XIV

Cuando la criada les avisó que había peligro, Monsalud pasó a la sala. No era Doña Romualda quien venía, sino el mismísimo Campos, acompañado del marqués de Falfán de los Godos.

-¿Has esperado mucho? -preguntole Cicerón-. ¿Y Andreílla, no ha salido a acompañarte?

Salvador, contestando lo que le pareció, estrechaba fríamente la mano del Sr. Campos y la del Marqués.

-Ya sé a lo que vienes -dijo el sublime perfecto-. Siempre con el tema de ese bribón de Gil de la Cuadra... Ahora quizás sea más fácil. Ya sabes que cae el Ministerio.

-¿Es positivo?

-Figúrate que hoy en la apertura de las Cortes, Su Majestad ha añadido por cuenta propia un parrafillo al discurso de la Corona, en el cual con buenas palabras pone cual no digan dueñas a sus ministros.

-Y en cuanto ha llegado a Palacio, le ha faltado tiempo para exonerarles... -dijo Falfán-. Yo me río de las singulares prácticas constitucionales de nuestro Soberano.

-Mientras no se sepa quién nos gobernará mañana -añadió Campos-, hay que dejar a un lado todos los negocios pendientes. ¡Oh!, mi buen Aristogitón, no pienses que te olvido. Aunque tú pagas con desaires y un hocico de tres varas los beneficios que se te hacen, ¡qué demonios!, me he propuesto complacerte y lo conseguiré. Encuentro muy meritorio ese interés que tomas por un pobre anciano desvalido. Hay que trabajar, hay que trabajar, granujilla, porque satisfagas tus sentimientos caritativos. Eres todo un hombre de bien...

-Gracias -repuso Salvador cavilando acerca de la nueva ingeniosidad de su amigo.

-Ya hablaremos, ya hablaremos -dijo Campos-. Ahora tenemos el Marqués y yo muchas cosas en qué pensar. Y puesto que te hallamos aquí tan a punto, querido Monsalud, vamos a darte una buena noticia. ¿Se lo digo, señor Marqués?

-¿Por qué no? -indicó Falfán de los Godos promulgando el gozo de su alma por medio de sonrisillas y gestos.

-El Sr. Marqués se nos casa -dijo Campos, acariciando la espalda del exento-. Ya supondrás con quién. Con mi sobrina.

Monsalud se quedó blanco y frío. Punzada agudísima hizo estremecer de dolor su corazón. Afortunadamente, la sala estaba oscura, y la emoción del joven, que se esforzaba en disimular, no fue advertida.

-Es un proyecto improvisado, sin duda -dijo pasándose la mano por la frente para apartar la negrura que le caía sobre los ojos.

-Ya venimos pensando en esto hace algún tiempo. Pero el Sr. Marqués no ha necesitado hacer grandes esfuerzos para cautivar a la hermosa americanilla.

-Pongamos las cosas en su verdadero lugar -dijo Falfán de los Godos haciendo alarde de buen sentido-. No soy un vejete de comedia, bien lo sabe el amigo Monsalud. Conozco la fecha de mi nacimiento y la desproporción que existe entre mi edad y la de Andrea. Por eso no he caído en la ridiculez de pretender inspirar a la niña una pasión formidable... Verdad es que no soy un mamarracho, y mis cincuenta ofrecen un aspecto tolerable... pero no; nada de pasiones exaltadas. Yo me contento, amigos míos, con haber logrado, como es evidente, inspirar a Andreíta un amor tranquilo y sesudo... pues, sesudo; un amor que a las dulzuras propias de este sentimiento reúna las sabrosas insulseces de la amistad. Me satisface, además, completamente, el saber que las primicias sentimentales del corazón de esa tierna criatura van a ser para este goloso que indudablemente no las merece.

-Eso sí, amigo Falfán -manifestó Campos-: la prenda que se lleva usted excede a todos los elogios. No es porque sea hija de mi querido hermano, ni me ciega el amor de tío que le profeso; pero la verdad por delante. Existen pocas muchachas como Andrea. Nada hay que decir de su belleza que está a la vista de todos; ¿pero y su talento, y sus virtudes, y su piedad, y su genio manso y apacible, y aquella bondad deliciosa que convida a entregarle el corazón? Un defecto tiene, y por lo mismo que está delante el que va a ser su marido, lo digo... ya hemos hablado de esto el Marqués y yo; pero este defecto es de los que dejan de serlo cuando se está en posición holgada y opulenta, como la que tendrá la marquesa de Falfán de los Godos... la marquesa, sí, sí; ¿por qué no se ha de decir? He encargado hoy mismo una magnífica palangana de plata con las armas y el hermoso lema Vallifanius Gothorum... pues volviendo al defectillo...

-No hay que fijarse en una inclinación propia del bello sexo y que frecuentemente adorna a las que han nacido hermosas -dijo el Marqués-. ¿No es verdad, querido Aristogitón?

-Seguramente. El señor Campos se refiere a la pasión del lujo y al delirio de las galas y atavíos para realzar la hermosura.

-Andrea se ocupa excesivamente de engalanar su persona -dijo Cicerón-; pero esto, que sería imperdonable en la esposa de un menestral, ¿puede vituperarse en la mujer de un prócer millonario? De ninguna manera.

-Al contrario -indicó Monsalud-, la alta posición exige un esmero constante en la persona, cultivar el lujo, favorecer las artes; con lo cual, una dama elegante da lustre a su marido y a la casa cuyo nombre lleva.

-¡Oh! Ha hablado usted acertadamente -dijo el Marqués, echándose atrás y dándose golpecitos en la boca con el puño de su bastón.

-¿Pero qué hace esa chiquilla, que no viene? -exclamó con impaciencia Campos-. ¡Andrea, Andrea!

Monsalud ante la anunciada presencia de Andrea, sintió una llama en su pecho. Resolvió esperar.

-Voy a buscarla -dijo Campos-. Vaya, que nos obliga a hacer unas antesalas...

Cuando el Marqués y Salvador se quedaron solos, aquél pegó la hebra como suele decirse, en la política, espetando a nuestro amigo un trozo literario que bien podría haber pasado por artículo de fondo en las graves columnas de El Universal, órgano entonces de la gente templada. Poca o ninguna atención ponía el angustiado joven a los atildados párrafos y discretas observaciones del Marqués, que supo hacer un resumen de la famosa coletilla añadida por el Rey a su discurso de apertura en la solemnidad constitucional de aquel día 1.º de Marzo de 1821. Emitió después varios juicios, todos muy templados y sesudos, acerca del estado general de la cosa pública, de la caída del Ministerio, del conflicto parlamentario que debía suceder al acto imprudente de la Corona; dirigió una ojeada en redondo al inmenso círculo de los sucesos y de las personas, señalando fenómenos desconsoladores, previendo desastres, anunciando terribles hundimientos y naufragios de esa viejísima nave del Estado, en la cual la literatura política de todos los tiempos y lugares ha hecho tantas travesías.

Como se atiende a la lluvia cuando no se piensa salir a la calle, así atendió Monsalud al chubasco verbal del Marqués. Dejábale hablar. Al través de aquel nublado, el desairado amante no veía más que el cielo que había perdido. Estaba anonadado cuando regresó Campos. El semblante de éste revelaba tristeza y contrariedad.

-¿Qué hay? -le preguntó Falfán.

-Nada, que esa mocosilla se nos ha puesto mala.

-Que vayan a buscar un médico... ¡Pronto, un médico! -exclamó con agitación el exento, levantándose y dirigiendo brazo y bastón al Oriente y Occidente, como general que da órdenes en una batalla.

-No es para tanto.

-¿Puedo pasar a verla?

-Creo que sí -dijo Campos con oficiosa complacencia-. Pero ahora... Querrá dormir un rato... Puede usted pasar si gusta, al cuarto de Romualda, que acaba de llegar.

Falfán salió.

Al verse solo con Campos, sintió Monsalud, que en su pecho nacía uno de esos accesos de coraje que al varón más prudente impulsan a acciones violentas y brutales. Levantose con los dientes apretados, las manos crispadas...

Campos vio que sobre él caía una tempestad. Cruzando las manos en ademán de súplica, detuvo al joven, diciéndole:

-Monsalud, por tu honor, por tu vida, cálmate... Soy tuyo, soy todo tuyo, te pertenezco. Pídeme lo que quieras. Da conseguido lo que pretendes. Tu pariente, tu padre o lo que saldrá de la cárcel... pero no hagas escándalos, no me comprometas... por Dios y por la Virgen Santísima, no alces la voz.

Monsalud vaciló un instante, hizo un esfuerzo para dominar su cólera, y después dijo:

-¿A qué tanta farsa? Hablemos con claridad.

-Sí, con claridad -repuso Campos muy agitado-. He descubierto todo. Yo soy aquí el engañado, yo soy aquí el ofendido, porque has infamado mi casa; pero te perdono, te lo perdono todo con tal que te vayas y no vuelvas más, con tal que desaparezcas y no existas para mi sobrina... Yo tengo derecho ello; tendría derecho a quitarte hasta la vida; pero lo pasado, pasado. Vete. Ya sabes que he querido favorecerte; no te quejarás de mí. En cambio te pido que huyas, que desaparezcas, que no existas más para mi sobrina. Si quieres, te lo pediré de rodillas, y será gracioso ver a un Valeroso Príncipe del Real Secreto de hinojos ante un triste Caballero Kadossch. Vete y búscame lejos de aquí para ponerme a tus órdenes. ¿Quieres que se suelte a todos los reos que hay en Madrid? Se soltarán, se soltarán con tal que no existas más para Andrea.

-¡Andrea! -exclamó Monsalud procurando traducir en expresiones de desprecio la furia de su alma-. ¡Yo la desprecio como te desprecio a ti, farsante!

Sin oír las palabras que Campos balbucía, el amante engañado salió de la casa.