VI : Los postres del festín

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Gran banquete daba en el palacio de Lima el Muy Magnífico señor Don Gonzalo Pizarro.

Pero antes de ir a la mesa se reunieron en el salón hasta sesenta de los personajes más comprometidos en la causa rebelde. Allí estaban entre otros, Don Antonio de Ribera, Francisco de Ampuero, Hernán Bravo de Lagunas, Martín de Robles, Alonso de Barrionuevo, Páez de Sotomayor, Gabriel de Rojas, Lope Martín, Benito de Carbajal y Martín de Almendras, gente toda principal y que, antes de quince días, debían decir: «A la vuelta lo venden tinto, voltear casaca y traicionar a su caudillo». Allí estaba también el capitán Alonso de Cáceres (¡gran traidor!), quien besando a Pizarro en un carrillo lo dijo: «¡Oh príncipe del mundo! ¡Maldito el que te niegue hasta la muerte!».

Gonzalo quería poner en conocimiento de ellos pliegos importantes de Gasca, oír consejo y sondear el grado de devoción de sus capitanes. Gasca prometía amplio perdón a Gonzalo y sus secuaces.

Terminaba la lectura de los pliegos, el licenciado Cepeda, que no era ningún necio de pendón y caldera, sino un pícaro muy taimado, dijo:

-Pues ven vuesas mercedes el trance dé cada uno con franqueza su parecer y voto, que el señor gobernador promete, como caballero hijodalgo, de no tocarlo en persona ni hacienda. Empero, mire bien cada uno lo que para después prometa y jure; pues el que quebrante la fe o ande tibio en los negocios de esta guerra, de pagarlo habrá con la cabeza.

Cuando calló Cepeda, reinó por varios minutos el más profundo silencio. Ninguno de los asistentes osaba ser el primero en expresar su opinión. Al fin, Francisco de Carbajal, viendo el general embarazo, dijo:

-Pues todos callan, seré yo el que ponga el paño al púlpito y lleve el gato al agua. Paréceme, señores, que esas bulas son buenas y baratas, y que vienen preñadas de indulgencias, y que las debe tomar el gobernador mi señor, y echárnoslas nosotros encima, y traerlas al cuello a guisa de reliquias. Por las bulas estoy y... he dicho. Cruz y cuadro.

Miráronse unos a otros los de la junta, maravillados de oír tan pacíficos conceptos en boca del Demonio de los Andes, que, por esta vez, habló con sinceridad, y sobre todo muy razonablemente.

El oidor Cepeda, recelando que la mayoría de los capitanes se inclinase en favor de la opinión de Carbajal, se apresuró a contestar:

Dios me perdone la especie; pero se me figura que el maestre de campo empieza a haber miedo del cleriguillo.

Carbajal brincó del escaño, que la cólera se le había subido al campanario, puso la mano en la empuñadura de su daga y con voz airada gritó:

-¡Miedo! ¡Miedo yo! ¿Quién lo dice?

Pero luego, reportándose, continuó con su habitual tono de burla:

-Mejor es tomarlo a risa. He dado mi parecer y voto, sin encontrar sacristán de amén que conmigo sea. Pero no tomaré las bulas, así me prediquen frailes descalzos, si todos mis amigos no las toman. Por lo demás, soy la última palabra del credo, y tan buen palmo de pescuezo tengo yo para el cabestro como el señor licenciado. Siga el carro por el pedregal y venga lo que viniere. Cruz y cuadro. He dicho.

Y se puso a canturrear esta tonadilla:


«Bien haya la niña,
pues la van a ver dos paternidades
y un vuesa merced».


Y con esto terminó la junta, deshaciéndose todos, menos el capitán Diego Tinoco, en protestas de adhesión a Gonzalo y juramentos de morir en la demanda. Al oírlos, Carbajal murmuraba entre dientes:

-Si como adoban guisan, bien andamos; pero ya saldremos con que se espantó la muerta de la degollada. Más puños y menos palabras quisiera yo.

Hallábanse los comensales a mitad de comida cuando un paje se aproximó a Gonzalo, hablole al oído y le entregó una carta. Pizarro la pasó a Carbajal, diciéndole muy quedo:

-Lea vuesa merced y haga justicia, que en esta mesa hay un Judas.

Carbajal se impuso del papel, quedose pensativo, y luego, como quien ha tomado una resolución, se levantó, tocó ligeramente en la espalda al capitán Tinoco y le dijo:

-Sígame vuesa merced, pues tengo que hablarle cuatro razones al alma.

Levantose el convidado, salió con Carbajal y ambos se entraron en uno de los aposentos de palacio.

Las libaciones menudeaban y el banquete crecía en animación. Todos brindaban por las glorias futuras de Gonzalo Pizarro, su caudillo, su amigo.

Y casi todos los que brindaban iban muy pronto a ser desleales con el amigo, traidores con el caudillo.

Si Shakespeare hubiera oído aquellos brindis, habría repetido indignado su famoso apóstrofe: ¡words! ¡words! ¡words!

-Un cuarto de hora después regresaba Carbajal al comedor trayendo una gran fuente cubierta, la que colocó en el centro de la mesa, diciendo:

A la sazón llegan los postres. Destape vuesa merced.

Martín de Robles levantó la tapa de la fuente, y todos, menos Gonzalo, lanzaron un grito de horror.

Allí estaba sangrienta, casi palpitante, la cabeza del capitán Diego Tinoco.