Nota: Se respeta la ortografía original de la época


ESCENA I.


ESPIRITU DE PROVINCIALISMO.


I.
L lector puede que conozca hace tiempo á mi compadre Pepe, á quien conté la fiesta del Utuao en el año cuarenta y cuatro; y por si no le tiene presente, ó nunca oyó hablar de él, sepa que es uno de los Cubanos mas juiciosos que en mi vida estudiantil he tratado: sério, reflexivo y sentencioso algunas veces, decidor y muy chistoso otras, oportuno siempre, y molesto nunca; cautiva con la amenidad de su trato, y se hace desear hasta en sus ratos de mal humor, que tampoco le faltan, y no es entonces cuando está menos célebre.

La casualidad nos reunió poco despues de mi llegada á Europa, una emigracion á la isla de Mallorca estrechó nuestras relaciones, y la conformidad en ideas y gustos, con la igualdad de vida y estudios, las han mantenido siempre sin que nada haya bastado á relajarlas.

Paseábamos en una tarde de junio por la muralla de Mar, hermoso paseo de Barcelona, disfrutando del rico y variado conjunto de trajes, y de la infinita diversidad de fisonomías que pasaban sin cesar á nuestra vista; mi amigo hacia las mas graciosas aplicaciones del sistema de Gall, á que es algo aficionado, mezclándolas con ocurrencias menos científicas, pero quizá mas exactas, sobre ciertas caritas, de las que decia que eran como la manzana de la Fábula.

Ocupados en esto, no vimos, hasta que llegó á saludarnos, á un jovencito, de quien el Saint-Remy de Sue pudiera tomar lecciones: su vestido era rico en su calidad, elegante en el corte, y llevado con un garbo muy difícil de pintar: este jóven hacia apenas un año que habia llegado de las Antillas, y ya conocia y saludaba á muchas de las señoras que encontrábamos; referia una anécdota escandalosa de cada una, y en no pocas era él el protagonista; nos encajó una relacion corregida y aumentada de sus conquistas amorosas, y destruyó á su modo algunas reputaciones sin mancha.

Compadecíame yo de tanta necedad, y miraba de reojo al amigo Pepe, que se le hinchaban los carrillos, y tragaba por no soltarlas enormes bocanadas de risa. Quise sacarle del apuro, y dirigiéndome á nuestro compatricio, le dije: —Muy dichoso es V., paisano, hay criollito que lleva ya media docena de años de estar en este viejo mundo, y no puede contar una centésima parte de las aventuras que á V. se le vienen tan á la mano. Dichoso, repito, el que ocupado tan deliciosamente, vé correr con velocidad los dias, que á otros parecen eternos, porque estan ausentes de su país, sin que tengan esos ratos que V. nos cuenta.

—Verdad es (contestó con mucha petulancia), que no puedo quejarme de mi suerte, porque otros muchos más bien parecidos (y aquí se miró cuanto pudo de su cuerpo) no han logrado lo que yo; pero á pesar de esto me veo fastidiado: este es un país en que hay tan poco trato, ese maldito dialecto ó jerga que me horripila, estas costumbres, estas comidas, todo en fin me aburre tanto, que he escrito á mi padre para que me permita ir á Madrid á continuar mis estudios. —No entiendo, pues, como se queja del trato, un hombre tanbien tratado; ¿y está V. seguro de llenar en Madrid ese vacío que halla en Barcelona.

—Seguro á mas no poder... ¡Vaya! ¿en la Corte quiere V. que no le llene? Allí que todo es lujo, todo diversiones, con una finura que no tiene límites, y con una variedad de espectáculos que nunca me dejará fastidiar, ¿qué mas puedo pedir?

—Menos diversiones, menos espectáculos, y puede ser que menos finura, para que quede mas tiempo que emplear en la Universidad y en los libros. Viéndose nuestro hombre atacado de veras, y recordando que se las habia con uno, que, como se dice vulgarmente, podia meterle el susto en el cuerpo, varió de conversacion, y se marchó á poco, incorporándose con una familia de las que peor habia tratado algunos momentos antes.

—No tenia á este (dije yo) por una cabeza tan infeliz; le habia hablado pocas veces, y como tiene un esterior tan agradable, confieso que me engañó.

—Como á otros, repuso Pepe, le hace falta quien le trate con severidad, y no le adule por su dinero, ó por su buena presencia. Este muchacho es hijo de un asturiano honradísimo, su padre fue á mi pueblo hace treinta años, y entró á servir en casa de un comerciante muy rico, allí á fuerza de trabajo y de virtuosa probidad llegó desde simple criado á socio del que antes servia, se casó despues con su hija única, y hoy es uno de los hombres mas justamente venerados en el país. Tiene dos hijos que él hubiera dedicado al comercio; pero su mujer, que carece de la dulzura de nuestras paisanas y á quien sobra mucha vanidad, ha querido educarlos á su modo, y á lo último ha gastado cada uno en estudios, que no ha hecho, y para los cuales no era á propósito, cien veces mas de lo que suelen gastar otros, instruyéndose bien.

A este le dió por ser abogado; los mejores profesores de Cuba enseñaron al niño que, aunque no era el mas aprovechado en el colegio, casi siempre sacaba algun premio que volvia loca de contento á la mamá: concluidos los estudios preparatorios en aquella Isla, vino á emprender el de la Jurisprudencia; hace un año que se pasea por aquí, y un año tambien debiera tener de carrera, pero por fas, ó por nefas, él no se ha matriculado y ya tiene un curso perdido.

Al principio manifestaba tener buenas inclinaciones, atendia cuando se le aconsejaba sobre sus deberes, y acaso hubiera llegado á ser útil para algo; pero aquello duró muy poco, dió en acompañarse con cierta clase de pájaros, que le ayudaban á gastar bonitamente sus muy buenas asistencias, y que, como él dice, no le dejaban un momento para fastidiarse. Estos le han hecho adquirir infinidad de

relaciones perjudiciales que le han engreido de suerte, que ahora solo habla de estudios cuando le sirven de pretesto para alguna peticion loca, tal como la de ir á Madrid á hacer el papel de Duque; y con estos conocimientos y esta aplicacion censura las costumbres del país, que cree conocer, porque tiene en la memoria una lista de tontuelas que le desvanecen, y de personas de juicio que le desprecian.

—Tristeza me da, amigo mio, el ver á un padre engañado de ese modo; ¡ pobre padre y pobre patria, si de él necesitan algun dia!

—Pues no hemos llegado á lo mas curioso, y es que él cree amar mucho á su país, porque continuamente dice pestes de todos los demás, y alaba cuanto hay en aquel, sea bueno ó malo; ¿se trata de adelantos en las ciencias ó artes? pues allí es donde no pueden hacerse mayores; ¿de cultura, buenas costumbres, etc., etc.? su tono es decisivo y su juicio no tiene apelacion: mas de una vez me he sonrojado, porque delante de personas respetables por su edad y erudicion ensarta tales disparates que es capaz de trastornar al cerebro mejor sentado.

En este punto interrumpió nuestro diálogo la llegada de otros amigos, y nos olvidamos por entonces del objeto de él, hasta que la casualidad me facilitó el terminarlo de un modo que no esperaba.

II.

Cuatro ó cinco dias despues, volvimos á encontrarnos los dos, aunque en distinto lugar. Este era un café. Apurábamos cada uno su taza que parecia ser de Caracolillo segun la fragancia que despedia, recordando aquellas Islas en que tanto y tan bueno se cosecha, cuando vimos entrar al señorito conocido nuestro, del fastidio, y de las conquistas, el mismo que algunos dias antes nos habia dejado en la muralla, acompañado de otros no sé si maestros ó discípulos suyos, pero que se le parecian bastante. Saludámonos, y sentáronse en nuestra mesa. De repente se me ocurrió una idea, di una ligera pisada al amigo Pepe, la cual acompañé con un signo de inteligencia, y dije:

—¿Saben Vds., señores, que he tenido esta mañana un malísimo rato oyendo hablar á un inglés recien llegado de mi país? Figúrense Vds. un hombre como un castillo, con una cara redonda como una jigüera, que á pesar de saber donde nací, se empeñó en decir que aquello es un destierro, que allí no hay mas que bárbaros, que la civilizacion no ha llegado aun, que se ignora hasta el a, b, c, de las artes que en todo el mundo estan ya olvidadas, y siguiendo así no dejó nada en paz.... ¡Infelices de nosotros, y qué tunda llevamos!

—¿Y qué le respondió V.? contestó nuestro jovencito.

—¿Qué hubiera V. respondido?

—¿Yo? que era un bestia, un maleducado, que no tenia presente que hablaba con un Puerto-riqueño.

—No hubiera sido mal dicho, porque bestialidad, mala educacion é insolencia, es decir mal de un pais delante de quien nació en él, (esta vez fui yo quien me sentí pisar debajo de la mesa); pero habia un pequeño inconveniente, y es, que á mí no me acomodaba batirme a puñetazos con un gigante, y menos siendo inglés, porque sus padres no le habian educado mejor.

—Yo no hubiera callado al oir semejante cosa.

—Tampoco yo callé, sino que esperando con aparente calma que concluyera, le pregunté con muy buen modo: ¿Estuvo V. mucho por allá, caballero?

—Mas de quince años.

—Friolera, pues V. conoce mi tierra mejor que yo.

—Ya lo creo que la conozco; sobre todo la Costa, porque en ella he ayudado á desembarcar varios cargamentos de negros de África.



—¡Hola! ¿con que hacia V. la trata; y no te mia V. al celo filantrópico de sus paisanos? no le espantaba el temor de ir á Sierra-Leona?

—Maldita la cosa; reuní en cuatro años algunos centenares de duros; me embarqué despues en una goleta, y con mis pacotillas que traia de San Tomas hice un capitalito regular, con el cual compré en compañía de otro una hacienda, y en ella he pasado otros siete años trabajando siempre para poder retirarme, como lo haré, á mi país, despues de viajar un poco por Europa.

—Perfectamente: ha sido V. cuatro años negrero, otros cuatro semicontrabandista, y siete hacendado: total quince, para llegar despues á propietario acomodado, ¿y no perdona V. sus faltas á aquel país que se las ha pagado en libras esterlinas?

Los dueños de la casa se sonreian maliciosamente, y el inglés se volvia y revolvia en la silla dando muestras de grande enfado.

—Nunca, dijo finalmente, nunca podré querer bien aquella maldita tierra; porque además de todo lo que he dicho de ella, me hizo perder mi salud.... sí, mi salud (repitió, notando que se reian), mi salud; porque aquí donde VV. me ven tan gordo y de buen color, jamás tengo el estómago bueno; he gastado un dineral, y siempre lo mismo; los aves truces médicos de su Isla de V. (dijo mirándome) no saben curar nada, sino privándole á uno el tomar su copita de rom, que tan necesaria es para que se siente bien la comida.

—Dice V. muy bien, esa es una privacion terrible, mas valiera no tener una patata para entretener el hambre, como dicen que no tienen los Irlandeses del país eminentemente civilizado que llaman Inglaterra.

Cuando decia esto, tenia mi sombrero en la mano, y sin dar lugar á otra contestacion, me despedí disgustado, como es natural, de oir que un hombre que debia á mi patria la fortuna, de cuyas ventajas iba á disfrutar en otra parte, fuese tan ingrato con ella: pensaba, y no podia comprender como entre tantos que van pregonando la bondad del clima, la sencillez de costumbres, la dulzura de carácter y la hospitalidad de sus moradores, con otras muchas gracias que derramó allí el Criador á manos llenas, hubiese uno que llegara al estremo de desconocerlas.

En todo el dia no he podido olvidar aquella escena, y por mas que hago por vencerme, creo que el amor á mi país sofoca las muy justas reflecsiones que en vano procuro traer á la imaginacion.

—Y basta y sobra esa causa: yo no puedo sufrir que digan lo mas mínimo del mio (replicó nuestro criollito), así es que para vengarme no paso ninguna donde quiera que estoy, y á todo el mundo le canto clarito las faltas del suyo.

El compadre Pepe, viendo que no me habia comprendido, se espresó en estos términos: —No puede darse un país tan malo que no tenga algo que alabar; ni tampoco hay uno tan bueno que nada pueda decirse en contra suya: son los pueblos tan distintos unos de otros como los hombres entre sí: ¿qué hombre hay completamente hermoso? ¿y podria una misma hermosura parecer igual á todos los habitantes de la tierra? seguro es que no: desprecian estos lo que aquellos ensalzan, y aman aquellos lo que á estos es odioso. En una misma nacion, cada provincia quiere ser la mejor, en una provincia, cada poblacion, y en una poblacion, cada casa. Todos tienen sus buenas y malas cualidades, y del conjunto de ellas resulta un sello particular que distingue á unos de otros, y que sirve al hombre de talento, no para ajar á sus semejantes, sino para utilizar en provecho de la humanidad y en el suyo propio las virtudes, y aun los vicios, que todos tenemos.

Volviendo ahora á nuestras Antillas, ¿qué seria de ellas sin los muchos que allí van, como suele decirse, á hacer fortuna? Figurémonos por un momento que nada agradezcan, y que hagan como el inglés que tanto ha incomodado á nuestro paisano, ¿qué lograrán con esto? chocar si dan con uno que sea vivo de genio, ó que se les rianlos que les oyen, si son personas instruidas y prudentes: mientras tanto ellos han abierto allá una casa de comercio, ó han montado una hacienda de caña ó cafetal, etc.; abandonan, es cierto, el suelo en que se enriquecieron; mas esto no es un crimen; ¿quién es el que no desea volver á ver á sus padres, sus amigos y allegados, los compañeros de sus juegos infantiles, la casa y los muebles cuyas señas recuerda uno tan bien cuando está ausente? ¿quién es el que no suspira por oir aquella campana que le llenaba de tristeza á la hora de ir á la escuela,y de placer la víspera de un dia festivo?

Poco importa al país que la casa corra bajo tal ó cual razon social, que la hacienda se llame con este ó el otro nombre; el resultado es que el propietario aquel deja un nuevo núcleo de riqueza que ya no se mueve de la Isla; á cada uno que sale de este modo, en vez de tildarle, débesele estar muy agradecido.

Cierto es que hay algunos, por dicha nuestra muy pocos, á quienes puede llamarse ingratos; pero á estos puede oponerse otro número, tambien afortunadamente muy escaso, de hombres que en nada estiman el adelanto y prosperidad de su patria, puesto que nada es para ellos el aumento de poblacion y riqueza.

Concluyo pues diciendo: que para hablar de un país es necesario antes conocerle y estudiarle mucho; que se debe apreciar y proteger en gran manera á los forasteros para que nunca puedan quejarse con justicia; que siempre es arriesgado el oficio de censor, y que nada prueba tanto los buenos sentimientos y la educacion esmerada como el juzgar de los demás con benevolencia.

Salimos del café y nos despedimos: luego que yo estuve solo me pregunté á mí mismo: ¿habrá aprovechado la lección al paisanito? No lo sé: y puede que de nada valga, porque una mala costumbre no se quita con un sermon: y entonces volví á preguntarme: ¿Y podrá aplicarse á alguno en mi país?... ¡Ojalá!..ojalá! mil veces que no.