El Lazarillo de Tormes/Tratado primero
TRATADO PRIMERO
Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fué.
Pues sepa vuestra merced, ante todas cosas, que a mí me llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fué dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fué desta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fué molinero más de quince años. Y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nascido en el río.
Pues, siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo cual fué preso, y confesó y no negó y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fué mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fué. Y con su señor, como leal criado, fenesció su vida.
Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno dellos, y vinose a vivir a la ciudad, y alquiló una casilla, y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de la Magdalena, de manera que fué frecuentando las caballerizas.
Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conoscimiento. Este, algunas veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba a la puerta, en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuíle queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne, y en el invierno, leños, a que nos calentábamos.
De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino á darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar.
Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trabajando con el mozuelo, como el niño veía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía dél, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo, decía: «¡Madre, coco!»
Respondió él riendo: «¡Hideputa!»
Yo, aunque bien muchacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mesmos!»
Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo, y hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada que para las bestias le daban hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles y las mantas y sábanas de los caballos hacía perdidas, y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto.
Y probósele cuanto digo y aun más. Porque a mí, con amenazas, me preguntaban, y como niño, respondía y descubría cuanto sabía, con miedo: hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí.
Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho comendador no en trase ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.
Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia. Y por evitar peligro y quitarse de malas lenguas se fué a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana. Y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico, hasta que supo andar, y a mi hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban.
En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo servía para adiestralle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole cómo era hijo de un buen hombre, el cual, por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano.
El respondió que así lo haría y que me rescebía, no por mozo, sino por hijo. Y así, le comencé a servir y adiestrar a mi nuevo y viejo amo.
Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allí, y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y, ambos llorando, me dió su bendición y dijo:
—Hijo: ya sé que no te veré más. Procura de ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto: válete por ti.
Y así, me fuí para mi amo, que esperándome estaba.
Salimos de Salamanca, y llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal y, allí puesto, me dijo:
—Lázaro: llega el oído a este toro y otrás gran ruido dentro de él.
Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y como sintió que tenía la cabeza par de la pedra, afirmó recio la mano y dióme una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:
—Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo.
Y rió mucho la burla.
Parescióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que, como niño dormido, estaba. Dije entre mi:
«Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer.»
Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza. Y como me viese de buen ingenio, holgábase mucho y decía:
—Yo oro ni plata no te lo puedo dar; mas avisos para vivir muchos te mostraré.
Y fué así: que, después de Dios, éste me dió la vida, y siendo ciego me alumbró y adiestró en la carrera de vivir.
Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías, para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio.
Pues, tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, vuestra merced sepa que, desde que Dios crió el mundo, ninguno formó más. astuto ni sagaz. En su oficio era un águila. Ciento y tantas oraciones sabía de coro. Un tono bajo, reposado y muy sonable, que hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro humilde y devoto, que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer.
Allende de esto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parian, para las que estaban de parto, para las que eran malcasadas que sus maridos las quisiesen bien. Echaba pronósticos a las preñadas: si traia hijo o hija.
Pues en caso de medicina, decía que Galeno no supo la mitad que él para muela, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión que luego no le decía:
«Haced esto, haréis estotro, coced tal hierba, tomad tal raíz.»
Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decía creían. Destas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año.
Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre no vi; tanto, que me mataba a mí de hambre, y así no me demediaba de lo necesario. Digo verdad: sí con mi sutileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre; mas con todo su saber y aviso le contraminaba de tal suerte, que siempre, o las más veces, me cabía lo más y mejor. Para esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo. El traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo, que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de todas las cosas y sacarlas, era con tan gran vigilancia y tanto por contadero, que no bastara hombre en todo el mundo hacerle menos una migaja. Mas yo tomaba aquella laceria que él me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada.
Después que cerraba el candado y se descuidaba, pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando no por tasa pan, mas buenos pedazos, torreznos y longaniza. Y así, buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba.
Todo lo que podía sisar y hurtar traía en medias blancas, y cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada en la boca y la media aparejada, que por presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego, porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera, y decía:
—¿Qué diablo es esto, que después que conmigo estás no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedí hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha.
También él abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenía mandado que en yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por cabo del capuz. Yo así lo hacía. Luego él tornaba a dar voces, diciendo:
«¿Mandan rezar tal y tal oración?», como suelen decir.
Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino, cuando comíamos, y yo muy de presto le asia y daba un par de besos callados y tornábale a su lugar. Mas duróme poco. Que en los tragos conocía la falta, y por reservar su vino a salvo nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido. Mas no habla piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja larga de centeno, que para aquel menester tenía hecha, la cual, metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino lo dejaba a buenas noches. Mas, como fuese el traldor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en adelante mudó propósito y asentaba su jarro entre las piernas y tapábale con la mano, y así bebia seguro.
Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé, en el suelo del jarro, hacerle una fuentecilla y agujero sotil, y delicadamente, con una muy delgada tortilla de cera, taparlo, y al tiempo de comer, fingiendo haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y al calor de ella, luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía, que maldita la gota se perdía. Cuando el pobrete iba a beber, no hallaba nada.
Espantábase, maldecíase, daba al diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podía ser.
—No diréis, tío, que os lo bebo yo—decía—, pues no le quitáis de la mano.
Tantas vueltas y tientos dió al jarro, que halló la fuente, y cayó en la burla; mas así lo disimuló como si no lo hubiera sentido.
Y luego, otro día, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando el daño que me estaba aparejado ni que el mal ciego me sentía, sentéme como solía; estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que ahora tenía tiempo de tomar de mi venganza, y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada de esto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me había caído encima.
Fué tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él se me metieron por la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé. Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y, aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho, y, sonriéndose, decía:
—¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud.
Y otros donaires, que a mi gusto no lo eran.
Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que a pocos golpes tales el cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar de él; mas no lo hice tan presto por hacerlo más a mi salvo y provecho. Aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonarle el jarrazo, no daba lugar el mal tratamiento que el mal ciego desde allí adelante me hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome coscorrones y repelándome.
Y si alguno le decía por qué me trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:
—¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña.
Santiguándose los que lo oían, decían:
—¡Mira quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!
Y reían mucho el artificio, y decíanle:
—Castigadlo, castigadlo, que de Dios lo habréis.
Y él, con aquello, nunca otra cosa hacía.
Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos y adrede, por le hacer mal daño: si había piedras, por ellas; si lodo, por lo más alto. Que aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía.
Con esto, siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos. Y aunque yo juraba no lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía más: tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.
Y por que vea vuestra merced a cuánto se extendia el ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dió bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fué venir a tierra de Toledo. Porque decía ser la gente más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase a este refrán: «Más da el duro que el desnudo.» Y vinimos a este camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia, deteniamonos; donde no, a tercero día hacíamos San Juan.
Acaeció que, llegando a un lugar que llaman Almorox al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dió un racimo dellas en limosna. Y como suelen ir los cestos mal tratados, y también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano. Para echarlo en el fardel tornábase mosto y lo que a él se llegaba.
Acordó de hacer un banquete, así por no lo poder llevar como por contentarme: que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo:
—Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas y que hayas de él tanta parte como yo. Partirlo hemos de esta manera: tú picarás una vez y yo otra, con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mismo hasta que lo acabemos, y de esta suerte no habrá engaño, Hecho así el concierto, comenzamos; mas luego, al segundo lance, el traidor mudó propósito, y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo deberia hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él; mas aun pasaba adelante: dos a dos y tres a tres y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano, y, meneando la cabeza, dijo:
—Lázaro: engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.
—No comí—dije yo—; mas ¿por qué sospecháis eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
—¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.
—Anda presto, muchacho; salgamos de entre tan mal manjar, que ahoga sin comerlo.
Yo, que bien descuidado iba de aquello, miré lo que era, y como no vi sino sogas y cinchas, que no era cosa de comer, dijele:
—Tio: ¿por qué decis eso?
Respondióme:
—Calla, sobrino: según las mañas que llevas, lo sabrás y verás cómo digo verdad.
Y así pasamos adelante por el mismo portal, y llegamos a un mesón, a la puerta del cual había muchos cuernos en la pared, donde ataban los recueros sus bestias, y como iba tentando si era allí el mesón adonde él rezaba cada día por la mesonera la oración de la emparedada, asió de un cuerno, y con un gran suspiro dijo:
—¡Oh, mala cosa, peor que tienes la hechura! ¡De cuántos eres deseado poner tu nombre sobre cabeza ajena y de cuán pocos tenerte ni aun oír tu nombre por ninguna vial.
Como le oí lo que decía, dije:
—Tío: ¿qué es esto que decís?
—Calla, sobrino, que algún día te dará este que en la mano tengo alguna mala comida y cena.
—No le comeré yo—dije—, y no me la dará.
—Yo te digo verdad; si no, verlo has, si vives.
Y así pasamos adelante, hasta la puerta del mesón, adonde pluguiere a Dios nunca allá llegáramos, según lo que me sucedió en él.
Era todo lo más que rezaba por mesoneras, y por bodegoneras y turroneras y rameras, y así por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca le vi decir oración.Reíme entre mí, y, aunque muchacho, noté mucho la discreta consideración del ciego.
Mas, por no ser prolijo, dejo de contar muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este mi primer amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y con él acabar. Estábamos en Escalona, villa del duque della, en un mesón, y dióme un pedazo de longaniza que le asase. Ya que la longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por él de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fué que había cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió ser echado allí.
Y como al presente nadie estuviese sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndome puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero saqué la longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador. El cual, mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que de ser cocido, por sus deméritos, había escapado.
Yo fuí por el vino, con él cual no tardé en despachar la longaniza, y cuando vine hallé al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aun no había conocido por no lo haber tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en ellas, pensando también llevar parte de la longaniza, hallóse en frío con el frío nabo. Alteróse y dijo:
—¿Qué es esto, Lazarillo?
—¡Lacerado de mí!—dije yo—. ¿Si queréis a mi echar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí y por burlar haría esto.
—No, no—dijo él—, que yo no he dejado el asador de la mano; no es posible.
Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantőse y asióme por la cabeza y llegóse a olerme. Y como debió sentir el huelgo, a uso de buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las manos abriame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz. La cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón, con el enojo, se había aumentado un palmo. Con el pico de la cual me llegó a la gulilla.
Y con esto, y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aun no había hecho asiento en el estómago; y lo más principal: con el destiento de la cumplidísima nariz medio casi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese vuelto a su dueño. De manera que, antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estómago, que le dió con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra mal mascada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.
¡Oh gran Dios, quién estuviera a aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fué tal el coraje del perverso ciego, que, si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida. Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñado el pescuezo y la garganta. Y esto bien lo merecía, pues por su maldad me venían tantas persecuciones.
Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, así de la del jarro como de la del racimo y ahora de lo presente. Era la risa de todos tan grande, que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire recontaba el ciego mis hazañas, que, aunque yo estaba tal maltratado y llorando, me parecía que hacía sinjusticia en no se las reír.
Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una cobardía y flojedad que hice porque me maldecía, y fué no dejarle sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello que la mitad del camino estaba andado. Que con sólo apretar los dientes se me quedaran en casa, y, con ser de aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor mi estómago que retuvo la longaniza, y no pareciendo ellas pudiera negar la demanda. Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera asi que así.
Hicléronnos amigos la mesonera y los que allí estaban, y con el vino que para beber le había traido laváronme la cara y la garganta. Sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires, diciendo:
—Por verdad, más vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo del año que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida.
Y luego contaba cuántas veces me había descalabrado y harpado la cara y con vino luego sanaba.
—Yo te digo—dijo—que si hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino que serás tú.
Y reían mucho los que me lavaban con esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no salió mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre, que sin duda debía tener espíritu de profecía, y me pesa de los sinsabores que le hice, aunque bien se lo pagué, considerando lo que aquel día me dijo salirme tan verdadero como adelante vuestra merced oirā.
Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determiné de todo en todo dejarle, y como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmélo más. Y fué así que luego otro día salimos por la villa a pedir limosna y había Ilovido mucho la noche antes. Y porque el día también llovía y andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había, donde no nos mojamos; mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el ciego:
—Lázaro: esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recía. Acojámonos a la posada con tiempo.
Para ir allá habíamos de pasar un arroyo, que con la mucha agua iba grande.
Yo le dije:
—Tío: el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde atravesemos más aína sin nos mojar, porque se estrecha allí mucho, y saltando pasaremos a pie enjuto.
Parecióle buen consejo y dijo:
—Discreto eres; por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que ahora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados.
Yo que vi el aparejo a mi deseo, saquéle debajo de los portales y llevélo derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre el cual y sobre otros cargaban salidizos de aquellas casas, y dígole:
—Tío: este es el paso más angosto que en el arro yo hay.
Como llovía recio y el triste se mojaba, y con la prisa que llevábamos de salir del agua, que encima de nos caía, y, lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fué por darme de él venganza), creyóse de mí y dijo:
—Ponme bien derecho y salta tú el arroyo.
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste, como quien espera tope de toro, y díjele:
—¡Sus! Saltad todo lo que podáis, porque deis de este cabo del agua.
Aun apenas lo había acabado de decir cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza.
—¿Cómo olistes la longaniza y no el poste? ¡Oled! ¡Oled!—le dije yo.
Y dejéle en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomé la puerta de la villa en los pies de un trote, y antes que la noche viniese di conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios de él hizo ni curé de lo saber.