XIII

Una mañana, Salvador entró. Como no había temor de sorpresas, Andrea, después de poner en escucha a su criada, según costumbre, abrió al amante las puertas de su habitación.

-Ven aquí -le dijo asomando la linda cara y la mano tras la cortina de la sala donde él esperaba-. Estaremos solos hasta que venga mi tía.

El amante se sentó sin decir nada en un canapé, y Andrea volvió al espejo de donde poco antes se había apartado. Con su preciosa mano se tocaba aquí y allí el recién peinado cabello, dándole la última forma, como artista que remata su obra. Después se puso una flor. Sin retirarse del espejo, porque en él veía la figura del hombre, le habló así:

¿Qué tienes hoy, que estás tan callado?

-Hace pocas noches vi a tu tío, ¿te lo ha dicho? -contestó Salvador.

-Sí, me contó que te había ofrecido un destino y no lo quisiste. ¡Bonito modo de ser agradecido! -dijo Andrea, moviendo su cabeza ante el espejo-. ¡Qué orgullo!... porque no es más que orgullo.

Gracias por tu protección.

¿Qué protección?

-¿No fuiste tú quien dijo a Campos que me proporcionara una posición decente?

-¡Yo! ¿Estás loco? -exclamó Andrea con sorpresa, volviéndose, porque para manifestar cosas importantes no satisface ver la figura del interlocutor reflejada en un espejo.

-No te esfuerces en convencerme de que no fuiste tú -dijo Salvador-. Desde luego, comprendí que tu tío me engañaba.

-Seguramente te engañaba. Bien sabes que nunca me atrevo a hablarle de ti; y cuando lo hago es de la manera más indiferente.

-Extraño que Campos, hombre muy listo, urdiera tan mal su farsa -dijo Salvador-. ¿En qué se funda ese oficioso empeño de favorecerme? No creas, quiere mandarme a América nada menos. Seguramente le estorbo.

-No lo comprendo así. Si quiere favorecerte es porque te estima -repuso Andrea, volviéndose hacia el espejo.

-¿Tú también? -dijo Monsalud con impaciencia y desasosiego.

-¿Qué es eso de yo también? -indicó la indiana jovialmente.

-Quizás tú puedas explicarme lo que la astucia de Campos no ha dejado entrever.

-Querido, yo no puedo explicarte nada, ¿estamos?... Hoy has pisado mala yerba. Ya veo que no me libraré hoy de un poquillo de mareo. ¿Y por qué? por la cosa más natural del mundo: porque mi tío ha querido darte una prueba de lo mucho que te aprecia.

-Sería, no muy natural, sino algo natural esa prueba de estimación si tu tío después de ofrecerme el destino, no me hubiera dicho una cosa grave.

-¿Qué cosa?

Salvador la miró con fijeza.

-Me dijo que pensaba casarte.

Como el lector recordará, Campos no había dicho tal cosa; pero el inquieto joven practicaba el aforismo vulgar que ordena decir mentira para sacar verdad.

-¡Ah! -exclamó Andrea riendo-. Eso es lo que traes hoy. Te conozco, tunante. Vienes mascullando esa idea.

Diciendo esto tomó un abanico, y con expresión de graciosísima burla, sonriente la boca, húmedos los ojos, acercose al joven y empezó a darle aire rápidamente.

-¿Estás sofocado?... Aire, aire, no sea que te dé un síncope. Refréscate, hombre... Que se te quite eso de la cabeza.

Monsalud le arrebató violentamente el abanico, lanzándolo al aire. El abanico atravesó el recinto de un extremo a otro, abriéndose como un pájaro que extiende las alas.

-¡Qué modo de tratar mis joyas!... Pues me gusta -dijo Andrea, corriendo tras el abanico.

Arrodillose para cogerlo del suelo, cerrolo, y empuñándolo a manera de puñal, amenazó a su amante diciéndole:

-Te voy a matar.

Monsalud contemplaba, primero sin enojo, después con gozo, la hermosa figura juguetona y ligera que tenía delante. De súbito Andrea corrió hacia él con los brazos abiertos, y abrazándole el cuello, le apretó fuertemente diciendo:

-Ya me casé, ya me casé, ya me casé.

Repitió esto unas cuarenta veces.

Salvador la obligó a sentarse a su lado.

-A mí se me está preparando una desgracia -le dijo cariñosamente-. Andrea, tengo desde hace muchos días el presentimiento de que esta preciosa cabeza me hará traición. ¿No recuerdas lo que te he dicho tantas veces? Desde que tengo uso de razón no he intentado cosa alguna que haya tenido un desenlace lisonjero para mí. Si alguna vez he conseguido el objeto por mucho tiempo deseado, mi dicha ha sido corta. Siempre que cavilo acerca del resultado de un asunto cualquiera que me intranquiliza, no puedo apartar de mi pensamiento la idea de un éxito desgraciado, y siempre acierto... Tengo la desdicha de no haberme equivocado una sola vez. Yo no sé qué pensar de mí. Si se castigan en la tierra las faltas, las que yo he cometido no corresponden a los golpes que en diversas ocasiones me han venido de arriba. Fui jurado y cayó José I; tuve amores, y por poco muero en ellos; conspiré, y la conspiración salió mal; dejé de conspirar, y salió bien... En fin, tú sabes mi vida toda y podrás juzgarlo. Si es verdad que los hombres nacen con buena o mala estrella, la que andaba por los cielos el día en que yo vine al mundo era la más mala, la más perra de todas.

-Eso que dices, ¿tiene algo que ver con mi casamiento? -preguntole Andrea con malicia.

-Tiene que ver, sí. Te quise y te quiero. Si tú me correspondieras con la fidelidad constante que yo merezco y que me debes... esto sería una suerte, una felicidad, y yo no puedo tener suerte alguna ni felicidad.

-¡Qué majadero! -dijo la sobrina de Cicerón con desdén humorístico.

-Cuando pienso en esto, Andrea -prosiguió el joven, enlazando con su brazo el cuerpo de ella-, me asombro de que tal absurdo haya durado dos años sin desvanecerse, y hace tiempo estoy pensando que concluirá pronto, y que tú, como todo lo que interesa a mi corazón, te vas a desvanecer, a alejarte de mí, dejándome solo con mi desgracia.

-¡Caviloso!...

-¡Veo que no te defiendes con ardor; veo que no protestas como yo protestaría en tu caso! -exclamó Monsalud con la impertinente comezón de los celosos-. Andrea, tú meditas algo, tú me ocultas algo.

-Medito que te quiero más que a mi vida -repuso ella, cerrando los ojos y apoyando la cabeza en el hombro de Salvador, mientras le deshacía el nudo de la corbata.

-Ya sabes, querida mía -repuso él, moviendo la cabeza negativamente-, que tengo motivos para no creer en palabras de mujeres. Déjame que te diga una cosa. Yo creo que tu tío tiene razón al querer casarte; pero el pobre señor ignora que no puedes casarte sino conmigo. Eres tal para mí, que sin poseerte no comprendo la vida. Si me amas del mismo modo, demos fin a estas relaciones peligrosas. Casémonos, Cielo.

-Casémonos, Tierra -repitió maquinalmente Andrea-. Cuando quise no quisiste... Está bien. Es verdad que así no podemos seguir... Pero si le dices a mi tío que seré tu mujer, te arrojará por el balcón.

-Me arrojará por la puerta. Verdaderamente no me importa gran cosa, llevándote conmigo.

-¡Huir! -exclamó la joven con terror.

-¡Huir! -dijo Monsalud, remedándola-. Siempre eres tímida para todo lo que me favorece. ¡Huir! No te llevaré a ningún desierto... Nos quedaremos aquí.

-Tú estás loco -dijo Andrea levantándose pensativa.

-Pues entonces, hoy mismo le diré al gran Cicerón que te adoro...

-Si haces eso, si haces eso... -dijo vivamente Andrea poniéndose pálida-. Pero tú estás loco, Salvador. Mi tío te aprecia mucho, te aprecia muchísimo; pero, ¡ay!, tú no le conoces. Temo cualquier atrocidad si le dices eso.

-Pues no te comprendo. ¿Creerá tu tío que te morirás de hambre en mi casa? ¿Creerá que no vas a tener una posición decorosa?

-No... -dijo Andrea con los ojos fijos en el suelo-; pero mi tío es ambicioso... tú no sabes quién es mi tío... tiene ahora la cabeza llena de vanidades, y yo no sé... Se le figura que yo valgo mucho, que merezco la mano de reyes y emperadores... tonterías.

-Si tú le ayudas, si tú favoreces en él esas ideas, entonces todo se acabó... Yo me voy -dijo Monsalud con repentina cólera.

-Te enfadas contigo mismo -dijo Andrea mirándole con dulces ojos-. Hazme el favor de no ser terrible. Por ahora no le digas nada a mi tío. Ya veremos.

-Tu tío quiere casarte; tu tío piensa en ello, y sin duda ha formado ya su plan. Andrea, tú no quieres decirme la verdad.

-La verdad es que te quiero con toda mi vida -repitió amorosamente la indiana, repitiendo también el abrazo-. Cállate. Haz lo que te mando, y espera.

-¿Crees tú que se puede vivir mucho tiempo de esta manera, a escondidas, ideando mentiras y con absoluta ignorancia del porvenir?

-Es verdad, no se puede vivir así -repuso Andrea con tristeza.

-No puedes ocultar que te agrada este sistema de vida; que no deseas como yo una paz dichosa al lado de la persona amada. Andrea, en ti ocurre algo. Tú no eres la que eras; tú has variado mucho; en tu cabeza hay una idea nueva. Recuerdo que hace tiempo deseabas lo que yo te propongo ahora. ¿Crees que podrás engañarme muchos días? O te sacaré la verdad, o te venderás tú misma.

-¿Qué sospechas de mí?

-No lo sé -dijo Monsalud lleno de confusión-. Los que aman no sospechan poco ni mucho: lo sospechan todo de una vez. Cualquier indicio o traición. Andrea, tú no eres la misma; repito que no eres la misma.

La estrechó entre sus brazos, apretándola con una fuerza que más que frenesí de amante parecía el fatal abrazo de Otelo.

-Que me ahogas, tigre -gritó Andrea.

Y entre festivas risas le mordió el brazo. En el mismo instante, de las ropas de la joven cayó una llave, que, escurriéndose por la alfombra, brilló, al detenerse, sobre el pétalo de una flor pintada.

-¿Qué llave es ésta? -preguntó Monsalud, cuya excitación suspicaz le obligaba a fijarse en el más ligero incidente.

-Es la llave de mis secretos.

Salvador con su perspicacia sutil creyó ver en el semblante de Andrea ligerísimo indicio de contrariedad.

-¿La llave de tus secretos?

-Sí; dámela -dijo ella apresurándose a recogerla.

-Es la llave de la cajita negra. Se me ha antojado abrirla; ¿dónde está?

Andrea vaciló un instante. Pareció que meditaba y que con el pensamiento exploraba todo el interior de la cajita negra antes de entregarla a las pesquisas del receloso amante.

-Ábrela -dijo al fin-. Allí están tus cartas y tu retrato.

-¿Dónde está?

Andrea vaciló otra vez. Al fin, sacando de la cómoda una caja de finísima madera negra, la puso en manos de su cortejo.

-Si encuentras en ella cartas que no sean las tuyas, y un retrato que no sea el tuyo -dijo con gravedad-, puedes matarme. ¿Crees que no hay armas aquí? Mira esto.

Conservando la caja en la mano izquierda, metió la derecha en otro cajón de la cómoda y sacó un puñal. Era un arma preciosa, damasquinada y nielada, con puño berberisco adornado de turquesas.

-Éste era de mi padre... ya lo has visto -dijo la indiana, riendo-. Está destinado a mi esposo, para que me mate el día que le sea infiel.

Monsalud, poniendo a su lado el arma, tomó la caja y la abrió.

-Mi retrato -dijo, sacándolo.

Andrea se apoderó del medallón y lo cubrió de besos.

-Tú sí que no me riñes, tú sí que no dudas de mí -le dijo a la pintura-. Tú sí que eres bueno, y cariñoso y pacífico.

-Un paquete de cartas -dijo Salvador Monsalud-. Son las mías.

-Dámelas. Valen más que tú.

Andrea desató el paquete. Varias cartas cayeron al suelo. Al inclinarse para recogerlas se sentó en una preciosa piel de tigre que cubría en parte la alfombra. Un rayo de sol que por la ventana entraba inundó de luz el pellejo muerto del animal y el cuerpo extraordinariamente vivo de la hermosa americana.

-Venid acá, prendas de mi corazón -exclamó, recogiendo los papeles diseminados a su lado y poniéndolos sobre su lindo pecho-. Vosotras sí que sois amables y cariñosas; vosotras no reñís ni amenazáis.

Monsalud, que en el canapé inmediato registraba la cajita, alargó la mano, mostrando a Andrea un pequeño estuche abierto.

-¿Quién te ha dado esta joya? -preguntó con calma.

En el estuche brillaba un diamante de gran tamaño. Como al extender la mano entrase en la esfera del rayo de sol, Monsalud parecía estar enseñando una estrella.

-La he comprado yo -repuso Andrea.

-¿Tú? -manifestó Salvador en tono de amarga duda-. Ya sé que tu tío te da de un tiempo a esta parte bastante dinero para tus vanidades; pero esto es joya cara. ¿Cómo es que siendo tu costumbre consultarme hasta cuando compras una vara de cinta, no me has dicho nada de este despilfarro?

-Pensaba decírtelo hoy -repuso Andrea, soportando con heroísmo la mirada penetrante del hombre.

-Entonces lo has comprado ayer.

-Ayer, sí. ¿Eso te sorprende? Ya sabes que me gustan las joyas bonitas... Pero ¿por qué pones esa cara? ¿Qué piensas?

-Pienso que lo que me dices no será tal vez la verdad -afirmó Monsalud severamente.

-¿De modo que yo no puedo comprar un diamante?

-Pero este diamante es muy caro.

-No tanto como crees, niñito -dijo Andrea tomando la sortija y poniéndosela en el dedo-. No es muy fino. ¡Pero qué bonito!

Movía su mano al sol, y los reflejos que partían de ella semejaban hilos de luz enredándosele en los dedos.

-¿Y este collar de perlas? -preguntó el amante, sacando de la caja una magnífica madeja de diez hilos con perlas pequeñas, pero muy iguales-. No dirás que no es fino. Entiendo algo de perlas, y éstas son de las mejores.

-Ya lo creo -dijo Andrea, sin dejar su cómodo asiento sobre la piel de tigre, entre cuyos pelos habían vuelto a desparramarse aquí y allí las amorosas cartas-. Buen dinero me ha costado.

Salvador la miró de tal modo, que la indiana no pudo permanecer en silencio. Necesitaba hablar con cháchara festiva para borrar de su rostro todo rasgo que indicando la presencia de ciertas ideas en su mente, confirmara las sospechas del hombre.

-Veo que estás muy fastidioso -dijo-. Dame acá.

Tomando vivamente el collar, se lo puso.

-¿No es verdad que es precioso? -añadió, inclinando la cabeza hasta unir la barba con la garganta y bajando todo lo posible los ojos para recrearse en la voluptuosa hermosura de su propio seno-. Sostén que no es bonito.

-¿Lo has comprado tú?

-No, que me cayó del cielo. ¿Pues cómo lo tendría si no lo hubiera comprado?...

Monsalud movió la cabeza con triste expresión.

-Vamos, que no se puede tener nada sin tu permiso... Precisamente hoy pensaba hablarte de esas magníficas compras. Mi tío me dio anteayer una gran cantidad; no sé cuánto, mucho, muchísimo dinero. Compré estas joyas a una señora viuda de un intendente... ¡Qué ojos pones! Parece que eres tonto... Sí, señor, las compré con mi dinerito. Me gustan las cosas buenas. También compré en casa del francés de los portales de Bringas una citoyenne preciosísima y un chal muy rico. ¿Qué tiene usted que decir a eso, Sr. Majaderito?

Como un pájaro que vuela, corrió a la cómoda y sacó las dos prendas mencionadas. La citoyenne, guarnecida de pieles de armiño, con forro de seda azul y recamada con cordonadura de oro, presentaba rico y lujoso aspecto. El chal era de color de rosa con listas blancas que brillaban como la más deslumbradora plata. Con esa rapidez de manos que acompaña siempre al instinto del bien parecer, Andrea se puso la citoyenne; después arrojó la citoyenne para ponerse el chal.

-¿Estoy bien?

-Demasiado bien -repuso Monsalud, contemplando con arrobamiento la hermosísima figura de la indiana, que volvía la cabeza ante el espejo para verse la espalda.

-Si me lo permite el Sr. Majaderito -dijo dirigiéndose a él con ademán ceremonioso-, usaré estas prendas que me han costado mi dinero.

Salvador no contestó. Hallábase en un estado de estupor cercano al embrutecimiento. Andrea se quitó el chal y lo envolvió rápidamente en el cuello de su amante, diciendo:

-¡Te ahorcaré!

Había puesto la rodilla en el canapé, y su cuerpo gravitaba con dulce pesadumbre sobre el pecho y los hombros de Monsalud.

-Andrea -dijo éste, rechazándola suavemente-, si mintieras, si me engañaras, si estuvieras jugando conmigo, no tendrías perdón de Dios. Quiero creer que no es así. Casi prefiero una ceguera estúpida a perder la idea que tengo de ti.

-Pues si te enfadas -declaró ella con vehemencia-, no quiero el diamante, no quiero el collar, no quiero el chal.

Quitose rápidamente las tres cosas y las arrojó lejos de sí dando al mismo tiempo con el pie a la citoyenne que estaba en el suelo. Las perlas chocaron contra el cristal de una lámina, y el diamante cayó detrás de la cortina de uno de los balcones, sin producir ruido alguno. Monsalud fue allá.

-Ha caído sobre un ramo de flores -dijo con asombro-. Andrea, ¿quién te ha dado este ramillete?

Señaló el objeto mencionado, que estaba en el suelo junto a los cristales del balcón, dentro de un hermoso búcaro de la Moncloa.

Andrea permaneció breve rato sin contestar.

-¿No te dije que me lo trajo mi tío esta mañana?

-Nada me has dicho. ¡Hermoso ramo! Violetas, pensamientos y rosas tempranas. ¡Qué galante es tu tío!

-¡Si creerás que me pretende por esposa!

-¿Por qué no? -dijo Salvador, tomando el ramo y aspirando su delicado aroma-. El señor Campos está todavía en buena edad.

-Pero no quiere hacer el papel de D. Bartolo. Dame el ramo. Quisiera que la belleza de tantas flores estuviese en una sola para dártela, y que el olor de todas también en una sola estuviese para que, guardándola siempre, te sirviera de memoria mía.

Dicho esto con voz tierna, que sorprendió mucho a su interlocutor, sacó del ramo una rosa para ofrecerla a Monsalud .

-¿Es la primera vez que tu tío te regala flores? -dijo éste, meditabundo.

-¿No la quieres? ¿No quieres una flor que te doy? Pues toma, toma, toma.

Andrea se había sentado otra vez sobre la piel de tigre, y desbaratando el ramo, cada vez que decía toma, arrojaba una flor a su cortejo, apedreándole de este modo lindamente. Él se las devolvía.

Concluido esto, extendió sus brazos sobre la piel, ocultando el rostro entre ellos. Yacía dulcemente contorneada en el suelo, y en ella se enroscaba como una culebra de rosa y plata. El desorden de tal escena era encantador. Las pieles de armiño de la citoyenne, semejantes a copos de nieve, eran hollados por los pies de la preciosa indiana, y las ricas telas y la cordonadura de oro se revolvían entre los pliegues de sus vestidos; las flores aparecían diseminadas en distintos puntos; algunas cayeron sobre las sillas, otras sobre la misma piel de tigre; violetas y jacintos veíanse deshojados y rotos, quier sobre las mismas piernas de Monsalud, quier en los propios rizos del negro pelo de ella. Las perlas extendían diversos circuitos irregulares sobre la alfombra, y el diamante fulguraba sobre el velador como una mirada satisfecha, recreándose en aquel pintoresco y brillante desconcierto.

Uno y otro callaban. Únicamente se oía el ruido que hacía un jilguero en el balcón, escarbando su alpiste y limpiándose después el pico contra los alambres de la jaula. Monsalud, con el codo puesto en uno de los cojines de la cabecera del canapé y la barba en la mano, hallábase en el estado de atonía y silencio que anuncia miradas interiores u observación de fenómenos propios que impresionan profundamente. Andrea no chistaba. Las elegantes ondulaciones de su cuerpo yacente alterábanse un poco con los movimientos propios de la impaciencia contenida o con los de la respiración. De pronto movió la cabeza. Monsalud se estremeció todo al ver aquel movimiento que le mostró la hermosa fisonomía de la indiana y sus ojos arrasados en llanto.

-¡Andrea! -exclamó movido de sorpresa y pasión.

La indiana saltó como una ondina, y corriendo a abrazarle, secó sus lágrimas junto a él.