡Y por qué huir! la esperarémos á pié firme; armas no faltan, aunque sea necesario hacer jugar la artillería.

—Eso será á su tiempo, y no en campo raso como estamos. La serpiente es un enemigo cuya estructura le defiende, en términos de no poder luchar con ella sino desde lugar seguro.

Mi prudencia no satisfizo á Federico; sin embargo, entró con todos nosotros en la gruta, cuyas puertas atrancámos á fin de recibir al enemigo y apercibirnos á la defensa.

Cuanto más avanzaba el reptil más me persuadia de que era un boa. Entónces acudióme á la mente cuanto habia oido y leido acerca del poder de esta monstruosa serpiente que se nos venía encima tan de prisa, que ya no habia tiempo para levantar las tablas del puente, interponiendo entre ella y nosotros el Arroyo del chacal, no quedando otro remedio que resignarse á esperarla con las carabinas cargadas hasta la boca y las municiones á la mano, para ver si lográbamos matarla.

Estaba ya tan cerca, que podian observarse todos sus movimientos. Despues de haber pasado el puente, paróse olfateando sin duda la presa que creia cercana, y despues de vacilar, la vímos con espanto dirigirse hácia la cueva. De cuando en cuando levantaba la cabeza á la altura de quince ó veinte piés, y erguida la giraba en derredor como si examinase el lugar ó buscase una presa. La puerta y demás aberturas de la habitacion estaban atrancadas; y retirados nosotros al palomar, por una tronera acechábamos cuanto pasaba debajo. Con el dedo en el gatillo de las carabinas, los cañones apoyados en el enrejado que cerraba el palomar, estábamos considerando los movimientos del enemigo. Reinaba el más profundo silencio, causado por el terror.

El boa entre tanto conoció instintivamente la proximidad del hombre, segun pudímos notar en su perpleja marcha. Arrastróse por algun tiempo todavía, y ya sea casualidad ó que recelara al verse en un sitio en el que notaba quizá algun cambio, vino á tenderse cuan largo era y como á cosa de treinta pasos de la puerta de la cueva. A este tiempo, Ernesto, más por miedo que movido de un ardor belicoso, disparó su carabina, á cuya señal siguióse una descarga cerrada, haciendo fuego hasta mi esposa, que en aquella ocasion mostró un valor superior á su sexo.

El mónstruo se levantó en seguida; pero, ya por mala puntería, ó porque las balas resbalaran por las escamas del reptil, nos pareció que habia quedado ileso. Federico y yo volvímos á dispararle con tan mal éxito, que deslizóse la serpiente en seguida, yendo á esconderse en los cañaverales del Pantano de los gansos, donde desapareció en breve.

Una exclamacion de sorpresa general acompañó á esta desaparicion, comenzando á respirar libremente como si un grandísimo peso se nos quitara de encima. La sola presencia del mónstruo oprimia el corazon y embargaba el uso de la palabra. Recobrada el habla, discurrímos acerca de las formas de tan terrible enemigo; el miedo que nos embargaba le dió mayores proporciones, y únicamente se discordaba sobre el color de la piel. Dejé á los niños que disertasen á su placer, miéntras recapacitaba el medio de conjurar el gran riesgo en que nos encontrábamos con semejante vecindad. Desazonábame sobremanera no encontrarlo, al considerar nuestras escasas fuerzas comparadas con las de tan terrible adversario. Por de pronto consideré como locura el solo pensamiento de combatirle en campo raso, y así encargué que nadie saliese de la cueva sin mi permiso, y permaneciesen todos alerta á los movimientos del boa.