El Grande Oriente/XVII
XVII
-Pues lo pasado, pasado -dijo Campos-. Amigos otra vez. Olvidemos las ofensas que mutuamente nos hayamos hecho.
-Pasemos la trulla.
Trulla era la cuchara de albañil, y la idea de pasarla indicaba olvidar y perdonar las injurias, idea que bien podía expresarse hablando como la gente.
-Ahora me toca a mí -dijo Salvador.
-Ahora te toca a ti -añadió Campos sacando dos cigarros habanos y ofreciendo uno a su amigo-. Ahí va esa pólvora del Líbano. Fumemos.
-¿Usted me promete que Gil de la Cuadra no será condenado a muerte?
-Eso no.
-¿Usted me promete que se sobreseerá su causa?
-Tampoco.
-Entonces...
-Lo que prometo es que tu padre, tu tío, tu pariente o lo que sea, saldrá de la cárcel.
-¿Cómo?
-Escapándose de ella, lo cual no es fácil, pero sí posible, sobre todo si tú y yo nos proponemos hacerlo. No hay que pensar en que el Gobierno suelte la presa absolutista que tiene entre las garras. Es preciso ofrecer un par de víctimas al pueblo, y como no se le puede dar un león, se le da un conejo. Ya sabes que el cura Merino ha aparecido en Castilla; el Abuelo ha levantado también una partida cerca de Aranjuez y Aizquíbil recorre con su gente el país de Álava. El Pastor entra también en campaña, y a varios de su partida que han sido pescados, se les encontraron muchos ochentines de los que acuñó el Gobierno hace poco. Estos ochentines se dieron todos a la Casa Real, de modo que no hay duda alguna respecto a la mano que está moviendo esta vil máquina de las partidas.
-El Rey.
-Sí, y cuando los Ministros le hicieron notar la coincidencia, respondió tranquilamente: «Es muy extraño eso», y no dijo más. La Corte trabaja con desesperación por encender la guerra civil, y los curas y los guerrilleros, amparados por ella y por las juntas extranjeras, harán un esfuerzo terrible para restablecer el absolutismo. Nos aguarda un porvenir de rosas. Ya sabes lo que significan en nuestro amado país estas dos fuerzas: curas, guerrilleros.
-No tengo ilusiones en ese particular. La estupidez de los liberales, su corrupción y falta de sentido, anuncian a voces que volverá el absolutismo.
-Pues bien; cuando por todas partes no se ven mas que peligros; cuando el Gobierno se mira amenazado y provocado por los absolutistas, ¿no es natural que si logra poner la mano encima de alguno, apriete firme hasta ahogarle?
-Es natural. Los pobres gazapos que se han dejado coger, pagarán las culpas de los lobos y de la Corte que los azuza.
-Evidentísimo. Por consiguiente, amigo Monsalud, no hay que pensar en que el Gobierno perdone a ninguno de los que hoy están presos por conspiraciones realistas.
-Serán condenados...
-A muerte. El juez, Sr. Arias, confiesa privadamente que no halla motivo para tanto; pero la presión popular y la necesidad de hacer un escarmiento, la conveniencia de amedrentar a la Corte, levantará el cadalso. Aquí tienes la libertad en tales trances que no puede pasarse sin el verdugo.
-¿De modo que no hay que soñar con un sobreseimiento?
-Locura. Vinuesa no se escapa de la horca. Los demás serán condenados a presidio... Puesto que no podemos evitar la sentencia, tratemos ahora de salvar a tu hombre. Yo estoy tan comprometido a ello moralmente como tú. Planteemos la cuestión. Primer punto. Todo el personal de la cárcel está en poder de gentuza comunera o milicianos nacionales de los más majaderos.
-Lo sé, y he resuelto hacerme comunero.
-Admirable idea -dijo Campos en tono de lisonja-. Y si procuras retener en la memoria todos los disparates y gansadas de los hijos de Padilla para contármelos, tu idea será sublime.
-Yo iré allá tan sólo con el fin de contraer amistades que me sirvan para nuestro objeto.
-Excelente plan. En tanto el Grande Oriente se encarga de hacer en el personal de cárceles alguna variación.
-Cosa facilísima.
-No tanto, joven, no tanto. Tú no sabes cuánto se ha alambicado ya en la cuestión de destinos. No se puede estar trasegando la gente todos los días. Lo peor de todo es que hacemos una variación, y al punto nos conquistan los comuneros el nuevo personal. Se varía otra vez, y la defección se repite. Hacemos tercera hornada; pero llega un momento en que no se puede más, porque se acaban los carniceros, panaderos y pasteleros que quieren ser funcionarios públicos en las porterías de los ministerios, en cárceles, en correos... Por este camino va a desaparecer en Madrid toda la clase menestral.
-Pero los cambios traen numerosas cesantías.
-Pero los cesantes, esos insignes patricios desairados, no quieren volver a las panaderías, carnicerías y molinos de chocolate de donde salieron. Encuentran más fácil encastillarse en las fortalezas de Padilla, donde, haciendo comedias, se van adiestrando en la oratoria y en el arte de conspirar.
-¿Y cómo viven?
-Ese es el misterio. Lo evidente es que tienen dinero. ¿Ves esa turbamulta de vagos que aúllan en los cafés, que alborotan en la plaza de Palacio, que apedrean las casas de los Ministros, que van a cantar coplas indecentes junto a las rejas de la prisión de Vinuesa?... Pues todos ellos viven, y viven bien.
-Los ochentines del Pastor harán ese milagro.
-Eso creo yo. Los ochentines...
-Pero contra los ochentines, el Gobierno tiene los empleos públicos. Póngame usted en la cárcel de la Corona a un empleado que se preste a favorecer nuestro plan.
-Precisamente hay una vacante. Me he informado hoy.
-Mejor que mejor.
-Bueno; pues elige tú el candidato.
Salvador meditó breves instantes.
-Lo mejor será un hombre de bien, pues no se trata de salvar a ladrones y asesinos; se trata de hacer una buena obra, librando a un pobre anciano inocente, inocente, sí... porque Gil de la Cuadra, aun conspirando con todas sus fuerzas, no es capaz de hacer daño a un semejante ni a la sociedad.
-Pues mi opinión es que elijamos un tonto. Es fácil de encontrar.
-Ya tengo mi hombre -dijo vivamente y con alegría Monsalud.
-¿Has hallado el tonto?
-Un maestro de escuela.
-Viene a ser lo mismo. Apuesto a que has pensado en Sarmiento.
-No, lo echaríamos todo a perder -dijo Salvador arrepintiéndose-. Sarmiento es sencillo, pero su fanatismo rabioso le transfigura, haciéndole cruel. Me parece que debemos elegir un discreto.
-Bien puedes coger la linterna de Diógenes. Échate a buscar el discreto.
-Ya lo hallé -exclamó Monsalud, dándose una palmada en la frente.
-¿Quién?
-Yo mismo.
-Hombre... la idea no es mala -repuso Campos sonriendo-. Pero la verdad... ese destino no es propio para ti. Vales tú mucho más.
-¿Y qué me importa?
-El duque del Parque no querrá tener a su servicio a un sota-alcaide.
-Dejaré el servicio del duque del Parque.
-¿Pero no se te ocurre otra persona?
-No me fío de nadie. Estoy decidido. Seré sota-alcaide.
-Vas a bregar con la gente más cruel, más perdida y más infame de la sociedad. El personal de cárceles allá se va con el de encarcelados.
-No me importa. He tenido una idea feliz.
-Pues adelante, y realicemos la idea feliz. Serás sota-alcaide. En tanto que te nombro... pues no creas que es cosa de un momento: lo menos hay treinta candidatos... hablaré a Copons.
-¿El jefe político?
-¡Ah! -exclamó Campos con gozo-. Le tengo cogido, le tengo preso en mis redes. Precisamente anda tras de mí para que le favorezca en ciertas pretensiones que trae en Gracia y Justicia. Una bicoca; tres primos que fueron beneficiados y ahora se les ha antojado ser deanes. Son de la pacotilla de los que llaman modestos... ¡pobrecitos! Copons es muy exaltado; el Gobierno, que le puso en lugar de Palarea, no está muy contento con él. Necesita todo el arrimo del Grande Oriente para no venir a tierra. Muy bien; esto va a pedir de boca. Tu padre, tu abuelo, o lo que sea, se ha salvado.
Hablaron algo más, determinando algunos detalles del plan, y se separaron. Campos tenía que revisar unas cartas detenidas por orden superior. Salvador debía consagrarse a sus ocupaciones. Cuando volvió a su casa, entregáronle un billete que acababa de llegar. Habiendo conocido en el sobre la letra de Andrea, sintió tanta ansiedad como pavor. La carta estaba trazada a prisa, con indecisos rasgos, y decía:
«Arrepentida, arrepentida, arrepentida de lo que he hecho.
»Ven al instante. Estoy esperándote en el Retiro, junto al Observatorio. Me he escapado de mi casa. Querido mío, mi vida y mi muerte: si no me perdonas, si no vienes al instante a mi lado, me moriré de desesperación.
»Lo que he hecho contigo es una villanía, una ofuscación.
»Un poco tarde lo he conocido; pero lo conozco al fin, lo confieso y te pido perdón.
»Te adoro, y ni Dios podrá hacer que yo pertenezca a otro. Eres mi dueño y puedes abofetearme, puedes matarme si me porto mal.
»Salvador, sácame del infierno en que estoy. Ven, no tardes ni un segundo. No vuelvo más a mi casa. Iré contigo a donde quieras: seré tu esposa, tu criada o lo que tú quieras... Sácame los ojos y dentro de ellos verás tu cara. Ya me parece que te siento venir... ¿Vendrás?... En el Retiro junto al Observatorio. Voy corriendo, no sea que llegues antes que yo. Adorado mío, te quiere con toda su alma y te ofrece el corazón y la vida,
ANDREA».
Soledad, que entraba cuando Salvador concluía de leer la carta, notó su palidez y agitación.
-¿Qué tienes, hermano? -dijo llena de pesadumbre-. ¿Ese papel te dice algo desfavorable a mi pobre padre?
-No, no -dijo el hermano con desesperación-. Es todo lo contrario. Sola, abrázame, abraza a tu hermano.
La muchacha se arrojó llorando en brazos de Salvador.
-¿Pero te causan pena las buenas noticias?
-¡No, no!... La carta no dice nada -exclamó él, sofocando la tempestad que bramaba en su alma-. Estoy alegre, hermana, hermana querida, abrázame otra vez. Tu padre se ha salvado.
Pasó Monsalud todo el día y toda la noche en un estado de agitación muy viva. A la mañana siguiente, cuando entró en casa del duque del Parque, un criado le dijo: «Han estado aquí dos mujeres buscándole a usted. Parecían ama y criada».
-Si vuelven -repuso-, dígales usted que he salido de Madrid.
Para evitar un encuentro que temía, salió del Palacio por una puerta de servicio que daba a otra calle. Pero más tarde, al entrar en su casa, D. Patricio Sarmiento repitió la noticia.
-Aquí han estado dos damiselas a preguntarme cuándo volvía usted. Parecen ama y criada... ¡oh, edad dichosa esta en que nos vienen a buscar dos y tres veces en el breve espacio de unas horas!... Yo también en mis juveniles años...
Sarmiento exhaló un suspiro.
-Si vuelven, dígales usted que he salido de Madrid y que no volveré hasta dentro de un mes.
-¡Cuánta esquivez!... Pero en esa edad feliz... También uno ha tenido sus dulzuras ¿eh? No crea usted: este arrugado semblante y este flaco y débil cuerpo no han sido siempre así. Aquí, amiguito Salvador, aquí se sabe lo que es afán de amores; aquí se comprende bien eso de despreciar a una por apasionarse de la otra, volando de flor en flor cual inconstante mariposa... ¿Pues y estar penando días y días por una mirada, sólo por una mirada?... ¡ay!, ¿y aquello de estar cavilando por qué me miró así, o dejó de mirarme?... Todos hemos tenido nuestro Abril, todos hemos revoloteado y sacado la miel hiblea del cáliz de las frescas flores, Sr. Monsalud.
Cuando este se dirigió después de medio día a una tienda de la calle Mayor, donde solía hacer tertulia, un mancebo le dijo la muletilla:
-Han estado dos hembras a ver si había usted venido.
Más tarde pasó por la parte baja de la calle de Atocha. Detúvose de repente porque un objeto lejano llamó su atención: era el Observatorio astronómico. Singular trastorno debió de producir en las ideas del joven la vista del hermoso edificio, porque apresuró el paso como quien huye de un fantasma temible.
¡Cosa extraña! Al anochecer, cuando fue al local ocupado por la masonería en la calle de las Tres Cruces, con objeto de hacer unas preguntas a Sócrates, o como si dijéramos, a Canencia, un portero le cantó el atormentado estribillo de todo el día:
-Aquí han estado dos damas a preguntar si vendría usted esta noche.
Después marchó a La Cruz de Malta, café situado en la calle del Caballero de Gracia. Aguardábale allí D. José Manuel Regato.