El Criticón (Segunda parte)/Crisi IX
CRISI NONA
Anfiteatro de monstruosidades
Pasaba un río (y río de lo que pasa) entre márgenes opuestas, coronada de flores la una, y de frutos la otra; prado aquélla de deleites, asilo ésta de seguridades. Escondíanse allí entre las rosas las serpientes, entre los claveles los áspides, y bramaban las hambrientas fieras, rodeando a quién tragarse. En medio de tan evidentes riesgos estaba descansando un hombre, si lo es un necio; pues pudiendo pasar el río y meterse en salvo de la otra parte, se estaba muy descuidado, cogiendo flores, coronándose de rosas, y de cuando en cuando volviendo la mira a contemplar el río y ver correr sus cristales. Dábale voces un cuerdo, acordándole su peligro y convidándole a pasarse de la otra banda con menos dificultad hoy que mañana. Mas él, muy a lo necio, respondía que estaba esperando acabase de correr el río para poderle pasar sin mojarse.
¡Oh tú, que haces mofa del fabulosamente necio, advierte que eres el verdadero, tú eres el mismo de quien te ríes, tanta y tan solemne es tu demencia! Pues, instándote que dejes los riesgos del vicio y te acojas a la banda de la virtud, respondes que aguardas acabe de pasar la corriente de los males. Si le preguntáis al otro por qué no acaba de ajustarse con la razón, responde que está aguardando pase el arrebatado torrente de sus pasiones, que no quiere comenzar el camino de la virtud hoy, si ha de volver al vicio de mañana. Si le acordáis a la otra sus obligaciones, la afrenta que causa a los propios y la murmuración a los extraños, dice que corre con todas, que así se usa, que con más edad tendrá más cordura. Consuélase aquél de no estudiar y dice que no piensa cansarse, pues no se premian letras ni se estiman méritos. Excúsese éste de no ser hombre de substancia diciendo que no hay quien lo sea, todo está perdido, que no se usa la virtud, todos engañan, adulan, mienten, roban y viven de artificio, y déjase arrebatar de la corriente de la frialdad. El juez se lava las manos de que no hace justicia con que todo está rematado y no sabe por dónde comenzar. Así, que todos aguardan a que amaine el ímpetu de los vicios para pasarse a la banda de la virtud. Mas es tan imposible el cesar los males, el acabarse los escándalos en el mundo mientras haya hombres, como el parar los ríos. Lo acertado es poner el pecho al agua y con denodado valor pasar de la otra banda al puerto de una seguridad dichosa.
Peleando estaban ya los dos valerosos guerreros (que no es otra cosa la vida humana que una milicia a la malicia), y a esto les habían tocado arma, trescientos monstruos, causa deste rebato; que con los rayos de la razón descubrieron sus ardides, las atalayas en atenciones avisaron a los fuegos de su celo, y éste al valor de ambos, que denodadamente los fueron persiguiendo y retirando, tanto, que llevados de su ardor en el alcance, se hallaron a las puertas de un hermosísimo palacio, primer fábrica del mundo, el más artificioso y bien labrado que jamás vieran, aunque habían admirado tantos. Ocupaba el centro de un ameno prado con ambiciones de paraíso, de aquellos que no perdona el gusto; su materia, aunque tierra, desmentida de los primores del arte, dejaba muy atrás la misma solar esfera: obra, al fin, de grande artífice y fabricada para un príncipe grande.
—¿Si sería éste —dijo Andrenio— el tan alabado alcázar de Virtelia?; que una cosa tan perfecta no puede ser estancia sino de su grande perfección; que tal suele ser el epiciclo cual la estrella.
—¡Oh no! —dijo Critilo—, que éste está a los pies del monte, y aquél sobre su cabeza; aquél se empina hasta el cielo, y éste se roza con el abismo; aquél entre austeridades, y éste entre delicias.
Esto ponderaban, cuando vieron asomar por su majestuosa puerta, al cabo de muchas varas de nariz, un hombrecillo de media, que viéndolos admirados, les dijo:
—Yo no sé de qué, pues así como hay hombres de gran corazón y de gran pecho, yo lo soy de grandes narices.
—Toda gran trompa —dijo Critilo— siempre fue para mí señal de grande trampa.
—¿Y por qué no de sagacidad? —replicó él—. Pues advertí que con ésta os he de abrir camino: seguidme.
Lo primero que encontraron en el mismo atrio fue un establo, nada estable, aunque lleno de gente lucida, hombres de mucho porte y de más cuenta muy hallados todos con los brutos, sin asquear el mal olor de tan inmunda estancia.
—¿Qué es esto? —dijo Critilo—. ¿Cómo éstos, que parecen personas, están en tan vil lugar?
—Por su gusto —respondió el Sátiro.
—Pues ¿desto gustan?
—Sí, que los más de los hombres eligen antes vivir en la hedionda pocilga de sus bestiales apetitos que arriba en el salón dorado de la razón.
No se sentía otro dentro que malas voces y bramidos de fieras, ni se oían sino monstruosidades. Era intolerable la hediondez que despedía.
—¡Oh casa engañosa —exclamó Andrenio—, por fuera toda maravillas y por dentro monstruosidades!
—Sabed —dijo el Sátiro— que este hermoso palacio se fabricó para la Virtud, mas el Vicio se ha levantado con él, hale tiranizado. Y así, de ordinario, veréis que hace su morada en la mayor hermosura y gentileza: el cuerpo más lindo y agraciado, criado para estancia hermosa de la Virtud, le toparéis lleno de torpezas; la mayor nobleza, de infamias; la riqueza, de ruindades.
Comenzaron con esto a rehusar el empeñarse, temiendo el despeño, cuando uno de aquellos monstruos les dijo:
—En eso no reparéis, que aquí siempre hay salida para todo, y yo soy el que a cuantos se empeñan la hallo: a la doncellita la persuado su deshonra diciéndola que no la faltará una amiga o una piadosa tía de quien fiarse; el asesino, que mate, que ya habrá quien le haga espaldas; al ladrón, que robe; al salteador, que desuelle, que ya se hará un simple compasivo que interceda por él a la justicia; al tahur, que juegue, que no faltará un amigo enemigo que le preste. De suerte que por grande que sea el despeño, le pinto fácil el salto: por entrincado que sea el laberinto, le hallo el ovillo de oro, y a toda la dificultad la solución. Así que bien podéis entrar: fiaos de mí, que yo os desempeñaré.
Fue a meter el pie Critilo y al punto encontró con un monstruo horrible; porque tenía las orejas de abogado, la lengua de procurador, las manos de escribano, los pies de alguacil.
—¡Escápate —gritó el Sátiro— de todo pleito, aunque sea dejándoles la capa!
Íbanse retirando con recelo, cuando con mucho agrado se llegó a ellos otro monstruo muy cortés, suplicándoles fuesen servidos de entrar por cortesía, que no serían los primeros que se habían perdido de puro corteses.
—Y si no, preguntadle a aquél, que parece hombre circunspecto y de juicio, cómo se jugó la hacienda, y tras ella la honra y el descanso de su casa.
Y respondióles:
—Señor, rogáronme que hiciese un cuarto que les faltaba, y deshice todos los de mi casa porque no me tuviesen por grosero: púseme a jugar, piquéme y lastiméme a mí mismo, pensé desquitarme y acabé con todo por cortesía.
—Preguntadle aquel otro, que se pica de entendido, cómo perdió la salud, la honra y la hacienda con la otra loquilla.
Y respondióles que, por no parecer descortés, mantuvo la conversación, de allí paso a la correspondencia, hasta hallarse perdido por cortesía. La otra, porque no la tuviesen por necia, respondió al dicho y luego al billete; el marido, por no parecer grosero, disimuló con los muchos yentes y vinientes a su casa; el juez, obligado de la intercesión del poderoso, hizo la injusticia.
—De suerte que son infinitos los que se han perdido en el mundo por cortesía. Y con esto y mil zalemas que les hizo, les obligó a entrar. Érase un tan espacioso atrio, que tomaba todo un mundo, célebre anfiteatro de monstruosidades, tan grandes como muchas, donde tuvieron más que abominar que admirar y vieron cosas, aunque muchas veces vistas, que no se podían ver. Estaba en el primero y último lugar una horrible serpiente, coco de la misma hidra, tan envejecida en el veneno, que la habían nacido alas y se iba convirtiendo en un dragón, inficionando con su aliento el mundo.
—¡Terrible cosa —dijo Critilo—, que de la cola de la culebra nazca el basilisco, y de los dejos de la víbora el dragón! ¿Qué monstruosidad es ésta?
—Como déstas se ven en el mundo cada día —respondió el Sátiro—. Veréis que acaba la otra con su deshonestidad propia, y comienza la ajena; no hace cara ya al vicio, por no tenella; da alas a la otra que comienza a volar y hace sombra a los soles que amanecen. Pierde el tahur su grande herencia, y pone casa de juego; da naipes, despabila las velas abrasadoras, corta tantos para tontos. El farsante para en charlatán y saltimbanco; el acuchillador, en maestro de esgrima; el murmurador, cuando viejo, en testigo falso; el holgazán, en escudero; el malsín, en catedrático del duelo; el infame, en libro verde; y el bebedor en tabernero, aguándoles el vino a los otros.
Iban dando la vuelta y viendo portentosas fealdades. Fuelo harto ver una mujer que de dos ángeles hacía dos demonios, digo, dos rapazas endiabladas; y teniéndolas desolladas, las metió a asar a un gran fuego, y comenzó a comer dellas sin ningún horror, tragando muy buenos bocados.
—¡Qué fiereza es ésta tan inhumana! —ponderó Andrenio—. ¿No me dirás quién es ésta que deja atrás los mismos trogloditas?
—Pues advierte que es su madre.
—¿La misma que las echó a luz?
—Y hoy las escurece. Ésta es la que teniendo dos hijas tan hermosas como viste, las mete en el fuego de su lascivia; dellas come y traga los buenos bocados.
Salióles de través un otro monstruo no menos raro. Era de tan exótica condición, de un humor tan desproporcionado, que si le pegaban con un garrote de encima y le quebraban las costillas o un brazo, no hacía sentimiento; pero si le daban con una caña, aunque levemente, sin hacerle ningún daño, era tal su sentimiento que alborotaba el mundo. Llegó uno y diole una penetrante puñalada, y la tuvo por mucha honra; y porque llegó otro y le pegó un ligero espaldarazo con la espada envainada, sin sacarle una gota de sangre, lo sintió de manera que revolvió toda su parentela para la venganza. Pególe uno a puño cerrado un tal fiero mojicón, que le ensangrentó la boca y le derribó los dientes, y no se alteró; y porque otro le asentó la mano extendida, coloreándole el rostro, fue tal su rabia, que hundía el mundo, haciendo extremos. ¡Pues qué si le arrojaban un sombrero!: no sentía tanto que le tirasen un ladrillo y le polvoreasen los sesos. No tenía por afrenta el mentir, el no cumplir su palabra, el engañar, el decir mil falsedades; y porque uno le dijo Mentís pensó reventar de cólera y no quiso comer hasta tomar venganza.
—¡Qué raro humor de monstruo éste —celebró Critilo—, entreverado de necedad y locura!
—Así es —dijo el Sagaz—. ¿Y quién creerá que está hoy muy valido en el mundo?
—Será entre bárbaros.
—No, sino entre cortesanos, entre la gente más ladina.
—¿Y no sabríamos quién es?
—Este es el tan sonado Duelo; dígole, el descabezado tan civil como criminal. Pasaron a la otra banda y registraron las monstruosidades de la necedad, que eran otras tantas. Vieron que no osaba comer un camaleón por ahorrar, para que tragase después el puerco de su heredero; un melancólico pudriéndose del buen humor de los otros; muchos que porfiaban sin estrella; el de todos si no de sí mismo. Admiráronse de uno que pretendía por mujer la que había muerto a su marido, y él quería ser el marivenido; un soldado muriendo en un barranco, muy consolado de no gastar con médicos ni sacristanes; un señor que encomendaba a otros el mandar. Estaba uno encendiendo fuego de canela para asar un rábano, un rico pretendiendo, y un caduco enamorando. Aquí toparon con el de cien pleitos, y un prelado huyendo dél porque no le metiese pleito en la mitra. Vieron uno que, habiéndole dicho fuese a descansar a su casa, se equivocó y se iba a la sepultura. Aquí estaba también el que hacía almohada del chapín de la Fortuna, y a su lado el que del cogote de la Ocasión pretendía hacerse la barba; el que llevaba descubiertas las perdices, y no las vendía. Íbase uno a la cárcel por otro. Pero el más aborrecido era un hombre bajo, descortés. Estaba uno parando lazos a los raposos viejos, y otro pasando del dar al pedir; el que compraba caro lo que era suyo; y estaba otro papando lisonjas de sus convidados; el juglar de las casas ajenas, y en la suya cantimplora; el que decía que no es de príncipes el saber; el que todas las cosas hacía con eminencia si no su empleo. Entraba en el lugar del que vivía de necio el que moría de sabio; el que pudiendo ver sol en su esfera, no era constelación en la ajena; el que fundía en balas sus doblones. Estaban dos, el uno jugando bien y siempre perdiendo, y el otro, sin saberse dejar, ganando; un presumido con cuatro letras garrofales; y el que conociendo un temerario, le fiaba todo su ser; y sobre todo uno, que, viviendo de burlas, se iba al infierno de veras.
Todas estas monstruosidades, y otras más, estaban admirando, cuando arrebató de nuevo su atención un monstruo que, huyendo de un ángel, se iba tras un demonio, ciego y perdido por él.
—¡Ésta sí que es portentosa necedad! —dijeron—. Nada son las pasadas.
—Éste es —dijo el Sagaz— un hombre que, teniendo una consorte que le dio Dios discreta, noble, rica, hermosa y virtuosa, anda perdido por otra, que le atrazó el diablo, por una moza de cántaro, por una vil y asquerosa ramera, por una fea, por una loca insufrible con quien gasta lo que no tiene. Para su mujer no saca el honesto vestido, y para la amiga, la costosa gala; no halla un real para dar limosna, y gasta con la ramera a millares; la hija trae desnuda, y la amiga rozando lamas. ¡Oh fiero monstruo, casado con hermosa y amigado con fea! Veréis que unos vicios, aunque destruyen la honra, dejan la hacienda; consumen otros la hacienda, y perdonan la salud; pero éste de la torpeza con todo acaba, honra, hacienda, salud y vida.
Lado por lado, estaban otros dos monstruos tan confinantes cuan diferentes, para que campeasen más los extremos. El primero tenía más malos ojos que un bizco, siempre miraba de mal ojo: si uno callaba, decía que era un necio, si hablaba, que un bachiller; si se humillaba, apocado, si se mesuraba, altivo; si sufrido, cobarde, y si áspero, furioso; si grave, le tenía por soberbio, si afable por liviano; si liberal, por pródigo si detenido, por avaro; si ajustado, por hipócrita; si desahogado, por profano; si modesto, por tosco; si cortés, por ligero: ¡oh maligno mirar! Al contrario, el otro se gloriaba de tener buena vista, todo lo miraba con buenos ojos; con tal extremo de afición, que a la desvergüenza llamaba galantería, a la deshonestidad buen gusto; la mentira decía que era ingenio; la temeridad, valentía; la venganza, pundonor; la lisonja, cortejo; la murmuración, donaire; la astucia, sagacidad; y el artificio, prudencia.
—¡Qué dos monstruosidades —dijo Andrenio— tan necias! Siempre van los mortales por extremos, nunca hallan el medio de la razón, y se llaman racionales. ¿No sabríamos qué dos monstruos son éstos?
—Sí —dijo el Sagaz—, aquella primera es la Mala Intención, que toma de ojo todo lo bueno; esta otra al contrario, es la Afición, que siempre va diciendo: «Todo mi amigo es buen hombre.» Éstos son los antojos del mundo. Ya no se mira de otro modo. Y así, tanto se ha de atender a quién alaba o a quién vitupera, como al alabado o vituperado.
Ruaba un otro bien monstruoso muy atapado.
—Éste —dijo Andrenio— parece monstruo vergonzante.
—Antes —respondió el Sátiro—, es el de la desvergüenza.
—Pues, una mujer sin ella, ¿cómo va atapada, contra su natural inclinación de ser vistas?
—Ahí verás, que cuando más descaradas esconden la cara.
—¡Eh!, que será recato.
—No es sino correr el velo a sus obligaciones; ayer iba al contrario, tan escotada, que parece que descubriera más, si más pudiera; siempre van por extremos. Venía ya un monstruo muy humano haciendo reverencias a los mismos lacayos, besando los pies aun a los mozos de cocina; llamaba señoría a quien no merecía merced, a todo el mundo con la gorra en la mano, previniendo de una legua la cortesía; a unos se ofrecía por su mayor afecto, a otros por su menor criado.
—¡Qué monstruo tan comedido éste! —ponderaba Andrenio—, ¡qué humano! No he visto monstruo humilde hasta hoy.
—¡Qué bien lo entiendes! —dijo el Sátiro—. No hay otro más soberbio. ¿No ves tú que, cuanto más se abate, quiere subir más alto? Para poder mandar a los amos, se humilla a los criados. Estas reverencias hasta el suelo son botes y rebotes de pelota, que da en tierra para subir al aire de su vanidad.
Al fin, si es que las necedades le tienen, apareció ya la más rara figura, un monstruo por lo viejo decano. Descubría la cabeza toda pelada, sin cabellos de altos pensamientos, ni negros por lo profundo ni blancos por lo cuerdo, sin un pelo de sustancia; movíasele a un lado y a otro, sin consistencia alguna. Los ojos, en otro tiempo tan claros y perspicaces, ahora tan flacos y lagañosos no veían lo que más importaba, y de lejos poco o nada, para prevenir los males; los oídos, algún día muy oidores, tan sordos y tan atapados, que no percibían la voz flaca del pobre, sino la del ricazo, la del poderoso, que hablan alto; la boca, desierta, que no sólo no gritaba con la eficacia que debía, pero ni osaba hablar, y si algo, entre los dientes, que no tenía; las manos, antes grandes ministras y obradoras de grandes cosas, se veían gafas, un gancho en cada dedo, con que de todo se asían y nada soltaban; los humildes y plebeyos pies, tan gotosos y torcidos que no acertaban a dar un paso. De suerte que en todo él no había cosa buena ni parte sana. Él se dolía y todos se quejaban, pero nadie se lastimaba, ninguno trataba de poner remedio. Seguíanle otros tres, altercando entre sí la tiranía universal de los mortales. Traía el primero cara de veneno dulce, y era escollo de marfil, hermosa muerte, despeño deseado, engaño agradable, mujer fingida y sirena verdadera, loca, necia, atrevida, cruel, altiva y engañosa; pedía, mandaba, presumía, violentaba, tiranizaba y antojábansele bravos desvaríos.
—¿Qué cosa puede haber en el mundo —decía— que para mí no sea? Todo cuanto hay, al cabo se viene a reducir a mi gusto; si se hurta, es para mí; si se mata, por mí; si se habla, es de mí; si se desea, es a mí; si se vive, conmigo: de suerte que cuantas monstruosidades hay en el mundo.
—Eso no concederé yo —dijo el mismo, tan bizarro como vano, rico pero necio, altivo pero ruin—. Todo cuanto hay y luce, todo es para mí, todo sirve a mi pompa y ostentación: si el mercader roba, es para vivir en el mundo; si el caballero se empeña, es para cumplir con el mundo; si la mujer se engalana, es para parecer en el mundo. Todos los vicios dan treguas, el glotón se ahita, el deshonesto se enfada, el bebedor duerme, el cruel se cansa, pero la vanidad del mundo nunca dice basta, siempre locura y más locura. Y no me enojéis, que lo daré todo al diablo.
—Aquí estoy yo —dijo éste— tomándolo todo, que no hay cosa que no sea mía, por habérmela dado muchas veces: en enojándose el marido, dice luego: «¡Mujer de Bercebú!», y ella responde: «¡Hombre del diablo!» «¡Llévete Satanás!», dice la madre al hijo. Y el amo: «¡Válgante mil diablos!» «¡Válganle a él», responde el criado. Y hombre hay tan monstruoso, que dice: «¡Válgame una región de demonios!» De suerte que no se hallará cosa en el mundo que no se me halla dado ella a mí, o me la hayan dado muchas veces. Y tú mismo, ¡oh mundo!, ¿puedes negar que no seas todo mío?
—¿Yo, de qué modo? ¡Maldito seas tú, y qué poca vergüenza que tienes!
—Y aun por eso —replicó él—, que quien no tiene vergüenza todo el mundo es suyo.
Apelaron de su porfía para el monstruo coronado, príncipe de la Babilonia común. Éste, oída su altercación, les dijo:
—¡Ea, acaba, dejaos de pesares! Venid, holguémonos, logremos la vida, gocemos de sus gustos, de los olores y ungüentos preciosos, de los banquetes y comidas, de los lascivos deleites. Mira que se nos pasa la flor de la edad; pasemos la edad en flor, comamos y bebamos, que mañana moriremos; andémonos de prado en prado, dando verdes a nuestros apetitos. Yo os quiero repartir las jurisdiciones y vasallos para que no estéis pleiteando cada día. Tú, ¡oh Carne!, llevarás tras ti todos los flacos, ociosos, regalones y destemplados, reinarás sobre la hermosura, el ocio y el vino, serás señora de la voluntad. Y tú, ¡oh Mundo!, arrastrarás todos los soberbios, ambiciosos, ricos y potentados, reinarás en la fantasía. Mas tú, Demonio, serás el rey de los mentirosos, de los que se pican de entendidos, todo el distrito del ingenio será tuyo. Veamos ahora en qué pecan estos dos peregrinos de la vida —dijo señalando a Critilo y Andrenio—, para que rindan vasallaje de monstruosidad; que ni hay bestia sin tacha ni hombre sin crimen.
Lo que averiguaron de ellos se quedará para la siguiente crisi.