El Criticón (Segunda parte)/Crisi V


CRISI QUINTA

Plaza del populacho y corral del Vulgo

Estábase la Fortuna, según cuentan, bajo su soberano dosel, más asistida de sus cortesanos que asistiéndoles, cuando llegaron dos pretendientes de dicha a solicitar sus favores. Suplicó el primero le hiciese dichoso entre personas, que le diese cabida con los varones sabios y prudentes. Mirándose unos a otros los curiales y dijeron:

—Éste se alzará con el mundo.

Mas la Fortuna, con semblante mesurado y aun triste, le otorgó la gracia pretendida. Llegó el segundo y pidió, al contrario, que le hiciese venturoso con todos los ignorantes, y necios. Riéronlo mucho los del cortejo, solemnizando gustosamente una petición tan extraña. Mas la Fortuna, con rostro muy agradable, le concedió la suplicada merced. Partiéronse ya entrambos tan contentos como agradecidos, abundando cada uno en su sentir. Mas los áulicos, como siempre están contemplando el rostro de su príncipe y brujuleándole los afectos, notaron mucho aquel tan extravagante cambiar semblantes de su reina. Reparó también ella en su reparo y muy galante le dijo:

—¿Cuál de estos dos, pensáis vosotros, ¡oh cortesanos míos!, que ha sido el entendido? Creeréis que el primero. Pues sabed que os engañáis de medio a medio, sabed que fue un necio: no supo lo que pidió, nada valdrá en el mundo. Este segundo sí que supo negociar: éste se alzará con todo.

Admiráronse mucho, y con razón, oyendo tan paradojo sentir, mas desempeñóse ella diciendo:

—Mirá, los sabios son pocos, no hay cuatro en una ciudad; ¡qué digo cuatro!, ni dos en todo un reino. Los ignorantes son los muchos, los necios son los infinitos; y así, el que los tuviere a ellos de su parte, ése será señor de un mundo entero.

Sin duda que estos dos fueron Critilo y Andrenio, cuando éste, guiado del Cecrope, fue a ser necio con todos. Era increíble el séquito que arrastraba el que todo lo presume y todo lo ignora. Entraron ya en la plaza mayor del universo, pero nada capaz, llena de gentes, pero sin persona, a dicho de un sabio que con la antorcha en la mano, al medio día iba buscando un hombre que lo fuese y no había podido hallar uno entero: todos lo eran a medias; porque el que tenía cabeza de hombre, tenía cola de serpiente, y las mujeres de pescado; al contrario, el que tenía pies no tenía cabeza. Allí vieron muchos Acteones que luego que cegaron se convirtieron en ciervos. Tenían otros cabezas de camellos, gente de cargo y de carga; muchos, de bueyes en lo pesado, que no en lo seguro; no pocos, de lobos, siempre en la fábula del pueblo; pero los más, de estólidos jumentos, muy a lo simple malicioso.

—Rara cosa —dijo Andrenio—, que ninguno tiene cabeza de serpiente ni de elefante, ni aun de vulpeja.

—No, amigo —dijo el Filósofo—, que aun en ser bestias no alcanzan esa ventaja. Todos eran hombres a remiendos, y así, cual tenía garra de león, y cual de oso el pie; hablaba uno por boca de ganso, y otro murmuraba con hocico de puerco; éste tenía pies de cabra, y aquél orejas de Midas; algunos tenían ojos de lechuza, y los más de topo; risa de perro, quien yo sé, mostrando entonces los dientes.

Estaban divididos en varios corrillos hablando, que no razonando, y así oyeron en uno que estaban peleando: a toda furia ponían sitio a Barcelona y la tomaban en cuatro días por ataques, sin perder dinero ni gente; pasaban a Perpiñán, mientras duraban las guerras civiles de Francia; restauraban toda España, marchaban a Flandes, que no había para dos días; daban la vuelta a Francia, dividíanla en cuatro potentados, contrarios entre sí, como los elementos; y finalmente venían a parar en ganar la Casa Santa.

—¿Quién son éstos —preguntó Andrenio— que tan bizarramente pelean? ¿Si estaría aquí el bravo Picolomini? ¿Es por ventura aquél el conde de Fuensaldaña, y aquel otro Totavila?

—Ninguno déstos es soldado —respondió el Sabio—, ni han visto jamás la guerra. ¿No ves tú que son cuatro villanos de una aldea? Sólo aquel que habla más que todos juntos es el que lee las cartas, el que compone los razonamientos, el que le va a los alcances al cura: digo, el barbero.

Impaciente, Andrenio, dijo:

—Pues si éstos no saben otro que destripar terrones, ¿por qué tratan de allanar reinos y conquistar provincias?

—¡Eh! —dijo el Cecrope—, que aquí todo se sabe.

—No digas se sabe —replicó el Sabio—, sino que todo se habla.

Toparon en otro que estaban gobernando el mundo: uno daba arbitrios, otro publicaba premáticas, adelantaban los comercios y reformaban los gastos.

—Éstos —dijo Andrenio— serán del parlamento; no pueden ser otro, según hablan.

—Lo que menos tienen —dijo el Sabio— es de consejo. Toda es gente que, habiendo perdido sus casas, tratan de restaurar las repúblicas.

—¡Oh vil canalla! —exclamó Andrenio—. ¿Y de dónde les vino a éstos meterse a gobernar?

—Ahí verás —respondió el Serpihombre— que aquí todos dan su voto.

—Y aun su cuero —replicó el Sabio.

Y acercándose a un herrero:

—Advertí —le dijo— que vuestro oficio es herrar bestias; dad alguna en el clavo. Y a un zapatero lo metió en un zapato, pues le mandó no saliese dél. Más adelante estaban otros altercando de linajes, cuál sangre era la mejor de España; si el otro era gran soldado de más ventura que valor, y que toda su dicha había consistido en no haber tenido enemigo; ni perdonaban a los mismos príncipes, definiendo y calificándolos si tenían más vicios de hombres que prendas de reyes. De modo que todo lo llevaban por un rasero.

—¿Qué te parece? —dijo el Cecrope—. ¿Pudieran discurrir mejor los siete sabios de Grecia? Pues advierte que todos son mecánicos, y los más sastres.

—Eso creeré yo, que de sastres siempre hay muchos.

Y Andrenio:

—¿Pues quién los mete a ellos en esos puntos?

—¡Oh sí!, que es su oficio tomar medida a cada uno y cortarle de vestir. Y aun todos en el mundo son ya sastres en descoser vidas ajenas y dar cuchilladas en la más rica tela de la fama.

Aunque era tan ordinario aquí el ruido y tan común la vocería, sintieron que hablaban más alto allí cerca en una ni bien casa ni mal zahurda, aunque muy enramada, que en habiendo riego hay ramos.

—¿Qué estancia o qué estante es éste? —preguntó Andrenio.

Y el Cecrope, agestándose de misterio:

—Este es —dijo— el Areópago; aquí se tiene el Consejo de Estado de todo el mundo.

—Bueno irá él si por aquí se gobierna. Ésta más parece taberna.

—Así como lo es —respondió el Sabio—, que como se les suben los humos a las cabezas, todos dan en quererlo ser.

—Por lo menos —replicó el Cecrope—, no pueden dejar de dar en el blanco.

—Y aun en el tinto —respondió el Sabio.

—Pues de verdad —volvió a instar— que han salido de aquí hombres bien famosos y que dieron harto que decir de sí.

—¿Quiénes fueron éstos?

—¿Cómo quiénes? ¿Pues no salió de aquí el tundidor de Segovia, el cardador de Valencia, el segador de Barcelona y el carnicero de Nápoles?: que todos salieron a ser cabezas y fueron bien descabezados.

Escucharon un poco y oyeron que unos en español, otros en francés, en irlandés algunos, y todos en tudesco estaban disputando cuál era más poderoso de sus reyes, cuál tenía más rentas, qué gente podían meter en campo, quién tenía más estados, brindándose a la salud de ellos y a su gusto.

—De aquí, sin duda —dijo Andrenio—, salen tantos como andan rodando por esa gran vulgaridad, dando su voto en todo. Yo creí procedía de estar tan acabados los hombres, que andaban ya en cueros; mas ahora veo que todos los cueros andan en ellos.

—Así es —ponderó el Sabio—. No verás a otro por ahí sino pellejos rebutidos de poca substancia. Mira aquél, cuanto más hinchado más vacío; aquel otro está lleno de vinagre a lo ministro; aquellos botillos pequeños son de agua de azahar, que con poco tienen harto, luego se llenan; aquellos muchos son de vino, y por eso en tierra; aquellos otros, los que en siendo de voto, son de bota; muchos están embutidos de paja, que la merecen; colgados otros, por ser de hombres fieros, que hasta del pellejo de un bárbaro están acullá haciendo un tambor para espantar, muerto, sus contrarios: tan allá resuena la fiereza déstos. De la mucha canalla que de adentro redundaba, se descomponían por allí cerca muchos otros corrillos, y en todos estaban murmurando del gobierno, y esto siempre y en todos los reinos, aun en el siglo de oro y de la paz. Era cosa ridicula oír los soldados tratar de los Consejos, dar priesa al despacho, reformar los cohechos, residenciar los oidores, visitar los tribunales. Al contrario, los letrados era cosa graciosa verles pelear, manejar las armas, dar asaltos y tomar plazas; el labrador hablando de los tratos y contratos, el mercader de la agricultura; el estudiante de los ejércitos, y el soldado de las escuelas; el seglar ponderando las obligaciones del eclesiástico, y el eclesiástico las desatenciones del seglar; barajados los estados, metiéndose los del uno en el otro, saltando cada uno de su coro y hablando todos de lo que menos entienden. Estaban unos viejos diciendo mucho mal de los tiempos presentes y mucho bien de los pasados, exagerando la insolencia de los mozos, la libertad de las mujeres, el estrago de las costumbres y la perdición de todo.

—Yo, menos entiendo el mundo —decía éste— cuanto más va.

—Y yo lo desconozco del todo —decía aquél—. Otro mundo es éste del que nosotros hallamos.

Llegóse en esto el Sabio y díjoles volviesen la mira atrás y viesen otros tantos viejos que estaban diciendo mucho más mal del tiempo que ellos tanto alababan; y detrás de aquéllos, otros y otros, encadenándose hasta el primer viejo su vulgaridad. Media docena de hombres muy autorizados, con más barbas que dientes, mucho ocio y poca renta, estaban en otro corro allí cerca tratando de desempeñar las casas de los señores y restituirlas a aquel su antiguo ilustre.

—¡Qué casa —decía uno— la del duque del Infantado cuando se hospedó en ella el rey de Francia prisionero! Y lo que Francisco la celebró.

—¿Pues qué la debía —dijo otro— la del marqués de Villena cuando hacía y deshacía?

—¿Y la del Almirante en tiempo de los Reyes Católicos, púdose imaginar mayor grandeza?

—¿Quién son éstos? —preguntó Andrenio.

—Éstos —respondió el hombre sierpe— son hombres de honor en los palacios: llámanse gentil hombres o escuderos.

—Y en buen romance —dijo el Sabio— son gente que después de haber perdido la hacienda, están perdiendo el tiempo, y los que habiendo sido la polilla de sus casas, vienen a ser la honra de las ajenas; que siempre verás que los que no supieron para sí, quieren saber para los otros.

—Nunca pensé ver —ponderaba Andrenio— tanto necidiscreto junto, y aquí veo de todos estados y géneros, hasta legos.

—¡Oh sí! —dijo el Sabio—, que en todas partes hay vulgo, y por atildada que sea una comunidad hay ignorantes en ella que quieren hablar de todo y se meten a juzgar de las cosas sin tener punto de juicio.

Pero lo que extrañó mucho Andrenio fue ver entre tales heces la república, en medio de aquella sentina vulgar, algunos hombres lucidos y que se decía eran grandes personajes.

—¿Qué hacen aquí éstos? Señor, que se hallen aquí más esportilleros que en Madrid, más aguadores que en Toledo, más gorrones que en Salamanca, más pescadores que en Valencia, más segadores que en Barcelona, más palenquines que en Sevilla, más cavadores que en Zaragoza, más mochilleros que en Milán, no me espanta; pero ¡gente de porte, el caballero, el título, el señor, no sé qué diga!

—¿Qué piensas tú —dijo el Sabio—, que en yendo uno en litera, ya por eso es sabio—, que en yendo bien vestido, es entendido? Tan vulgares hay algunos y tan ignorantes como sus mismos lacayos. Y advierte que aunque sea un príncipe, en no sabiendo las cosas y queriéndose meter a hablar de ellas, a dar su voto en lo que no sabe ni entiende, al punto se declara hombre vulgar y plebeyo; porque vulgo no es otra cosa que una sinagoga de ignorantes presumidos y que hablan más de las cosas cuanto menos las entienden. Volvieron los rostros a uno que estaba diciendo:

—Si yo fuera rey…

Y un mochillero.

—Y si yo fuera papa… —decía un gorrón.

—¿Qué habíais de hacer vos si fuérades rey?

—¿Qué? Lo primero me había de teñir los bigotes a la española, luego me había de enojar y ¡voto!…

—No, no juréis, que todos éstos que echan votos huelen a cueros.

—Digo que había de hacer colgar media docena; yo sé que oliera la casa a hombre y que mirarían algunos cómo perdían las vitorias y los ejércitos, cómo entregaban las fortalezas al enemigo. No me había de llevar encomienda quien no fuese soldado, y de reputación, pues para ellos se instituyeron, y no de estos de las plumicas, sino un sargento mayor Soto, un Pedro Estélez, que se han hallado en cien batallas y en mil sitios. ¡Qué virreyes, qué generales hiciera yo, qué ministros! Todos habían de ser Oñates y Caracenas. ¡Qué embajadores que no hiciera!

—¡Oh, no me viera yo un mes papa! —decía el estudiante—. Yo sé que de otra manera irían las cosas; no se había de proveer dignidad ni prebenda sino por oposición, todo por méritos; yo examinara quién venía con más letras que favores, quién traía quemadas las cejas.

Abrióse en esto la portería de un convento y metiéronse a la sopa. Topaban varias y desvariadas oficinas por toda aquella gran plaza mecánica. Los pasteleros hacían valientes empanadas de perro; ni faltaba aquí tantas moscas como allá mosquitos; los calderos siempre tenían calderas que adobar; los olleros alabando lo quebrado; los zapateros a todo hombre buscándole horma de su zapato, y los barberos haciendo las barbas.

—¿Es posible —dijo Andrenio— que entre tanta botica mecánica no topemos una de medicinas?

—Basta que hay hartas barberías —dijo Cecrope.

—Y hartos en ellas —respondió el Sabio— que como bárbaros hablan de todo; mas lo que ellos saben ¿quién lo ignora?

—Con todo eso —dijo Andrenio—, en una vulgaridad tan común es mucho que no haya un médico que recete; por lo menos, no había de faltar la murmuración civil.

—No hacen falta —replicó el Sabio.

—¿Cómo no?

—Porque, aunque todos los males tienen remedio (hasta la misma locura tiene cura en Zaragoza o en Toledo y en cien partes), pero la necedad no la tiene, ni ha habido jamás hombres que curasen de tonto.

—Con todo eso, veis allí unos que lo parecen. Venían dándose a las furias de que todos se les entremeten en su oficio y quieren curar a todos con un remedio. Y eso sería nada si algunos no se metiesen a quererles dar doctrina a ellos mismos, disputando con el médico los jarabes y las sangrías.

—¡Eh! —decían—, déjense matar sin hablar palabra. Pero los herreros llevaban brava herrería, y aun todos parecían calderos. Enfadados los sastres, les dijeron que callasen y dejasen oír, si no entender. Sobre esto armaron una pendencia, aunque no nueva en tales puestos; tratáronse muy mal, pero no se maltrataron, y dijéronles los herreros a los sastres, después de encomios solemnes:

—¡Quita de ahí, que sois gente sin Dios!

—¿Cómo sin Dios? —replicaron ellos enfurecidos—. Si dijérades sin conciencia, pase, pero sin Dios, ¿qué quiere decir eso?

—Sí —repitieron los herreros—, que no tenéis un dios sastre, como nosotros un herrero, y cuando todos le tienen, los taberneros a Baco, aunque anda en celos con Tetis, los mercaderes a Mercurio, de quien tomaron las trampas con el nombre, los panaderos a Ceres, los soldados a Marte, los boticarios a Esculapio. ¡Mirá qué tales sois vosotros, que ningún dios os quiere!

—¡Anda de ahí —respondieron los sastres—, que sois unos gentiles!

—¡Vosotros sí lo sois, que a todos queréis hacer gentiles hombres! Llegó en esto el Sabio y metió paz, consolando a los sastres con que ya que no tenían dios, todos los daban al diablo.

—¡Prodigiosa cosa —dijo Andrenio— que, con meter tanto ruido, no tengan habla!

—¿Cómo que no? —replicó el Cecrope—. Antes jamás cesan de hablar ni tienen otro que palabras.

—Pues yo —replicó Andrenio— no he percibido aún habla que lo sea.

—Tienen razón —dijo el Sabio—, que todas son hablillas y todas falsas. Corrían actualmente algunas bien desatinadas: que habían de caerse muertos muchos cierto día, y lo señalaban, y hubo quien murió de espanto dos días antes; que había de venir un terremoto y habían de quedar todas las casas por tierra. ¡Pues ver lo que se iba extendiendo un disparate déstos, y los muchos que se lo tragaban y bebían y lo contaban unos a otros! Y si algún cuerdo reparaba, se enfurecían. Sin saber de dónde ni cómo nacía, resucitaba cada año un desatino, sin ser bastante el desengaño fresco, corriendo grasa. Y era de advertir que las cosas importantes y verdaderas luego se les olvidaban, y un disparate lo iban heredando de abuelas a nietas y de tías a sobrinas, haciéndose eterno por tradición.

—No sólo no tienen habla —añadió Andrenio—, pero ni voz.

—¿Cómo que no? —replicó el Cecrope—. Voz tiene el pueblo, y aun dicen que su voz es la de Dios.

—Sí, del dios Baco —respondió el Sabio—; y si no, escuchadla un poco y oiréis todos los imposibles no sólo imaginados, pero aplaudidos: oíd aquel español lo que está contando del Cid, cómo de un papirote derribó una torre y de un soplo un gigante; atendé aquel otro francés lo que refiere, y con qué credulidad, de Roldán y cómo de un revés rebanó caballo y caballero armados; pues yo os aseguro que el portugués no se olvide tan presto de la pala de la vitoriosa forneira.

Pretendió entrar en la bestial plaza un gran filósofo y poner tienda de ser personas, feriando algunas verdades bien importantes, aforismos convenientes, pero jamás pudo introducirse ni despachó una tan sola verdad, ni el más mínimo desengaño; con que se hubo de retirar. Al contrario, llegó un embustero sembrando cien mil desatinos, vendiendo pronósticos llenos de disparates como que se había de perder España otra vez, que había acabado ya la casa otomana, leía profecías de moros y de Nostradamus, y al punto se llenó la tienda de gente y comenzó a despachar sus embustes con tanto crédito, que no se hablaba de otro, y con tal aseveración como si fueran evidencias. De modo que aquí más supone un adevino que Séneca, un embustero que un sabio.

Vieron en esto una monstrimujer, con tanto séquito, que muchos de los pasados y los más de los presentes la cortejaban, y todos con las bocas abiertas escuchándola. Era tan gruesa y tan asquerosa, que por doquiera que pasaba dejaba el aire tan espeso que le podían cortar. Revolvióle las entrañas al Sabio; comenzó a dar arcadas.

—¡Qué cosa tan sucia! —dijo Andrenio—. ¿Y quién es ésta?

—Ésta es —dijo el Cecrope— la Minerva de esta Atenas.

—Ésta la invencible y aun la crasa —dijo el Filósofo—. Ella puede ser Minerva, mas a fe que es pingüe. Y a quien tanto engorda, quién puede ser sino la ignorante satisfacción? Veamos dónde va a parar.

Pasó de las vendederas a sentarse en el banco del Cid.

—Aquélla —dijo el Cecrope— es la sapiencia de tanto lego. Allí están graduando a todos y calificando los méritos a cada uno; allí se dice el que sabe y el que no sabe, si el argumento fue grande, si el sermón docto, si tan bien discurrido como razonado, si el discurso fue cabal, si magistral la lición.

—¿Y quién son los que juzgan —preguntó Andrenio— los que dan el grado?

—¿Quiénes han de ser sino un ignorante y otro mayor, uno que ni ha estudiado ni visto libro en su vida, cuando mucho una Silva de varia Lición y el que más más, un Para todos?

—¡Oh! —dijo el Cecrope—, ¿no veis que éstos son los más plausibles personajes del mundo? Todos son bachilleres: aquél que veis allí muy grave es el que en la corte anda diciendo chistes, hace cuento de todo, muerde sin sal cuanto hay, saca sátiras, vomita pasquines, el duende de los corrillos; aquel otro es el que todo lo sabía ya, nada le cuentan de nuevo, saca gacetas y se escribe con todo el mundo, y no cabiendo en todo él, se entremete en cualquier parte; aquel licenciado es el que en las Universidades cobra las patentes, hace coplas, mantiene los corrillos, soborna votos, habla por todos, y en habiendo conclusiones, ni visto ni oído; aquel soldado nunca falta en las campañas, habla de Flandes, hallóse en el sitio de Ostende, conoció al duque de Alba, acude a la tienda del general, el demonio del mediodía, mantiene la conversación, cobra el primero, y el día de la pelea se hace invisible.

—Paréceme que todos ellos son zánganos del mundo —ponderó Andrenio—. ¿Y éstos son los que gradúan de valientes y de sabios?

—Y es de modo —respondió el Cecrope— que el que ellos una vez dan por docto, ése lo es, sepa o no sepa. Ellos hacen teólogos y predicadores buenos médicos y grandes letrados, y bastan a desacreditar un príncipe: dígalo el rey don Pedro. Mas, ¿qué?, si el barbero del lugar no quiere, nada valdrá el sermón más docto, ni será tenido por orador el mismo Tulio. A éstos están esperando que hablen los demás, sin osar decir blanco ni negro hasta que éstos se declaran, y al punto gritan: «¡Grande hombre, gran sujeto!» Y dan en alabar a uno sin saber en qué ni por qué; celebran lo que menos entienden y vituperan lo que no conocen, sin más entender ni saber. Por eso, el buen político suele echar buena esquila que guíe el vulgo a donde él quiere.

—¿Y hay —preguntó Andrenio— quien se paga de tan vulgar aplauso?

—¿Cómo si hay? —respondió el Sabio—; y muchos, hombres vulgares, chabacanos, amigos de la popularidad y que la solicitan con milagrones que llamamos «pasmasimples» y «espantavillanos», obras gruesas y plausibles, porque aquí no tienen lugar los primores ni los realces. Páganse mucho otros de la gracia de las gentes, del favor del populacho; pero no hay que fiar en su gracia, que hay gran distancia de sus lenguas a sus manos: ¡qué fue verlos bravear ayer en un motín en Sevilla y enmudecer hoy en el castigo!; ¿qué se hicieron las manos de aquellas lenguas y las obras de aquellas palabras? Son sus ímpetus como los del viento, que cuando más furioso, calma.

Encontraron con unos que estaban durmiendo, y no apriesa, como encargaba el otro a su criado; no movían pie ni mano. Y era tal la vulgaridad, que los despiertos soñaban lo que los otros dormían, imaginando que hacían grandes cosas; y era de modo, que no corría otro en toda la plaza sino que estaban peleando y triunfando de los enemigos. Dormía uno a pierna tendida, y decían ellos estaba desvelándose, estudiando noche y día y quemándose las cejas. De esta suerte publicaban que eran los mayores hombres del mundo y gente de gran gobierno.

—¿Cómo es esto —dijo Andrenio—, hay tamaña vulgaridad?

—Mira —dijo el Sabio—, aquí si dan en alabar a uno, si una vez cobra buena fama, aunque se eche después a dormir, él ha de ser un gran hombre; aunque ensarte después cien mil disparates, dicen que son sutilezas, y que es la primera cosa del mundo: todo es que den en celebrarle. Y por el contrario, a otros que estarán muy despiertos haciendo cosas grandes, dicen que duermen y que nada valen. ¿Sabes tú lo que le sucedió aquí al mismo Apolo con su divina lira?: que desafiándole a tañer un zafio gañán con una pastoril zampona, nunca quiso el culto numen salir, con que se lo rogaron las musas; y el salvajaz le zahería su temor y se jactaba de la vitoria. No hubo remedio: no más de porque había de ser juez el vulgacho, no queriendo arriesgar su gran reputación a un juicio tan sin él. Y por no haber querido hacer otro tanto, fue condenada la dulcísima filomena en competencia del jumento. Y aun la rosa dicen estuvo a pique de ser vencida de la adelfa, que desde entonces, por su indigno atrevimiento, quedó letal a los suyos. Ni el pavón se atrevió a competir de belleza con el cuervo, ni el diamante con el guijarro, ni el mismo sol con el escarabajo, con tener tan asegurado su partido, por no sujetarse a la censura de un vulgo tan desatinado. Mal señal, decía un discreto, cuando mis cosas agradan a todos; que lo muy bueno es de pocos, y el que agrada al vulgo, por consiguiente, ha de desagradar a los pocos, que son los entendidos. Asomó en esto por la plaza, haciéndola, un raro ente. Todos le recibieron con plausible novedad. Seguíale la turba, diciendo:

—Ahora en este punto llega del Jordán; más tiene ya de Cuatrocientos años.

—Mucho es —decía uno— que no le acompañen ejércitos de mujeres, cuando va a desarrugarse.

—¡Oh no! —decía otro—. ¿No veis que va en secreto? Pues si eso no fuera, ¡qué fuera!

—Por lo menos, ¿no se pudiera traer por acá botija de aquella agua?; que yo sé que vendiera cada gota a doblón de oro.

—No tiene él necesidad de dinero, pues cada vez que echa mano a la bolsa topa un patacón.

—¡Qué otra felicidad esa! No sé yo cuál me escogiera de las dos.

—¿Quién es éste? —preguntó Andrenio.

Y el Sabio:

—Éste es Juan de Para Siempre, que Juan había de ser. Brollaban destas donosísimas vulgaridades, y todas muy creídas, levantando mil testimonios a la naturaleza y aun a la misma posibilidad. Sobre todo, estaban muy acreditados los duendes; había pasa de ellos, como de hechizadas; no había palacio viejo donde no hubiese dos por lo menos. Unos los veían vestidos de verde, otros de colorado, y lo más cierto de amarillo; y todos eran tamañicos, y tal vez con su capuchito, inquietando las casas; y nunca se aparecían a las viejas, que no dicen trasgos con trasgos. No moría mercader que no fuese rodeado de monas y de micos. Había brujas, tantas como viejas, y todas las malcontentas endiabladas; tesoros encantados y escondidos sin cuenta y con cuento, cavando muchos tontos por hallarlos; minas de oro y de plata riquísimas, pero tapiadas hasta que se acaben las Indias, las cuevas de Salamanca y Toledo: ¡mal año para quien se atreviera a dudarlas!

Mas he aquí que en un instante se comovió toda aquella acorralada necedad, sin saber cómo ni por qué, que es tan ordinario como fácil alborotarse un vulgo, y más si es tan crédulo como el de Valencia, tan bárbaro como el de Barcelona, tan necio como el de Valladolid, tan libre como el de Zaragoza, tan novelero como el de Toledo, tan insolente como el de Lisboa, tan hablador como el de Sevilla, tan sucio como el de Madrid, tan vocinglero como el de Salamanca, tan embustero como el de Córdoba y tan vil como el de Granada. Fue el caso que asomó por una de sus entradas, no la principal, donde todas son comunes, un monstruo, aunque raro muy vulgar: no tenía cabeza y tenía lengua, sin brazos y con hombros para la carga, no tenía pecho con llevar tantos, ni mano en cosa alguna; dedos sí, para señalar. Era su cuerpo en todo disforme, y como no tenía ojos, daba grandes caídas: era furioso en acometer, y luego se acobardaba. Hízose en un instante señor de la plaza, llenándola toda de tan horrible escuridad que no vieron más el sol de la verdad.

—¿Qué horrible trasgo es éste —preguntó Andrenio—, que así lo ha eclipsado todo?

—Éste es —respondió el Sabio— el hijo primogénito de la ignorancia, el padre de la mentira, hermano de la necedad, casado con su malicia: éste es el tan nombrado Vulgacho. Al decir esto, descolgó el rey de los cíclopes de la cinta un retorcido caracol que hurtara a un fauno, y alentándolo de vanidad, fue tal su ruido y tan grande el horror que les causó, que agitados todos de un terror fanático, dieron a huir por cosa que no montaba un caracol. No fue posible ponerlos en razón, ni detenerlos, que no se desgalgasen muchos por las ventanas y balcones más a ciegas que pudieran en la plaza de Madrid. Huían los soldados gritando:

—¡Que nos cortan, que nos cortan!

Comenzaron algunos a herirse y a matarse más bárbaramente que gentílicos bacanales. Fuele forzoso a Andrenio retirarse a toda fuga, tan arrepentido como desengañado. Echaba mucho menos a Critilo, pero valióle la asistencia de aquel Sabio y la luz que la antorcha de su saber le comunicaba. Dónde fue aparar, dirá la crisi siguiente.