El Lazarillo de Tormes/Tratado segundo
TRATADO SEGUNDO
Cómo Lázaro se asentó con un clérigo y de las cosas que con él pasó.
Otro día, no pareciéndome estar allí seguro, fuíme a un lugar que llaman Maqueda, adonde me toparon mis pecados con un clérigo, que, llegando a pedir limosna, me preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, como era verdad. Que, aunque maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una de ellas fué esta. Finalmente, el clérigo me rescibió por suyo.
Escapé del trueno y di en el relámpago. Porque era el ciego para con éste un Alejandro Magno, con ser la misma avaricia, como he contado. No digo más sino que toda la laceria del mundo estaba encerrada en este. No sé si de su cosecha era o lo había anexado con el hábito de clerecía.
El tenía un arcaz viejo y cerrado con su llave, la cual traía atada con una agujeta del paletoque. Y en viniendo el bodigo de la iglesia, por su mano era luego allí lanzado y tornada a cerrar el arca. Y en toda la casa no había ninguna cosa de comer, como suele estar en otras: algún tocino colgado al humero, algún queso puesto en alguna tabla o en el armario, algún canastillo con algunos pedazos de pan que de la mesa sobran. Que me parece a mí que, aunque dello no me aprovechara, con la vista dello me consolara.
Solamente había una horca de cebollas, y tras la llave de una cámara en lo alto de la casa. Déstas tenía yo de ración una para cada cuatro días, y cuando le pedía la llave para ir por ella, si alguno estaba presente, echaba mano al falsopecto y con gran continencia la desataba y me la daba, diciendo:
—Toma y vuélvela luego y no hagáis sino golosinar.
Como si debajo de ella estuvieran todas las conservas de Valencia, con no haber en la dicha cámara, como dije, maldita la otra cosa que las cebollas colgadas de un clavo. Las cuales él tenía tan bien por cuenta, que, si por malos de mis pecados me desmandara a más de mi tasa, me costara caro.
Finalmente, yo me finaba de hambre. Pues, ya que conmigo tenía poca caridad, consigo usaba más. Cinco blancas de carne era su ordinario para comer y cenar. Verdad es que partía conmigo del caldo. Que de la carne, ¡tan blanco el ojo!, sino un poco de pan, y ¡pluguiera a Dios que me demediara!
Los sábados cómense en esta tierra cabezas de carnero, y enviábame por una, que costaba tres maravedís. Aquélla la cocía y comía los ojos, y la lengua, y el cogote, y sesos y la carne que en las quijadas tenía, y dábame todos los huesos roídos. Y dábamelos en el plato, diciendo: «Toma, come, triunfa, que para ti es el mundo. Mejor vida tienes que el papa.»
«¡Tal te la dé Dios!», decía yo paso entre mí.
A cabo de tres semanas que estuve con él vine a tanta flaqueza, que no me podía tener en las piernas de pura hambre. Vime claramente ir a la sepultura, si Dios y mi saber no me remediaran. Para usar de mis mañas no tenía aparejo, por no tener en qué dalle salto. Y aunque algo hubiera, no podía cegalle, como hacía al que Dios perdone, si de aquella calabazada feneció. Que todavía, aunque astuto, con faltarle aquel preciado sentido, no me sentia; mas estotro, ninguno hay que tan aguda vista tuviese como él tenía.
Cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca en la concha caía que no era de él registrada. El un ojo tenía en la gente y el otro en mis manos. Bailábanle los ojos en el casco como si fueran de azogue. Cuantas blancas ofrecían tenía por cuenta. Y acabado el ofrecer, luego me quitaba la concheta y la ponía sobre el altar.
No era yo señor de asirle una blanca todo el tiempo que con él viví o, por mejor decir, morí. De la taberna nunca le traje una blanca de vino; mas aquel poco que de la ofrenda había metido en su arcaz compasaba de tal forma que le duraba toda la semana.
Y por ocultar su gran mezquin dad decíame:
—Mira, mozo: los sacerdotes han de ser muy templados en su comer y beber, y por esto yo no me desmando como otros.
Mas el lacerado mentía falsamente, porque en cofradías y mortuorios que rezamos, a costa ajena comía como lobo y bebía más que un saludador.
Y porque dije de mortuorios, Dios me perdone, que jamás fuí enemigo de la naturaleza humana sino entonces. Y esto era porque comíamos bien y me hartaban. Deseaba y aun rogaba a Dios que cada día matase el suyo. Y cuando dábamos sacramento a los enfermos, especialmente la Extremaunción, como manda el clérigo rezar a los que están allí, yo cierto no era el postrero de la oración, y con todo mi corazón y buena voluntad rogaba al Señor, no que le echase a la parte que más servido fuese, como se suele decir, mas que le llevase de aqueste mundo.
Y cuando alguno destos escapaba, ¡Dios me lo perdone!, que mil veces le daba al diablo. Y el que se moría, otras tantas bendiciones llevaba de mi dichas. Porque en todo el tiempo que allí estuve, que sería casi seis meses, solas veinte personas fallecieron, y éstas bien creo que las maté yo o, por mejor decir, murieron a mi recuesta. Porque viendo el Señor mi rabiosa y continua muerte, pienso que holgaba de matarlos por darme a mi vida. Mas de lo que al presente padecía, remedio no hallaba. Que si el día que enterrábamos yo vivía, los días que no había muerto, por quedar bien vezado de la hartura, tornando a mi cotidiana hambre, más lo sentía. De manera que en nada hallaba descanso, salvo en la muerte, que yo también para mí, como para los otros, deseaba algunas veces; mas no la veía, aunque estaba siempre en mí.
Pensé muchas veces irme de aquel mezquino amo; mas por dos cosas lo dejaba: la primera, por no me atrever a mis piernas, por temer de la flaqueza, que de puro hambre me venía; y la otra, consideraba y decía:
«Yo he tenido dos amos: el primero traíame muerto de hambre, y, dejándole, topé con este otro, que me tiene ya con ella en la sepultura; pues si deste desisto y doy en otro más bajo, ¿qué será sino fenecer?»
Con esto, no me osaba menear. Porque tenía por fe que todos los grados había de hallar más ruines. Y a bajar otro punto, no sonara Lázaro ni se oyera en el mundo.
Pues estando en tal aflicción, cual plega al Señor librar de ella a todo fiel cristiano, y sin saber darme consejo, viéndome ir de mal en peor, un día que el cuitado, ruin y lacerado de mi amo había ido fuera del lugar, llegóse acaso a mi puerta un çalderero, el cual yo creo que fué ángel enviado a mí por la mano de Dios en aquel hábito. Preguntóme si tenía algo que adobar.
—En mí teníades bien que hacer y no haríades poco si me remediásedes—dije paso que no me oyó.
Mas como no era tiempo de gastarlo en decir gracias, alumbrado por el Espíritu Santo le dije:
—Tío: una llave de este arte he perdido, y temo que mi señor me azote. Por vuestra vida, veáis si en esas que traéis hay alguna que le haga, que yo os lo pagaré.
Comenzó a probar el angélico calderero una y otra de un gran sartal que de ellas traía, y yo a ayudarle con mis flacas oraciones. Cuando no me cato, veo en figura de panes, como dicen, la cara de Dios dentro del arcaz. Y, abierto, díjele:
—Yo no tengo dineros que os dar por la llave; mas tomad de ahí el pago.
El tomó un bodigo de aquellos, el que mejor le paresció, y, dándome mi llave, se fué muy contento, dejándome más a mí.
Mas no toqué en nada por el presente, porque no fuese la falta sentida, y aun porque me vi de tanto bien señor parescióme que la hambre no se me osaba allegar. Vino el misero de mi amo, y quiso Dios no miró en la oblada que el ángel había llevado.
Y otro día, en saliendo de casa, abro mi paraíso panal y como entre las manos y dientes un bodigo, y en dos credos le hice invisible, no se me olvidando el arca abierta. Y comienzo a barrer la casa con mucha alegría, paresciéndome con aquel remedio remediar dende en adelante la triste vida. Y así estuve con ello aquel día y otro gozoso. Mas no estaba en mi dicha que me durase mucho aquel descanso, porque luego, al tercero día, me vino la terciana derecha.
Y fué que veo a deshora al que me mataba de hambre sobre nuestro arcaz, volviendo y revolviendo, contando y tornando a contar los panes. Yo disimulaba, y en mi secreta oración y devociones y plegarias decía:
«¡San Juan y ciégale!»
Después que estuvo un gran rato echando la cuenta, por días y dedos contando, dijo:
—Si no tuviera a tan buen recaudo esta arca, yo dijera que me habían tomado de ella panes; pero de hoy más, sólo por cerrar la puerta a la sospecha, quiero tener buena cuenta con ellos: nueve quedan y un pedazo.
«¡Nueve malas te dé Dios!», dije yo entre mí.
Parescióme con lo que dijo pasarme el corazón con saeta de montero, y comenzóme el estómago a escarbar de hambre, viéndose puesto en la dieta pasada. Fué fuera de casa. Yo, por consolarme, abro el arca, y como vi el pan, comencélo de adorar, no osando recebillo. Contélos, si a dicha el lacerado se errara, y hallé su cuenta más verdadera que yo quisiera. Lo más que yo pude hacer fué dar en ellos mil besos, y lo más delicado que yo pude, del partido partí un poco al pelo que él estaba, y con aquel pasé aquel día, no tan alegre como el pasado.
Mas como la hambre creciese, mayormente que tenía el estómago hecho a más pan aquellos dos o tres días ya dichos, moría mala muerte; tanto, que otra cosa no hacía en viéndome solo sino abrir y cerrar el arca y contemplar en aquella cara de Dios, que así dicen los niños. Mas el mismo Dios, que socorre a los afligidos, viéndome en tal estrecho, trujo a mi memoria un pequeño remedio. Que, considerando entre mí, dije:
«Este arquetón es viejo y grande y roto por algunas partes, aunque pequeños agujeros. Puédese pensar que ratones, entrando en él, hacen daño a este pan. Sacarlo entero no es cosa conveniente, porque verá la falta el que en tanta me hace vivir. Esto bien se sufre.»
Y comienzo a desmigajar el pan sobre unos no muy costosos manteles que allí estaban, y tomo uno y dejo otro, de manera que en cada cual de tres o cuatro desmigajé su poco. Después, como quien toma grajea, lo comí, y algo me consolé. Mas él, como viniese a comer y abriese el arca, vió el mal pesar, y sin duda creyó ser ratones los que el daño habían hecho. Porque estaba muy al propio contrahecho de como ellos lo suelen hacer. Miró todo el arcaz de un cabo a otro y vióle ciertos agujeros, por de sospechaba habían entrado. Llamóme, diciendo:
—¡Lázaro! ¡Mira, mira qué persecución ha venido aquesta noche por nuestro pan!
Yo híceme muy maravillado, preguntándole qué sería.
—¡Qué ha de ser!—dijo él—. Ratones, que no dejan cosa a vida.
Pusímonos a comer, y quiso Dios que aun en esto me fué bien. Que me cupo más pan que la laceria que me solía dar. Porque ralló con un cuchillo todo lo que pensó ser ratonado, diciendo:
—Cómete eso, que el ratón cosa limpia es.
Y así, aquel día, añadiendo la ración del trabajo de mis manos, o de mis uñas, por mejor decir, acabamos de comer, aunque yo nunca empezaba.
Y luego me vino otro sobresalto, que fué verle andar solícito quitando clavos de las paredes y buscando tablillas, con las cuales clavó y cerró todos los agujeros de la vieja arca.
«¡Oh, Señor mío!»—dije yo entonces—. ¡A cuánta miseria y fortuna y desastres estamos puestos los nacidos y cuán poco duran los placeres desta nuestra trabajosa vida! Heme aquí que pensaba con este pobre y triste remedio remediar y pasar mi laceria y estaba ya cuanto que alegre y de buena ventura.
Mas no quiso mi desdicha, despertando a este lacerado de mi amo y poniéndole más diligencia de la que él de suyo se tenía (pues los míseros por la mayor parte nunca de aquélla carecen), ahora, cerrando los agujeros del arca, cerrase la puerta a mi consuelo y la abriese a mis trabajos.
Así lamentaba yo, en tanto que mi solicito carpintero, con muchos clavos y tablillas, dió fin a sus obras diciendo:
—Ahora, donos traidores ratones, conviéneos mudar propósito, que en esta casa mala medra tenéis.
De que salió de su casa, voy a ver la obra, y hallé que no dejó en la triste y vieja arca agujero ni aun por donde le pudiese entrar un mosquito. Abro con mi desaprovechada llave, sin esperanza de sacar provecho, y vi los dos o tres panes comenzados, los que mi amo creyó ser ratonados, y de ellos todavía saqué alguna laceria, tocándolos muy ligeramente, a uso de esgrimidor diestro. Como la necesidad sea tan gran maestra, viéndome con tanta siempre, noche y día estaba pensando la manera que tendría en substentar el vivir. Y pienso, para hallar estos negros remedios, que me era luz la hambre, pues dicen que el ingenio con ella se avisa y al contrario con la hartura, y así era por cierto en mí.
Pues estando una noche desvelado en este pensamiento, pensando cómo me podría valer y aprovecharme del arcaz, sentí que mi amo dormía, porque lo mostraba con roncar y en unos resoplidos grandes que daba cuando estaba durmiendo. Levantéme muy quedito, y, habiendo en el día pensado lo que había de hacer y dejado un cuchillo viejo que por allí andaba en parte de le hallase, voime al triste arcaz, y por de había mirado tener menos defensa le acometí con el cuchillo, que a manera de barreno déļ usé. Y como la antiquísima arca, por ser de tantos años, la hallase sin fuerza y corazón, antes muy blanda y carcomida, luego se me rindió y consintió en su costado, por mi remedio, un buen agujero. Esto hecho, abro muy paso la llagada arca, y, al tiento del pan que hallé partido, hice según deyuso está escrito. Y con aquello algún tanto consolado, tornando a cerrar, me volví a mis pajas, en las cuales reposé y dormí un poco.
Lo cual yo hacía mal, y echábalo al no comer. Y así sería, porque cierto en aquel tiempo no me debían de quitar el sueño los cuidados del rey de Francia.
Otro día fué por el señor mi amo visto el dañio, así del pan como del agujero que yo había hecho, y comenzó a dar al diablo los ratones y decir:
—¿Qué diremos a esto? ¡Nunca haber sentido ratones en esta casa sino agoral Y sin duda debía de decir verdad. Porque si casa había de haber en el reino justamente de ellos privilegiada, aquella, de razón, había de ser, porque no suelen morar donde no hay qué comer. Torna a buscar clavos por la casa y por las paredes y tablillas y a tapárselos. Venida la noche y su reposo, luego era yo puesto en pie con mi aparejo, y cuantos él tapaba de día destapaba yo de noche.
En tal manera fué y tal prisa nos dimos, que sin duda por esto se debió decir: «Donde una puerta se cierra, otra se abre. Finalmente, parecíamos tener a destajo la tela de Penélope, pues cuanto él tejía de día rompía yo de noche. Pues en pocos días y noches pusimos la pobre despensa de tal forma, que quien quisiera propiamente de ella hablar, más corazas viejas de otro tiempo que no arcaz la llamara, según la clavazón y tachuelas sobre sí tenía.
De que vió no aprovecharle nada su remedio, dijo:
—Este arcaz está tan mal tratado y es de madera tan vieja y flaca, que no habrá ratón a quien se defienda. Y va ya tal, que si andamos más con él nos dejará sin guarda. Y aun lo peor que, aunque hace poca, todavía hará falta faltando y me pondrá en costa de tres o cuatro reales. El mejor remedio que hallo, pues el de hasta aquí no aprovecha, armaré por de dentro a estos ratones malditos.
Luego buscó prestada una ratonera, y con cortezas de queso que a los vecinos pedía, contino el gato estaba armado dentro del arca. Lo cual era para mí singular auxilio. Porque, puesto caso que yo no había menester muchas salsas para comer, todavía me holgaba con las cortezas del queso que de la ratonera sacaba, y sin esto no perdonaba el ratonar del bodigo.
Como hallase el pan ratonado y el queso comido y no cayese el ratón que lo comía, dábase al diablo, preguntaba a los vecinos qué podría ser comer el queso y sacarlo de la ratonera y no caer ni quedar dentro el ratón y hallar caída la trampilla del gato.
Acordaron los vecinos no ser el ratón el que este daño hacía, porque no fuera menos de haber caído alguna vez. Díjole un vecino:
—En vuestra casa yo me acuerdo que solía andar una culebra, y ésta debe de ser, sin duda. Y lleva razón, que como es larga, tiene lugar de tomar el cebo, y aunque la coja la trampilla encima, como no entra toda dentro, tórnase a salir.
Cuadró a todos lo que aquél dijo y alteró mucho a mi amo, y dende en adelante no dormia tan a sueño suelto. Que cualquier gusano de la madera que de noche sonase pensaba ser la culebra que le rofa el arca. Luego era puesto en pie, y con un garrote que a la cabecera, desde que aquello le dijeron, ponía, daba en la pecadora del arca grandes garrotazos, pensando espantar la culebra. A los vecinos despertaba con el estruendo que hacía y a mí no me dejaba dormir. Íbase a mis pajas y trastornábalas, y a mí con ellas, pensando que se iba para mí y se envolvía en mis pajas o en mi sayo. Porque le decían que de noche acaescía a estos animales, buscando calor, irse a las cunas donde están criaturas y aun morderlas y hacerles peligrar.
Yo las más veces hacía del dormido, y en la mañana decíame él:
—¿Esta noche, mozo, no sentiste nada? Pues tras la culebra anduve, y aun pienso se ha de ir para ti a la cama, que son muy frías y buscan calor.
—Plega a Dios que no me muerda—decía yo—, que harto miedo le tengo.
De esta manera andaba tan elevado y levantado del sueño, que, mi fe, la culebra o culebro, por mejor decir, no osaba roer de noche ni levantarse al arca; mas de día, mientras estaba en la iglesia o por el lugar, hacía mis saltos. Los cuales daños viendo él, y el poco remedio que les podía poner, andaba de noche, como digo, hecho trasgo.
Yo hube miedo que con aquellas diligencias no me topase con la llave, que debajo de las pajas tenía, y parescióme lo más seguro metella de noche en la boca. Porque ya, desde que viví con el ciego, la tenía tan hecha bolsa, que me acaesció tener en ella doce o quince maravedís, todo en medias blancas, sin que me estorbasen el comer. Porque de otra manera no era señor de una blanca que el maldito oiego no cayese con ella, no dejando costura ni remiendo que no me buscaba muy a menudo.
Pues así como digo, metía cada noche la llave en la boca y dormía sin recelo que el brujo de mi amo cayese con ella; mas cuando la desdicha ha de venir, por demás es la diligencia. Quisieron mis hados, o, por mejor decir, mis pecados, que una noche que estaba durmiendo, la llave se me puso en la boca, que abierta debía tener, de manera y tal postura, que el aire y resoplo que yo durmiendo echaba salía por lo hueco de la llave, que de canuto era, y silbaba, según mi desastre quiso, muy recio, de tal manera, que el sobresaltado de mi amo lo oyó y creyó sin duda ser el silbo de la culebra, y cierto lo debía parescer.
Levantóse muy paso, con su garrote en la mano, y al tiento y sonido de la culebra se llegó a mí con mucha quietud por no ser sentido de la culebra. Y como cerca se vió, pensó que allí, en las pajas donde yo estaba echado, al calor mío se había venido.
Levantando bien el palo, pensando tenerla debajo y darle tal garrotazo que la matase, con toda su fuerza me descargó en la cabeza un tan gran golpe, que sin ningún sentido y muy mal descalabrado me dejó.
Como sintió que me había dado, según yo debía hacer gran sentimiento con el fiero golpe, contaba él que se había llegado a mí y, dándome grandes voces llamándome, procuró recordarme. Mas como me tocase con las manos, tentó la mucha sangre que se me iba, y conosció el daño que me había hecho. Y con mucha priesa fué a buscar lumbre, y, llegando con ella, hallóme quejando, todavía con mi llave en la boca, que nunca la desamparé, la mitad fuera, bien de aquella manera que debía estar al tiempo que silbaba con ella.
Espantado el matador de culebras que podría ser aquella llave, miróla, sacándomela del todo de la boca, y vió lo que era, porque en las guardas nada de la suya diferenciaba. Fué luego a probarla, y con ella probó el maleficio.
Debió de decir el cruel cazador:
«El ratón y culebra que me daban guerra y me comian mi hacienda he hallado.»
De lo que sucedió en aquellos tres días siguientes ninguna fe daré, porque los tuve en el vientre de la ballena; mas de cómo esto que he contado oí, después que en mí torné, decir a mi amo, el cual a cuantos allí venían lo contaba por extenso.
A cabo de tres días yo torné en mi sentido, y vime echado en mis pajas, la cabeza toda emplastada y llena de aceites y ungüentos, y, espantado, dije:
—¿Qué es esto?
Respondióme el cruel sacerdote:
—A fe que los ratones y culebras que me destruían ya los he cazado.
Y miré por mí, y vime tan maltratado, que luego sospeché mi mal.
A esta hora entró una vieja que ensalmaba, y los vecinos. Y comiénzanme a quitar trapos de la cabeza y curar el garrotazo. Y como me hallaron vuelto en mi sentido, holgáronse mucho, y dijeron:
—Pues ha tomado en su acuerdo, placerá a Dios no será nada.
Y tornaron de nuevo a contar mis cuitas y a reírlas, y yo, pecador, a llorarlas. Con todo esto, diéronme de comer, que estaba transido de hambre, y apenas me pudieron remediar. Y así, de poco en poco, a los quince días me levanté y estuve sin peligromas no sin hambre y medio sano.
Luego, otro día que fuí levantado, el señor mi amo me tomó por la mano y sacóme la puerta fuera, y, puesto en la calle, díjome:
—Lázaro: de hoy más eres tuyo y no mío. Busca amo y vete con Dios. Que yo no quiero en mi compañía tan diligente servidor. No es posible sino que hayas sido mozo de ciego.
Y santiguándose de mí, como si yo estuviera endemoniado, se torna a meter en casa y cierra su puerta.