XVIII

En la calle que hoy se llama de Isabel la Católica, y antes de la Inquisición, pasando así bruscamente del nombre más horrible al más hermoso, hay una casa que hoy lleva el número 25 y antes tenía el 2, edificio perteneciente en su juventud al conde de Revillagigedo y que después fue Conservatorio de Música y Declamación. Diversas oficinas se han sucedido en dicha casa, y hoy sirve de albergue, si no estamos equivocados, a una Dirección del ramo de guerra. Pero lo más importante de este caserón en su variada y larga historia, es que dentro de él estuvo la Asamblea de los Comuneros durante los tres llamados años. Ya se habrá comprendido quiénes eran estos bravos hijos de Padilla. Cualquiera que haya vivido en España y prestado atención a sus cosas políticas, comprenderá que en aquella época, como en todas, los descontentos y los cesantes y los atrevidos y los pretendientes y los envidiosos, que son siempre el mayor número, no podían tolerar que determinada pandilla gobernase siempre el país y las Cortes. Este afán de renovación periódica del personal político que en otras partes se hace por razón de ideas y de aspiraciones elevadas, se suele hacer aquí, y más entonces que hoy, por el turno tumultuoso de las nóminas. Esto es una vulgaridad tan manoseada, y ha trascendido de tal modo hasta llegar a las inteligencias más oscuras, que casi es de mal gusto ponerlo en un libro.

Los comuneros querían reformar la Constitución, porque no era bastante liberal todavía. Los ministeriales (nos referimos a la primera mitad de 1821) o doceañistas, o si se quiere, los masones, convencidos de que su Constitución era la mejor de las obras posibles, y que la mente no concebía nada más perfecto, querían que se conservase intacta y sin corrección ni reforma como la Naturaleza. De repente apareció un tercer partido llamado de los anilleros que quiso modificar la Constitución en sentido restrictivo, aspirando a una especie de transacción con la Corte y la Santa Alianza. Sobre estas tres voluntades giraba aquel torbellino que empezó con una sedición militar y terminó con una intervención extranjera.

Los comuneros, que nacieron del odio a los masones, como los hongos nacen del estiércol, creyendo que los ritos y prácticas de la Masonería eran una antigualla desabrida, anti-española, prosaica y árida, imaginaron que les convenía establecer un simbolismo caballeresco y nacional, propio para exaltar la imaginación del pueblo y aun de las mujeres, que por entonces tenían parte muy principal en estos líos. Siendo la representación primaria de los masones un templo en fábrica y los hermanos, arquitectos o albañiles, los comuneros, formaron su partido de Comunidades, divididas en Merindades y Torres y Casas-Fuertes, y a sus logias llamaron Castillos y a sus Venerables Castellanos, Alcaides a sus Vigilantes, y así sucesivamente. En los ritos y ceremonias modificaron todo lo que hay de teatral en la Masonería; pero dándole forma caballeresca, e ideando ilusorias fortalezas, puentes levadizos, barbacanas, recintos, salas de armas, cuerpos de guardia, almacenes de enseres y demás mojigangas, todo creado por sus exaltadas fantasías, de tal modo, que más que militantes caballeros parecían rematados locos.

Su color distintivo era el morado, así como los masones adoptaron el verde. La Asamblea general recibía el nombre de Alcázar de la Libertad, y el recinto donde se reunían, llamado Plaza de Armas, estaba adornado con embadurnados lienzos y telones, representando torreoncillos con banderolas, lanzas y las indispensables inscripciones patrioteras. El Presidente llamaba a los socios la guarnición y a los neófitos reclutas. Abríanse y cerrábanse las sesiones con fórmulas que harían reír a la misma seriedad, siendo de notar principalmente el parrafillo con que se despedían después de discutir largamente sobre mil innobles temas sugeridos por el egoísmo, el hambre o la envidia: «Retirémonos, compañeros, a dar descanso a nuestro espíritu y a nuestros cuerpos, para restablecer las fuerzas y volver con nuevo vigor a la defensa de las libertades patrias».

Poco después de las diez de la noche Salvador Monsalud, acompañado del Sr. Regato, penetró en el Alcázar de la Libertad de la calle de la Inquisición. Era el local grande y espacioso, consistente en una serie de salas abovedadas a las cuales se descendía por media docena de escalones. Pobres farolillos que aquí no cometían la fatuidad de llamarse estrellas las alumbraban, y un sordo rumor de gente anunciaba desde el vestíbulo que la colmena se había llenado ya de zánganos.

-El ceremonial nos manda esperar aquí -dijo Regato a su recluta, deteniéndose en la primera sala-. Voy a llamar al Alcaide.

Durante el breve rato de espera Monsalud tuvo que resignarse a oír las felicitaciones de D. Patricio Sarmiento que a la sazón entraba, y que atronó la estancia con sus gritos y encarecimientos por el feliz suceso de aquella iniciación. Todo su porvenir caballeresco comunero diera el joven por sacudírselo de encima; pero al fin sacole de tan mal paso el Alcaide apareciendo con Regato, y en seguida vendaron los ojos del recluta, mandándole que marchase apoyado en el brazo del comunero proponente.

-¿Quién es? -preguntó una voz.

-Un ciudadano -respondió Regato con toda la seriedad posible-, que se ha presentado en las obras exteriores con bandera de parlamento a fin de ser alistado.

La misma voz gritó:

-Echad el puente levadizo.

Oyó entonces el neófito un espantable ruido que en derredor suyo sonaba, con tal estrépito que no parecía sino que todos los alcázares y torres de España caían en ruinas; mas no se turbó por esto su esforzado corazón, ni aun se le mudó la color del rostro, que para mayores trances tenía coraje y alientos el bravo recluta. Además bien sabía él, como todos, que aquel rumor provenía de una plancha de hierro semejante a las que usan en los teatros para imitar los fragorosos ecos del trueno, y que el ruido del hierro y cadenas era producido por una sarta de cacharros que tras de la puerta agitaba bestial paleto simulando de este modo con notoria perfección el acto de bajar el puente levadizo.

Quitáronle la venda; retiráronse Alcaide y proponente, y quedó solo con el centinela, que estaba enmascarado. Estaba en el Cuerpo de guardia, y allí como en la Cámara de Meditaciones, debía el candidato reflexionar sobre su situación y contestar por escrito a varias preguntas referentes a las obligaciones y derechos del comunero. Monsalud observó el local de cuyas paredes pendían varias armaduras mohosas y algunas espadas mojadas en sangre de cabrito, que para tan terrorífico uso suministraba un día sí y otro no el conserje de la Sociedad. Leyó los letreros conteniendo sentencias vulgares de la religión de honor, y se dispuso a tomar asiento junto a la mesa donde debía extender sus respuestas.

El centinela, que había permanecido tieso y grave, desempeñando su imponente papel, soltó de repente la risa y dijo al neófito:

-¿También tenemos por aquí al Sr. Monsalud?

Monsalud miraba a su interlocutor y no veía más que una máscara horrible, una figura espantosa con casco empenachado de gallináceas plumas y un babero a guisa de celada de encaje.

-¿Qué, no me conoce usted? Soy Pujitos -dijo el centinela quitándose la máscara.

-Cómo te había de conocer, vecino, si parecías un valiente. ¿También tú te diviertes con estas mojigangas?

-Vaya un modo de prepararse... Llamar mojigangas a una cosa tan seria, que va a derribar el Ministerio y a poner un Gobierno republicano. Sr. D. Salvador, ¿usted viene aquí a burlarse? Le aviso que los que se han burlado de esto no lo han hecho dos veces. Con que escriba el papelito y me volveré a poner la careta. Acabe usted pronto, que me sofoco y este demonche de cartón huele muy mal.

-¿No te fatiga esta tarea? ¿No es mejor que descanses en tu casa toda la noche después de haber trabajado todo el día?

-¡Quia!, si yo no hago más zapatos -dijo el gran patriota con expresión de hombre perspicuo-. El Sr. Regato me ha prometido darme un destino en la Contaduría de Propios. D. Patricio me enseña a echar la firma, que es lo que necesito, y salga el sol por Antequera.

-Ya sabía que eres de los que vocean en los motines, patean en La Cruz de Malta y apedrean el coche del Rey. ¿A cómo pagan esto?

Pujitos se puso serio al oír tamaña injuria.

-Vamos -dijo-. Está visto que usted viene aquí a mofarse. Pero siempre seremos amigos, o mejor dicho, compañeros de armas. Escriba el papelito y despache pronto. Me pongo la careta porque el Alcaide va a venir.

-No hay prisa. Dime, Pujitos, ¿vienes aquí todas las noches?

-Todas, desde el primer día. Soy caballero fundador, y el día lo paso en las cosas de la Milicia. Soy teniente, ¡uf!, ¡usted no sabe el trabajo que da esto! A la parada, a pasar lista, a revisar los uniformes, a hacer ejercicio de tiro, a aprender los reglamentos, a echar unas copas con los oficiales para discutir lo que ha de hacerse el día siguiente... Y luego guardias y más guardias.

-¿Haces guardias de noche?

-Pues no. Anoche me tocó en el Principal, y mañana me toca en la cárcel de la Corona.

-¡En la cárcel de la Corona... mañana! -dijo Monsalud con interés-. Ya sé... es donde están presos esos cleriguillos que han hecho planes horribles para quitar la libertad.

-Y algunos que no son clérigos. Pero esos tunantes morirán, o no hay justicia en España. Dicen que el Gobierno quiere condenarles a presidio nada más: esto se llama protección, ¿no es verdad?

-¿Y me has dicho que eres teniente?

-Nada menos; y si no fuera por las intrigas que hay en el batallón...

-Yo también seré miliciano y me afiliaré en tu batallón, gran Pujos -dijo Monsalud riendo-. Se me figura que entre tú y yo hemos de hacer algo extraordinario.

-Me alegraría de ello.

-Nos veremos pronto, y hablaremos... quizás mañana... Pero el tiempo pasa y hay que contestar a estas endiabladas preguntas.

-Escriba usted... Me parece que vienen ya.

Salvador escribió sus respuestas que fueron llevadas a la Plaza de Armas para que las examinara la guarnición. No tardaron el Alcaide y el proponente en conducirle vendado otra vez a la puerta del salón de sesiones, que estaba cerrada. Por dentro una voz gritó: -¿Quién es?

-Esta voz áspera y hueca como una campana rajada -dijo Monsalud para sí-, es la de Romero Alpuente.

Entre tanto el Alcaide respondía:

-Soy el Alcaide de este castillo, que acompaño a un ciudadano que se ha presentado a las avanzadas pidiendo parlamento.

-Por Dios, amigo Monsalud -indicó en voz baja Regato-, no se ría usted; le suplico encarecidamente que sofoque toda manifestación de burlas. Usted no quiere creerme y yo repito que esto es serio, pero muy serio.

Abrieron la puerta de la Plaza de Armas, que más parecía bodega que plaza, con diversas series de asientos ocupados por los caballeros, y un estradillo donde estaba el Presidente, teniendo detrás fementido torreón de lienzo embadurnado, y un harapo que llamaban estandarte de Padilla, y una urna donde se debían colocar todas las cenizas de los comuneros que se pudieran haber.

El Presidente le preguntó su nombre, edad, pueblo natal, empleo o profesión; luego le habló de las obligaciones que contraía y del valor y constancia que había de mostrar para desempeñarlas. Levantáronse en seguida los caballeros, y Monsalud vio que todos ellos tenían una banda morada en el pecho, y una como espada o asador en la mano.

-Ya estáis alistado -le dijo el Presidente-. Vuestra vida depende del cumplimiento de las obligaciones que habéis contraído, y vais a jurar. Acercaos y poned la mano sobre este escudo de nuestro jefe Padilla, y con todo el ardor patrio de que seáis capaz, pronunciad conmigo el juramento que debe quedar grabado en vuestro corazón.

Hecho lo que al neófito se le mandara, empezó este la retahíla del juramento, que abrazaba diversos puntos, y que concluía con la consabida conterilla que tanto ha hecho reír a la generación siguiente: «Juro que si algún cab. com. faltase en todo o en parte a estos juramentos, le mataré luego que la Confederación le declare traidor; y si faltase yo, me declaro yo mismo traidor y merecedor de ser muerto con infamia por disposición de la Confederación de cab. com., y para que ni memoria quede de mí después de muerto, se me queme, y las cenizas se arrojen a los vientos».

-Cubríos -le dijo el Presidente-, con el escudo de nuestro jefe Padilla.

Tomó entonces el joven un mohoso broquel que le presentaron, y cubiertos pecho y cara con tal defensa, pusieron en él todos los demás comuneros la punta de sus espadas, mientras el Presidente dijo entre otras majaderías:

-Si no lo cumplís, todas estas espadas no sólo os abandonarán, sino que os quitarán el escudo para que quedéis al descubierto y os harán pedazos en justa venganza de tan horrendo crimen.

Poseídos algunos caballeros, como gente candorosa, del papel que estaban desempeñando, hincaban con excesiva fuerza la punta de sus asadores o espadas en el escudo o sartén que resguardaba la cara y busto del joven. El Sr. Regato, temeroso de que por desmedido celo de los caballeros se agujerease el escudo y perdiera un ojo su ahijado, creyó necesario interrumpir por un momento la majestad del ceremonial, diciendo:

-Cuidado, señores, que es de hojalata

La farándula no había terminado aún, porque tras la ceremonia del escudo, el Alcaide calzó la espuela al caballero, dándole espada y banda, con lo cual y con acompañarle a recorrer las filas para que fuera dando la mano uno por uno a todos los confederados, el novel comunero descansó a la postre de tantas fatigas.