V : El sueño de un santo varón

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Llegados eran para el Muy Magnífico D. Gonzalo Pizarro los días en que su prestigio y popularidad principiaran a convertirse en humo. Sus partidarios más entusiastas, los hombres más comprometidos en la rebeldía, eran los primeros en la deserción. Hasta Menocal el ballestero, un valiente de embeleco que ocho días antes dijera en pleno festín «Descreo en Dios si Dios no está con Gonzalo», había puesto pies en polvorosa y presentádose a La Gasca.

Para impedir que la desmoralización cundiera como aceite en pañizuelo, creyó Francisco de Carbajal oportuno dictar medidas terroríficas. Pena de la vida al soldado que sin su permiso enfrenase el caballo; pena de la vida al que vagase por los arrabales de la ciudad; pena de la vida al que murmurase de sus jefes; y, en una palabra, los pizarristas no ganaban para sustos, pues menudeaban las ordenanzas que les ponían la gorja en peligro de intimar relaciones con la cuerda de cáñamo.

Una mañana despertaron a Carbajal para avisarle que cuatro soldados habían sido detenidos fuera de los arrabales de Lima, lo que hacía sospechar en ellos propósito de pasarse al campo enemigo. Vistiose de prisa el maestre de campo, y acompañado del verdugo y una manga de piqueros, dirigiose al sitio donde estaban los presos.

Por el camino vio a un joven alférez que marchaba por la calle con las espuelas calzadas, y que procuró esquivar el importuno encuentro, perdiéndose tras una esquina.

-Venga acá, Sr. Martín Prado -le grito Carbajal-. ¿Dónde bueno tan con el alba?

-De paseo, Sr. Francisco de Carbajal -contestó con lengua estropajosa el interpelado.

-¡El virita de Meneses, cáscame acá esas nueces! -murmuró D. Francisco, expresando su incredulidad con ese refrancito; y luego añadió en voz clara: -¿Y para respirar el fresco aire de la mañana acostumbra usarced calzar las espuelas? Por el alma del Condestable, que o el olfato me engaña o el Sr. Martín Prado trasciende a felón y tejedor.

La palabra tejedor, que después se ha generalizado aplicándola a los que no juegan limpio en política, era de uso en boca de Carbajal cuando hablaba de aquellos que, en esa guerra civil, huían de comprometerse, pensando sólo en la manera de quedar bien con el que resultase vencedor, ora fuese San Miguel, ora el demonio. Conste así para que nadie, ni la Real Academia de la Lengua, dispute a Carbajal el derecho de propiedad sobre la palabrita.

Y continuó D. Francisco interrumpiendo al alférez, que principiaba a balbucear una disculpa:

-Sígame el buen mozo, y por el camino acabaremos el ajuste de cuentas, que muy limpias han de ser para que yo le otorgue saldo y finiquito. Ya veremos si vuesa merced es tinaja de agua para estarse serenando.

Y Carbajal empezó a canturrear el estribillo jacarandino de la zarabanda, bailecito muy a la moda en España entre las sirenas del respingón y doncellitas contrahechas:


«Bullí, bullí, zarabullí,
que si me gané, que si me perdí,
que si es, si no es, si no soy, si no fui,
por acá, por allá, por aquí, por allí».


Martín Prado púsose al lado de Carbajal, y durante la travesía hasta Cocharcas fue dando sus descargos, fundados en una vulgar historia de amoríos con una casada, devaneo que lo ponía en el compromiso de trasnochar; pero D. Francisco encontraba tan soso el cuento, que de rato en rato se detenía, miraba a Prado en los ojos como si en ellos leyera, y luego proseguía el viaje murmurando:

Bueno va el canticio, seor galán... Tejer amores adúlteros o tejer traiciones, todo es tejer..., pero no hay tus-tus a perro viejo. Andallo, andallo, que fui pollo y ya soy gallo.

Las disculpas del pobre alférez no eran de las que podían hallar cabida en un hombre como el maestre de campo, que no era ningún bobo cuatralbo y regoldón, y para quien ni las necesidades premiosas de la naturaleza eran excusa legítima, estando de por medio la rigidez de la disciplina. Así refiere un cronista que, en cierta marcha, separose un soldado de las filas y escondiose por breve rato tras de unas rocas, urgido por la violencia de un dolor de tripas. Violo D. Francisco, mandó hacer alto a la tropa, cruzó la pierna sobre la cabeza de su mula y esperó con toda pachorra a que el soldado, libre ya de su fatiga, volviese a ocupar su puesto.

Carbajal lo despojó entonces de armas y caballo, y lo despidió del servicio militar, diciéndole:

-Castígote así, ¡voto a tal!, porque no eres para este oficio, sino para fraile; que el buen soldado del Perú ha de comer un pan en el Cuzco y... echarle en el Titicaca.

En poder de hombre tal estaba, pues, irremediablemente perdido Martín Prado.

Llegados al sitio donde se encontraban amarrados a un tronco los cuatro prófugos, dijo Carbajal al verdugo:

-Cuélgame de ese árbol a estos pícaros, y en concluyendo con ellos, harás la misma obra con este hidalgo, ahorcándolo en la rama más alta, que algún privilegio ha de tener el alférez sobre los soldados.

Martín Prado se deshizo en súplicas, y convencido de que su jefe no le escuchaba, terminó por pedir que siquiera se lo diese un confesor.

-No se apure por eso, señor alférez -le contestó Carbajal-, que mancebo es, y escasa ocasión de pecar habrá tenido. Rece un credo, que para los pocos pecados que tendrá en la alforja, yo los tomo por mi cuenta, cierto de que no añadirán gran peso al bagaje de los míos, ¡Ea! Acabemos y sepa morir como hombre; que de mujerzuelas es, y no de barbados, eso de andar haciendo ascos a la muerte. Conmigo no vale dar puntada sobre puntada como sastre en víspera de pascua.

Y, sin más ni menos, el verdugo colgó de la rama más alta al infortunado alférez.

Luego, volviéndose hacia el oficial que había estado al cargo de los presos y a quien Carbajal tenía sus motivos para no creerlo muy leal, dijo con aire entre amenazador y zumbático:

-Sr. Alonso Álvarez, roguemos a Dios muy de corazón que se contente con la migajita que acabo de ofrecerle.

En seguida Carbajal tendió su capa, que era de paño veintidoseno de Segovia, al pie del árbol donde se balanceaban los cinco ahorcados, y acostose sobre ella, murmurando:

-¡Buen madrugón me he dado! Pues, señor, a gentil sombra estoy para echar un sueño.

Bostezó, hizo la cruz sobre el bostezo y se quedó dormido con el sueño de un bienaventurado que no trae sobre la conciencia ni el remordimiento de haber dado muerte a una pulga.