El Criticón (Primera parte)/Crisi XI



CRISI UNDÉCIMA.

El golfo cortesano

Visto un león, están visto todos, y vista una oveja, todas; pero visto un hombre, no está visto sino uno, y aun ése no bien conocido. Todos los tigres son crueles, las palomas sencillas, y cada hombre de su naturaleza diferente. Las generosas águilas siempre engendran águilas generosas, mas los hombres famosos no siempre engendran hijos grandes, como ni los pequeños, pequeños. Cada uno tiene su gusto y su gesto, que no se vive con sólo parecer. Proveyó la sagaz naturaleza de diversos rostros, para que fuesen los hombres conocidos, sus dichos y sus hechos, no se equivocasen los buenos con los ruines, los varones se distinguiesen de las hembras, y nadie pretendiese solapar sus maldades con el semblante ajeno. Gastan algunos mucho estudio en averiguar las propiedades de las hierbas: ¡cuánto más importaría conocer las de los hombres, con quienes se ha de vivir o morir! Y no son todos hombres los que vemos, que hay horribles monstruos y aun acroceraunios en los golfos de las grandes poblaciones: sabios sin obras, viejos sin

prudencia, mozos sin sujeción, mujeres sin vergüenza, ricos sin misericordia, pobres sin humildad, señores sin nobleza, pueblo[s] sin apremio, méritos sin premio, hombres sin humanidad, personas sin subsistencia.

Esto ponderaba el Sabio a vista de la corte, después de haber rescatado a Andrenio con un tan ejemplar arbitrio. Cuando Critilo le aguardaba a la puerta libre, le atendió a la ventana empeñado en el común despeño. Mas consolóse con que nadie le impelía, antes, quitándose la guirnalda de la frente, la fue destejiendo, y atando unas ramas con otras, hizo soga, por la cual se guindó y, sin daño alguno, se halló en tierra por gran felicidad. Al mismo tiempo asomó por la puerta el Sabio, doblándole a Critilo el contento; pero sin detenerse ni aun para abrazarse, picaron, como tan picados; sólo Andrenio, volviendo la cabeza a la ventana dijo:

—Quede ahí pendiente ese lazo, escala ya de mi libertad, despojo eternizado del desengaño.

Tomaron su derrota para la corte a dar, decía el Sabio, de Caribdis en Scila; acompañóles hasta la puerta, llevado de la dulce conversación, el mejor viático del camino de la vida.

—¿Qué cosa y qué casa ha sido ésta? —decía Critilo—. Contadme lo que en ella os ha pasado.

Tomó la mano el Sabio, a cortesía de Andrenio, y dijo:

—Sabed, que aquella engañosa casa, al fin venta del mundo, por la parte que se entra en ella es el gusto, y por la que se sale, del gasto. Aquella agradable salteadora es la famosa Volusia, aquien llamamos nosotros delectación y los latinos voluptas, gran muñidora de los vicios, que a cada uno de los mortales le lleva arrastrado su deleite. Ésta los cautiva, los aloja (o los aleja) unos en el cuarto más alto de la soberbia, otros en el más bajo de la desidia, pero ninguno en el medio, que en los vicios no le hay. Todos entran como visteis, cantando, y después salen sollozando, si no son los envidiosos, que proceden al revés. El remedio para no despeñarse al fin es caer en la cuenta al principio: gran consejo de la sabia Artemia que a mí me valió harto para salir bien.

—Y a mí mejor para no entrar —replicó Critilo—, que yo con más gusto voy a la casa del llanto que de la risa, porque sé que las fiestas del contento fueron siempre vigilias del pesar. Créeme, Andrenio, que quien comienza por los gustos acaba por los pesares.

—Basta con este nuestro camino —dijo él— todo está lleno de trampas encubiertas, que no sin causa estaba el Engaño a la entrada. ¡Oh casa de locos, y cómo lo es quien hace de ti caso! ¡Oh encanto de cantos imanes, que al principio atraen y a la postre despeñan!

—Dios os libre —ponderaba el Sabio— de todo lo que comienza por el contento, nunca os paguéis de los principios fáciles; atended siempre a los fines dificultosos y al contrario. La razón desto supe yo en aquella venta de Volusia en este sueño que os ha de hacer despertar. Contáronme tenía dos hijos la Fortuna muy diferentes en todo, pues el mayor era tan agradablemente lindo cuanto el segundo desapaciblemente feo; eran sus condiciones y propiedades muy conformes a sus caras, como suele acontecer. Hízoles su madre dos vaquerillos con la misma atención: al primero, de una rica tela que tejió la Primavera sembrada de rosas y de claveles, y entre flor y flor alternó un G, tantas como flores, sirviendo de ingeniosas cifras en que unos leían gracioso, otros galán, gustoso, gallardo, grato y grande, aforrado en candidos armiños, todo gala, todo gusto, gallardía y gracia; vistió al segundo muy de otro genio, pues de un bocací funesto recamado de espinas y entre ellas otras tantas efes donde cada uno leía lo que no quisiera, feo, fiero, furioso, falto y falso, todo horror, todo fiereza. Salían de casa de su madre a la plaza o a la escuela, y al primero en todo, todos cuantos le veían le llamaban, abríanle las puertas de sus corazones, todo el mundo se iba tras él, teniéndose por dichosos los que le podían ver, cuanto más haber. El otro desvalido no hallaba puerta abierta, y así andaba a sombra de tejados, todos huían dél; si quería entrar en alguna casa, dábanle con la puerta en los ojos, y si porfiaba, muchos golpes, con lo cual no hallaba dónde parar: vivía (o moría) quien tan triste llegó al no poderse sufrir él a sí mismo, y así tomó por partido despeñarse para despenarse, escogiendo antes morir para vivir, que vivir para morir. Mas como la discreción es pasto de la melancolía, pensó una traza, que siempre valió más que la fuerza: conociendo cuán poderoso es el Engaño y los prodigios que obra cada día, determinó ir en busca suya una noche, que hasta la luz y él se aborrecían. Comenzó a buscarle, mas no le podía descubrir: en mil partes le decían estaría, y en ninguna le topaba. Persuadióse le hallaría en casa de los engañadores, y así fue primero a la del Tiempo. Éste le dijo que no, que antes él procuraba desengañar a todos, sino que le creen tarde. Pasó a la del Mundo, tenido por embustero, y respondióle que por ningún caso, que él a nadie engaña, aunque lo desea: que los mismos hombres son los que se engañan a sí mismos, se ciegan y se quieren engañar. Fue a la misma Mentira, que la halló en todas partes; díjola a quién buscaba, y respondióle ella:

—Anda, necio, ¿cómo te tengo yo de decir la verdad?

—Según eso, la Verdad me lo dirá —dijo él—; pero ¿dónde la hallaré? Más dificultoso será eso, que si al Engaño no le puedo descubrir en todo el mundo, ¡cuánto menos la Verdad!

Fuese a casa la Hipocresía teniendo por cierto estaría allí; mas ésta le engañó con el mismo engaño, porque torciendo el cuello a par de la intención, encogiéndose de hombros, frunciendo los labios, arqueando las cejas, levantando los ojos al cielo que todo un hombre ocupa, con la voz muy mirlada le aseguró no conocía tal personaje ni le había hablado en su vida, cuando estaba amigada con él. Partió a casa de la Adulación, que era un palacio, y ésta le dijo:

—Yo, aunque miento, no engaño, porque echo las mentiras tan grandes y tan claras, que el más simple las conocerá: bien saben ellos que yo miento, pero dicen que con todo eso se huelgan, y me pagan.

—¡Que es posible, se lamentaba, que esté el mundo lleno de engaños y que yo no le halle! Parece ésta pesquisa de Aragón. Sin duda estará en algún casamiento: vamos allá. Preguntó al marido, preguntó a la mujer, y respondiéronle ambos habían sido tantas y tan recíprocas de una y otra parte las mentiras, que ninguno podía quejarse de ser el engañado. ¿Si estaría en casa los mercaderes, entre mohatras paliadas y desnudos acreedores? Respondiéronle que no, porque no hay engaño donde ya se sabe que le hay. Lo mismo dijeron los oficiales, que fue de botica en botica, asegurándole en todas que al que ya lo sabe y quiere, no se le hace agravio. Estaba desesperado sin saber ya dónde ir.

—Pues yo le he de buscar —dijo—, aunque sea en casa del diablo.

Fuese allá, que era una Genova, digo una Ginebra. Mas éste se enojó fieramente, y dando voces endiabladas decía:

—¿Yo engaño, yo engaño? ¡Qué bueno es eso para mí! Antes yo hablo claro a todo el mundo, yo no prometo cielos, sino infiernos acá, y allá fuegos, que no paraísos; y con todo eso, los más me siguen y hacen mi voluntad; pues ¿en qué está el engaño?

—Conoció decía esta vez la verdad, y quitósele delante. Echó por otro rumbo, determinó ir a buscarle a casa los engañados, los buenos hombres, los crédulos y candidos, gente toda fácil de engañar. Mas todos ellos le dijeron que por ningún caso estaba allí, sino en casa de los engañadores; que aquellos son los verdaderos necios, porque el que engaña a otro, siempre se engaña y daña más a sí mismo.

—¿Qué es esto? —decía—; los engañadores me dicen que los engañados se los llevaron; estos me responden que aquellos se quedan con él. Yo creo que unos y otros le tienen en su casa, y ninguno se lo piensa.

Yendo desta suerte, le topó a él la Sabiduría, que no él a ella, y como sabedora de todo, le dijo:

—Perdido, qué buscas otro que a ti mismo, ¿no ves tú que el Engaño no le halla quien le busca, y que en descubriéndole ya no es él? Ve a casa alguno de aquellos que se engañan a sí mismos, que allí no puede faltar.

Entró en casa de un confiado, de un presumido, de un avaro, de un envidioso, y hallóle muy disimulado con afeites de verdad. Comunicóle sus desdichas y consultóle su remedio. Míroselo el Engaño muy bien, cuanto peor, y díjole:

—Tú eres el Mal, que tu mala catadura te lo dice; tú eres la maldad, más fea aún de lo que pareces. Pero ten buen ánimo, que no faltará diligencia ni inteligencia. Huélgome se ofrezcan ocasiones como ésta para que luzga mi poder. ¡Oh qué par haremos ambos! Anímate, que si el primer paso en la medicina es conocer la raíz del mal, yo la descubro en tu dolencia, como si la tocase con las manos. Yo conozco muy bien los hombres, aunque ellos no me conocen a mí; yo sé bien de qué pie cojea su mala voluntad, y advierte que no te aborrecen a ti por ser malo, que no por cierto, sino porque lo pareces por ese mal vestido que tú llevas; esos abrojos son los que les lastiman, que si tú fueras cubierto de flores, yo sé te quisieran. Pero déjame hacer, que yo barajaré las cosas de modo que tú seas el adorado de todo el mundo y tu hermano aborrecido; ya la tengo pensada, que no será la primera ni la última.

Asiéndole de la mano, se fueron pareados a casa de la Fortuna. Saludóla con todo el cumplimiento que él suele y encandilóla tan bien, que fue menester poco para una ciega. Ofreciósele por mozo, de guía, representándola su necesidad y las muchas conveniencias; abonóle el hijuelo de fiel y de entendido (pues sabe muchos puntos más que el diablo su discípulo); sobre todo, que no quería otra paga sino sus venturas. Y no se engañaba, que no hay renta como la puerta falsa de la ambición. Calidades eran todas muy a cuento, si no muy a propósito para mozo de ciego, y así le admitió la Fortuna en su casa, que es todo el mundo. Comenzó al mismo instante a revolverlo todo, sin dejar cosa en su lugar, ni aun tiempo. Guíala siempre al revés: si ella quiere ir a casa un virtuoso, él la lleva a la de un malo y otro peor; cuando había de correr, la detiene, y cuando había de ir con tiento, vuela; barájale las acciones, trueca todo cuanto da; el bien que ella quería dar al sabio, hace lo dé al ignorante; el favor que va a hacer al valiente, lo encamina al cobarde. Equivócale las manos cada punto para que reparta las felicidades y desdichas en quien no las merece; incítala a que esgrima el palo sin razón, y a tontas y a ciegas la hace sacudir palos de ciego en los buenos y virtuosos; pega un revés de pobreza al hombre más entendido, y da la mano a un embustero, que por eso están hoy tan validos. ¡Qué de golpes la ha hecho errar! Acabó de uno con un don Baltasar de Zúñiga, cuando había de comenzar a vivir; acabó con un duque del Infantado, un marqués de Aitona y otros semejantes cuando más era menester. Dio un revés de pobreza a un don Luis de Góngora, a un Agustín de Barbosa y otros hombres eminentes. Cuando debiera hacerles muchas mercedes, erró el golpe también. Y excusábase el bellacón diciendo:

—Vivieran ésos en tiempo de un León Décimo, de un rey Francisco de Francia, que éste no es su siglo.

¡Qué disfavores no hizo un marqués de Torrecuso! Y jactábase dello diciendo:

—¿Qué hiciéramos sin guerra? Ya estuviera olvidada.

También fue errar el golpe darle un balazo a don Martín de Aragón, conociéndose bien presto su falta. Iba a dar la Fortuna un capelo a un Azpilcueta Navarro, que hubiera honrado el Sacro Colegio, mas pególa en la mano un tal golpazo, que lo echó en tierra, acudiendo a recogerlo un clerizón, y riéndose el picarón, decía:

—¡Eh!, que no pudiéramos vivir con estos tales; bástales su fama. Estos otros sí, que lo reciben humildes y lo pagan agradecidos.

Fue a dar a la monarquía de España muchas felicidades por verla tan católica, como había hecho siempre dándole las Indias y otros muchos reinos y victorias, y el belitre, la dio tal encontrón, que saltaron acullá a Francia con espanto de todo el mundo. Él se excusaba con decir que se había acabado ya la semilla de los cuerdos en España y de los temerarios en Francia. Y por desmentir el odio que le acumulaba ya su malicia, dio algunas vitorias a la república de Venecia contra el poder otomano, y sola, sin Liga, cosa que ha admirado al mundo: excusándose con el Tiempo, que se cansa ya de llevar a cuestas la felicidad otomana más a fuerza que de industria. Desta suerte fue barajando todas las cosas y casos, tanto, que así las dichas como las desdichas se hallaban en los que menos las merecían. Llegando ya a ejecutar su primer intento, observó allá a la noche, cuando la Fortuna desnudaba sus dos hijos (que de nadie los fiaba), dónde ponía los vestidos de cada uno: que eso siempre era con cuidado en diferentes puestos, porque no se confundiesen; acudió, pues, el Engaño y sin ser sentido trocó los vestidos, mudó los del Bien al puesto del Mal y los del Mal al del Bien. A la mañana, la Fortuna, tan descuidada como ciega, vistió a la Virtud del vaquerillo de las espinas sin más reparar, y al contrario, el de las flores púsoselo al Vicio, con que quedó éste muy galán, y él que se ayudó con afeites del Engaño. No había quien lo conociese, todos se iban tras él, metíanle en sus casas, creyendo llevaban el Bien. Algunos lo advinieron a costa de la experiencia, y dijéronlo a los otros; pocos lo creyeron, y como le veían tan agradable y florido, prosiguieron en su engaño. Desde aquel día la Virtud y la Maldad andan trocadas y todo el mundo engañado o engañándose: los que abrazan la Maldad por aquel cebillo del deleite, hállanse después burlados, dan tarde en la cuenta y dicen arrepentidos:

—No está aquí el verdadero bien, éste es el mal de los males: luego errado habemos el camino.

Al contrario, los que desengañados apechugan con la Virtud, aunque al principio les parece áspera y sembrada de espinas, pero al fin hallan el verdadero contento y alégranse de tener tanto bien en sus conciencias. ¡Qué florida le parece a éste la hermosura, y qué lastimado queda después con mil achaques! ¡Qué lozana al otro la mocedad, pero cuán presto se marchita! ¡Qué plausible se le representa al ambicioso la dignidad, vestido viene el cargo de estimación, mas qué pesado le halla después gimiendo so la carga! ¡Qué gustosa imagina el sanguinario la venganza, cómo se relame en la sangre del enemigo, y después, si le dejan, toda la vida anda basqueando lo que los agraviados no pueden digerir! Hasta el agua hurtada es más sabrosa. Chupa la sangre del pobrecillo ricazo de rapiña, mas después, ¡con qué violencia la trueca al restituirla!: dígalo la madre del milano. Traga el glotón exquisitos manjares, saboréase con los preciosos vinos, y después ¡cómo lo grita en la gota! No pierde el deshonesto coyuntura en su bestial deleite y pagólo con dolor de todas las de su flaco cuerpo. Abraza espinas en riquezas el avaro, pues no le dejan dormir, y sin poderlas gozar deja en ellas lastimado el corazón. Todos éstos pensaron traer a su casa el Bien vestido del Gusto, y de verdad que no es sino el Mal solapado; no el contento, sino el tormento tan bien merecido de su engaño. Pero, al contrario, ¡qué dificultosa y cuesta arriba se le hace al otro la virtud, y después qué satisfacción la de la buena conciencia! ¡Qué horror el de la abstinencia! y en ella consiste la salud del cuerpo y alma. Intolerable se le representa la continencia, y en ella se halla el contento verdadero, la vida, la salud y la libertad. El que se contenta con una medianía, ése vive. El manso de corazón, posee la tierra: desabrido se le propone el perdón del enemigo pero ¡qué paz se le sigue y qué honra se consigue! ¡Qué frutos tan dulces se cogen de la raíz amarga de la mortificación! Melancólico parece el silencio, mas al sabio nunca le pesó de haber callado. De suerte que desde entonces la Virtud anda vestida de espinas por fuera, y de flores por dentro, al contrario del Vicio. Conozcámoslos y abracémonos con aquélla a pesar del engaño tan común cuan vulgar.

A vistas estaba[n] ya de la Corte, y mirando Andrenio a Madrid con fruición grande, preguntóle el Sabio:

—¿Qué ves en cuanto miras?

—Veo —dijo él— una real madre de tantas naciones, una corona de dos mundos, un centro de tantos reinos, un joyel de entrambas Indias, un nido del mismo fénix y una esfera del Sol Católico, coronado de prendas en rayos y de blasones en luces.

—Pues yo veo —dijo Critilo— una Babilonia de confusiones, una Lutecia de inmundicias, una Roma de mutaciones, un Palermo de volcanes, una Constantinopla de nieblas, un Londres de pestilencias y un Argel de cautiverios.

—Yo veo —dijo el Sabio— a Madrid, madre de todo lo bueno, mirada por una parte, y madrastra por la otra, que así como en la Corte acuden todas las perfecciones del mundo, mucho más todos los vicios, pues los que vienen a ella nunca traen lo bueno, sino lo malo, de sus patrias. Aquí yo no entro aunque se diga que me volví del puente Milvio. Y con esto, despidióse. Fueron entrando Critilo y Andrenio, como industriados, por la espaciosa calle de Toledo. Toparon luego una de aquellas tiendas donde se feria el saber. Encaminóse Critilo a ella y pidió al librero si tendría un Ovillo de oro que venderles. No le entendió, que leer libros por los títulos no hace entendidos, pero sí un otro, que allí estaba de asiento, graduado cortesano por años y suficiencia:

—¡Eh!, que no piden —le dijo— sino una aguja de marear en este golfo de Circes.

—Menos lo entiendo ahora —respondió el librero—. Aquí no se vende oro ni plata, sino libros, que son mucho más preciosos.

—Eso, pues, buscamos —dijo Critilo—, y entre ellos alguno que nos dé avisos para no perdernos en este laberinto cortesano.

—De suerte, señores, que ahora llegáis nuevos. Pues aquí os tengo ese librillo, no tomo, sino átomo, pero que os guiará al norte de la misma felicidad.

—Esa buscamos.

—Aquí la tenéis; a éste le he visto yo hacer prodigios, porque es arte de ser personas y de tratar con ellas.

Tomóle Critilo, leyó el título, que decía: El Galateo Cortesano.

—¿Qué vale? —preguntó.

—Señor —respondió el librero—, no tiene precio: mucho le vale al que le lleva. Estos libros no los vendemos, sino que los empeñamos por un par de reales, que no hay bastante oro ni plata para apreciarlos. Oyendo esto el cortesano, dio una tan descompuesta risada, que causó no poca admiración a Critilo y mucho enfado al librero. Y preguntóle la causa.

—Porque es digno de risa lo que decís —respondió él— y cuanto este libro enseña.

—Ya veo yo —dijo el librero— que el Galateo no es más que la cartilla del arte de ser personas y que no enseña más del ab, pero no se puede negar que sea un brinquiño de oro, tan plausible como importante; y aunque pequeño, hace grandes hombres, pues enseña a serlo.

—Lo que menos hace es eso —replicó el cortesano—. Este libro (dijo tomándole en las manos) aún valdría algo si se practicase todo al revés de lo que enseña. En aquel buen tiempo cuando los hombres lo eran, digo buenos hombres, fueran admirables estas reglas; pero ahora en los tiempos que alcanzamos, no valen cosa. Todas las liciones que aquí encarga eran del tiempo de las ballestas, mas ahora, que es el de las gafas, creedme que no aprovechan, Y para que os desengañéis, oíd ésta de las primeras: dice, pues, que el discreto cortesano, cuando esté hablando con alguno, no le mire al rostro y mucho menos de hito en hito como si viese misterios en los ojos. ¡Mirad qué buena regla ésta para estos tiempos, cuando no están ya las lenguas asidas al corazón! Pues ¿dónde le ha de mirar? ¿Al pecho? Eso fuera, si tuviera en él la ventanilla que deseaba Momo. Si aun mirándole a la cara que hace, al semblante que muda, no puede el más atento sacar traslado del interior, ¿qué seria si no le mirase? Mírele y remírele, y de hito en hito, y aun plegue a Dios que dé en el hito de la intención y crea que ve misterios; léale el alma en el semblante, note si muda colores, si arquea las cejas: brujuléele el corazón. Esta regla, como digo, quédese para aquella cortesía del buen tiempo, si ya no la entiende algún discreto por activa, procurando conseguir aquella inestimable felicidad de no tener que mirar a otro a la cara. Oíd esta otra, que a mí me da gran gusto siempre que la leo: pondera el autor que es una bárbara asquerosidad, después de haberse sonado las narices, ponerse a mirar en el lienzo la inmundicia, como si echasen perlas o diamante del celebro.

—Pues ésa, señor mío —dijo Critilo— es una advertencia tan cortesana cuan precisa, si ya no prolija, mas para la necedad nunca sobran avisos.

—Que no —replicó el cortesano—, que no lo entendéis. Perdoneme el autor, y enseñe todo lo contrario. Diga que sí, que miren todos y vean lo que son en lo que echan; advierte el otro presumido de bachiller y conózcase que es un rapaz mocoso que aún no discurre ni sabe su mano derecha, no se desvanezca; entienda el otro que se estima de nasudo y de sagaz que no son sentencias ni sutilezas las que piensa, sino crasicies que distila del alambique de su nariz aguileña; persuádase la otra linda que no es tan ángel como la mienten ni es ámbar lo que alienta, sino que es un albañar afeitado; desengáñese Alejandro que no es hijo de Júpiter, sino de la pudrición y nieto de la nada; entienda todo divino que es muy humano, y todo desvanecido que por más viento que tenga en ella cabeza, y por más humo, todo viene a resolverse en asco, y cuando más sonado, más mocoso. ¡Eh!, conozcamos todos y entendamos que somos unos sacos de hediondez: cuando niños mocos; cuando viejos flemas, y cuando hombres postemas. Esta otra que se sigue, es totalmente superflua. Dice que por ningún caso el cortesano, estando con otros, se saque la cera de los oídos, ni la esté retorciendo con los dedos, como quien hace fideos. Pregunto, señores, ¿quién hay que pueda hacer esto? ¿A quién han dejado ya cera en los oídos unos y otras, aquéllos y éstas, cuanto menos, que sobre para hacer fideos? Mas sin cera está la era. Lo que él había de encargar es que no nos la sacasen tanto embestidor, tanta arpía, tanto agarrador, tanto escribano, y otros que callo. Pero con la que estoy muy mal es con aquella otra que enseña que es grande vulgaridad, estando en un corrillo o conversación, sacar las tijerillas del estuche y ponerse muy de propósito a cortar las uñas. Esta la tengo por muy perniciosa doctrina, porque a más de que ellos se tienen buen cuidado de no cortárselas ni aun en secreto, cuanto menos en público, fuera mejor que mandara se las cortaran delante de todo el mundo, como hizo el almirante en Napoles, pues todo él está escandalizado de ver algunos cuán largas las tienen. Que sí, sí, saquen tijeras, aunque sean de tundir, mas no de trasquilar, y córtense esas uñas de rapiña y atúsenlas hasta las mismas manos cuando las tienen tan largas. Algunos hombres hay caritativos, que suelen acudir a los hospitales a cortarles las uñas a los pobres enfermos: gran caridad es por cierto, pero no fuera malo ir a las casas de los ricos y cortarles aquellas uñas gavilanes con que se hicieron hidalgos de rapiña y desnudaron a estos pobrecitos y los pusieron por puertas y aun los echaron en el hospital. Tampoco tenía que encargar aquello de quitar el sombrero con tiempo: gran liberalidad de cortesía es ésta; no sólo quitan ya el sombrero, sino la capa y la ropilla, hasta la camisa, hasta el pellejo, pues desuellan al más hombre de bien, y dicen que le hacen mucha cortesía; guardan otros tanto esta regla, que se entran de gorra en todas partes. A esta traza, os aseguro que no hay regla con regla. Ésta que leo aquí es sin duda contra toda buena moralidad: yo no sé cómo no la han prohibido. Dice que cuando uno se pasea, no vaya con cuidado a no pisar las rayas, ni atienda a poner el pie en medio, sino donde se cayere. ¡No digo yo! En lugar de aconsejar al cortesano que atienda mucho a no pisar la raya de la razón ni a pasarla, que esté muy a la raya de la ley de Dios, que lo contrario es quemarse, y que no pase los límites de su estado, que por eso tantos han caído; que no pise la regla, sino en espacio, que eso es compasarse y medirse; que no alargue más el brazo ni el pie de lo que puede. Todo esto le aconsejaría yo. Que mire dónde pone el pie y cómo lo asienta, vea dónde entra y dónde sale, pise firme siempre en el medio y no vaya por extremos, que son peligrosos en todo: y eso es andar bien. Señor, que no vaya hablando consigo, que es necedad. Pues ¿con quién mejor puede hablar que consigo mismo? ¿Qué amigo más fiel? Háblese a sí y dígase la verdad, que ningún otro se la dirá; pregúntese y oiga lo que le dice su conciencia, aconséjese bien, dé y tome consigo, y crea que todos los demás le engañan y que ningún otro le guardará secreto, ni aun la camisa al rey don Pedro. Que no pegue de golpes hablando, que es aporrear alma y cuerpo. Dice bien, si el otro escucha; pero ¿si hace el sordo, y a veces a lo que más importa? Pues ¿qué si duerme? Menester es despertarle. Y hay algunos que aun a mazadas no les entran las cosas, ni se hacen capaces de la razón. ¿Qué ha de hacer un hombre, si no le entienden ni le atienden? Por fuerza ha de haber mazos en el hablar, ya que los hay en el entender. Que no hable recio ni muy alto, que desdice de la gravedad. Según con quien habla. Crea que no son buenas palabras de seda para orejas de buriel. Pues qué otra está que no haga acciones con las manos cuando habla, ni bracee, que parece que nada, ni saque el índice, que parece que pesca. No fuera malo aquí distinguir de los que las tienen malas a los que buenas; y las que se precian de ellas toman aquí el cielo con las manos. Con licencia deste autor, yo diría lo contrario, que haga y diga, no sea todo palabras, haya acción y ejecución también, hable de veras; si tiene buena mano, póngala en todo. Así, como tiene algunas reglas superfluas, otras tiene muy frías, como lo es ésta: que no se acerque mucho cuando hablare, ni salpique, que verdaderamente hay algunos poco atentos en esto que deberían avisar antes de abrir la boca y decir: ¡Agua va!, para que se apartasen los oyentes o se vistiesen los albornoces; y de ordinario, éstos hablan sin escampar. Yo, señores, por más dañoso tengo el echar fuego por la boca que agua, y más son los que arrojan llamas de malignidad, de murmuración, de cizaña, de torpeza y aun de escándalo: harto peor es echar espumajos sin decir primero: ¡cólera va! Reprehenda el vomitar veneno, que ya niñería es el escupir: poco mal puede hacer una rociada de perdigones; Dios nos libre de la bala rasa de la injuria, de la jara de una varilla, de la bomba de una traición, de las picas en picones y de la artillería del artificio maldiciente. También hay algunas muy ridiculas, como aquella otra que cuando hablare con alguno, no le esté pasando la mano por el pecho ni madurando los botones de la ropilla, hasta hacerlos caer apuro retorcerlos. ¡Eh, que sí! Déjeles tomar el pulso en el pecho y dar un tiento al corazón, déjeles examinar si palpita, tienten también si tienen almilla en los botones, que hay hombres que aun allí no la tienen; tírenle de la manga al que se desmanda y de la aldilla al que se estira, porque no salga de sí. Ésta que se sigue, en ninguna república se platica, ni aun en la de Venecia; era del tiempo antiguo: que no coma a dos carrillos, que es una grande fealdad. Veis aquí una lición que las más lindas la platican menos, antes dicen que están más hermosas de la otra suerte y se les luce más. Que no ría mucho ni muy alto dando grandes risadas. Hay tantas y tales monstruosidades en el mundo, que no basta ya reír debajo de la nariz, aunque frescamente a su sombra. Va otra semejante, que no coma con la boca cerrada. Por cierto sí. ¡Qué buena regla ésta para este tiempo, cuando andan tantos a la sopa! Aun de ese modo no está seguro el bocado, que nos lo quitan de la misma boca: ¡qué sería a boca abierta! No habría menester más el otro que come y bebe de cortesía. A más de que en ninguna ocasión importa tanto tenerla cerrada y con candados que cuando se come y se bebe. Así lo observó el célebre marqués Espínola, cuando le convidó a su mesa el atento Henrico. Y para ser nimio y menudo de todas maneras, encarga ahora que su cortesano de ningún modo regüelde, que aunque es salud, es grosería. Créame y déjelos que echen fuera el viento de que están ahitos, y más llenos, cuando más vacíos. ¡Ojalá acabaran de despedir de una vez todo el que tienen en aquellas cabezas!, que tengo para mí que por eso al que estornuda le ayuda Dios a echar el viento de su vanidad y le damos la norabuena. Conozcan en la hediondez del aliento cómo se gasta el aire, cuando no está en su lugar. Sólo un consejo me contentó mucho del Galateo y me pareció muy sustancial, para que se verifique aquel dicho común que no hay libro sin algo bueno: encarga, pues, por capital precepto y como el fundamento de toda su obra cortesana que el galante Galateo procure tener los bienes de fortuna para vivir con lucimiento, que sobre esta basa de oro le han de levantar la estatua de cortesía, discreción, galantería, despejo y todas las demás prendas de un varón culto y perfecto, y advierta que si fuere pobre jamás será ni entendido, ni cortés, ni galante, ni gustoso. Y esto es lo que yo siento del Galateo.

—Pues si ése no os contenta —dijo el librero—, porque no instruye sino en la cortesía material, no da más de una capa de personas, una corteza de hombres, aquí está la juiciosa y grave instrucción del prudente Juan de Vega a su hijo cuando le enviaba a la Corte. Realzó esa misma instrucción, que no la comentó, muy a lo señor y portugués, que es cuanto decir se puede, el conde de Portalegre en semejante ocasión de enviar otro hijo a la Corte.

—Es grande obra —dijo el Cortesano—, y sobrado grande, pues es sólo para grandes personajes, y yo no tengo por buen oficial al que quiere calzar a un enano el zapato de un gigante.

—Creedme que no hay otro libro ni arte más a propósito, que parece la escribió viendo lo que en Madrid pasa.

—Ya sé que me tendréis por paradojo y aun estoico, pero más importa la verdad: digo que el libro que habéis de buscar y leerlo de cabo a cabo, es la célebre Ulisiada de Homero. Aguarda, no os admiréis hasta que me declare. ¿Qué, pensáis que el peligroso golfo que él describe, es aquel de Sicilia, y que las sirenas están acullá en aquellas Sirtes con sus caras de mujeres y sus colas de pescados, la Circe encantadora en su isla y el soberbio cíclope en su cueva? Sabed que el peligroso mar es la Corte, con la Scila de sus engaños y la Caribdis de sus mentiras. ¿Veis esas mujeres que pasan tan prendidas de libres y tan compuestas de disolutas? Pues ésas son las verdaderas sirenas y falsas hembras con sus fines monstruosos y amargos dejos; ni basta que el cauto Ulises se tapie los oídos; menester es que se ate al firme mástil de la virtud y encamine la proa del saber al puerto de la seguridad, huyendo de sus encantos. Hay encantadoras Circes, que a muchos que entraron hombres los han convertido en brutos. ¿Qué diré de tantos cíclopes, tan necios como arrogantes, con sólo un ojo, puesta la mira en su gusto y presunción? Este libro os digo que repaséis, que él os ha de encaminar para que como Ulises escapéis de tanto escollo como os espera y tanto monstruo como os amenaza.

Tomaron su consejo y fueron entrando en la Corte, experimentando al pie de la letra lo que el Cortesano les había prevenido y Ulises enseñado. No encontraron pariente, ni amigo, ni conocido, por lo pobre. No podían descubrir su deseada Felisinda. Viéndose, pues, tan solos y tan desfavorecidos, determinó Critilo probar la virtud de ciertas piedras orientales muy preciosas, que había escapado de sus naufragios; sobre todo quiso hacer experiencia de un finísimo diamante, por ver si vencería tan grandes dificultades su firmeza, y una rica esmeralda, si conciliaba las voluntades, como escriben los filósofos. Sacólas a luz, mostrólas, y al mismo punto obraron maravillosos efectos, porque comenzaron a ganar amigos: todos se les hacían parientes y aun había quien decía eran de la mejor sangre de España, galanes, entendidos y discretos. Fue tal el ruido que hizo un diamante que se les cayó en su empeño de algunos centenares, que se oyó por todo Madrid, con que los embistieron enjambres de amigos, de conocidos y de parientes, más primos que un rey, más sobrinos que un papa.

Pero el caso más agradablemente raro fue el que le sucedió a Andrenio desde la calle Mayor a Palacio. Llegóse a él un pajecillo, galán de librea y libre de desenfado, que desenvainando una hoja en un billete le dejó tan cortado, que no acertó a descartarse Andrenio; antes, brujuleándole, descubrió una prima su servidora en la firma; dábale la bienvenida a la Corte y muchas quejas de que siendo tan propio se hubiese portado tan extraño; suplicábale se dejase ver, que allí estaba aquel paje para que le guiase y le sirviese. Quedó atónito Andrenio, oyendo el reclamo de prima, cuando él no creía tener madre. Y llevado más de su curioso deseo que del ajeno agasajo, asistido del pajecillo, tomó el rumbo para la casa. Lo que aquí vio en maravillas y le sucedió en portentos, dirá la siguiente crisi.