El Criticón (Primera parte)/Crisi X
CRISI DÉCIMA.
El mal paso del salteo
Vulgar desorden es entre los hombres hacer (de los fines) medios y de los medios hacer fines: lo que ha de ser de paso toman de asiento y del camino hacen descanso; comienzan por donde han de acabar, y acaban por el principio. Introdujo la sabia y próvida naturaleza el deleite para que fuese medio de las operaciones de la vida, alivio instrumental de sus más enfadosas funciones: que fue un grande arbitrio para facilitar lo más penoso del vivir. Pero aquí es donde el hombre más se desbarata, pues, más bruto que las bestias, degenerando de sí mismo, hace fin del deleite y de la vida hace medio para el gusto: no come ya para vivir, sino que vive para comer; no descansa para trabajar, sino que no trabaja por dormir; no pretende la propagación de su especie, sino la de su lujuria; no estudia para saberse, sino para desconocerse; ni habla por necesidad, sino por el gusto de la murmuración. De suerte que no gusta de vivir, sino que vive de gustar. De aquí es que todos los vicios han hecho su caudillo al deleite: él es el muñidor de los apetitos, precursor de los antojos, adalid de las pasiones, y el que trae arrastrados los hombres, tirándole a cada uno su deleite. Atienda, pues, el varón sabio a enmendar tan general desconcierto. Y para que estudie en el ajeno daño, oiga lo que le sucedió al sagaz Critilo y al incato Andrenio.
—¿Hasta cuándo, ¡oh canalla inculta!, habéis de abusar de mis atenciones? —dijo enojada Artemia, más constante cuando más arriesgada—. ¿Hasta cuándo ha de burlarse de mi saber vuestra barbaridad? ¿Hasta dónde ha de llegar en despeñarse vuestra ignorante audacia? Júroos que, pues me llamáis encantadora y maga, que esta misma tarde, en castigo de vuestra necedad, he de hacer un conjuro tan poderoso, que el mismo sol me vengue retirando sus lucientes rayos: que no hay mayor castigo que dejaros a escuras en la ceguera de vuestra vulgaridad.
Tratólos como ellos merecían, y conocióse bien que con la gente vil obra más el rigor que la bizarría, pues quedaron tan aterrados cuan persuadidos de su mágica potencia; y ya helados, no trataron de pegar fuego al palacio, como lo intentaban. Acabaron de perderse de ánimo cuando vieron que realmente el mismo sol comenzó a negar su luz eclipsándose por puntos, y temiendo no se conjurase también contra ellos la tierra en terremotos (que a veces todos los elementos suelen mancomunarse contra el perseguido), dieron todos a huir desalentados, achaque ordinario de motines, que si con furor se levantan, con panático terror se desvanecen; corrían a escuras, tropezando unos con otros, como desdichados. Tuvo, con esto, tiempo de salir la sabia Artemia con toda su culta familia; y lo que más ella estimó fue el poder escapar de aquel bárbaro incendio los tesoros de la observación curiosa que ella tanto estima y guarda en libros, papeles, dibujos, tablas, modelos y en instrumentos varios. Fuéronla cortejando y asistiendo nuestros dos viandantes Critilo y Andrenio. Iba éste espantado de un portento semejante, teniendo por averiguado que se extendía su mágico poder hasta las estrellas y que el mismo sol la obedecía; mirábala con más veneración y dobló el aplauso. Pero desengañóle Critilo diciendo cómo el eclipse de sol había sido efecto natural de las celestes vueltas, contigente en aquella sazón, previsto de Artemia por las noticias astronómicas, y que se valió dél en la ocasión, haciendo artificio lo que era natural efecto.
Discurrióse mucho dónde irían a parar, consultándolo Artemia con sus sabios, resuelta de no entrar más en villa alguna: y así lo cumple hasta hoy. Propusiéronse varios puestos. Inclinábase mucho ella a la dos veces buena Lisboa, no tanto por ser la mayor población de España, uno de los tres emporios de la Europa (que si a otras ciudades se les reparten los renombres, ella los tiene juntos, fidalga, rica, sana y abundante), cuando porque jamás se halló portugués necio, en prueba de que fue su fundador el sagaz Ulises. Mas retardóla mucho, no su fantástica nacionalidad, sino su confusión, tan contraria a sus quietas especulaciones. Tirábala después la coronada Madrid, centro de la monarquía, donde concurre todo lo bueno en eminencias, pero desagradábala otro tanto malo, causándola asco, no la inmundicia de sus calles, sino de los corazones, aquel nunca haber podido perder los resabios de villa y el ser una Babilonia de naciones no bien alojadas. De Sevilla no había que tratar, por estar apoderada de ella la vil ganancia, su gran contraria, estómago indigesto de la plata, cuyos moradores ni bien son blancos ni bien negros, donde se habla mucho y se obra poco, achaque de toda Andalucía. A Granada también la hizo la cruz, y a Córdoba un calvario. De Salamanca se dijeron leyes, donde no tanto se trata de hacer personas, cuanto letrados, plaza de armas contra las haciendas. La abundante Zaragoza, cabeza de Aragón, madre de insignes reyes, basa de la mayor columna y columna de la fe católica en santuarios y hermosa de edificios, poblada de buenos, así como todo Aragón de gente sin embeleco, parecíale muy bien, pero echaba mucho de menos la grandeza de los corazones y espantábala aquel proseguir en la primera necedad. Agradábala mucho la alegre, florida y noble Valencia, llena de todo lo que no es sustancia; pero temióse que con la misma facilidad con que la recibirían hoy la echarían mañana. Barcelona, aunque rica cuando Dios quería, escala de Italia, paradero del oro, regida de sabios entre tanta barbaridad, no la juzgó por segura, porque siempre se ha de caminar por ella con la barba sobre el hombro. León y Burgos estaban muy a la montaña, entre más miseria que pobreza. Santiago, cosa de Galicia. Valladolid le pareció muy bien y estuvo determinada de ir allá, porque juzgó se hallaría la verdad en medio de aquella llaneza, pero arrepintióse como la Corte, que huele aún a lo que fue y está muy a lo de Campos. De Pamplona no se hizo mención, por tener más de corta que de corte, y como es un punto, toda es puntos y puntillos Navarra.
Al fin fue preferida la imperial Toledo, a voto de la Católica Reina, cuando decía que nunca se hallaba necia sino en esta oficina de personas, taller de la discreción, escuela del bien hablar, toda Corte, ciudad toda, y más después que la esponja de Madrid le ha chupado las heces, donde aunque entre, pero no duerme la villanía. En otras partes tienen el ingenio en las manos, aquí en el pico: si bien censuraron algunos que sin fondo y que se conocen pocos ingenios toledanos de profundidad y de sustancia. Con todo, estuvo firme Artemia, diciendo:
—¡Ea!, qué más dice aquí una mujer en una palabra, que en Atenas un filósofo en todo un libro. Vamos a este centro, no tanto material, cuanto formal de España. Fuese encaminando allá con toda su cultura. Siguiéronla Critilo y Andrenio, con no poco provecho suyo, hasta aquel puesto donde se parte camino para Madrid. Comunicáronla aquí su precisa conveniencia de ir a la Corte en busca de Felisinda, redimiendo su licencia a precio de agradecimientos. Concediósela Artemia en bien importantes instrucciones, diciéndoles:
—Pues os es preciso el ir allá, que no conviene de otra suerte, atended mucho a no errar el camino, porque hay muchos que llevan allá.
—Según eso, no nos podemos perder —replicó Andrenio.
—Antes sí, y aun por eso, que en el mismo camino real se perdieron no pocos; y así, no vais por el vulgar de ver, que es el de la Necedad, ni por el de la Pretensión, que es muy largo, nunca acabar; el del Litigio es muy costoso, a más de ser prolijo; el de la Soberbia es desconocido, y allí de nadie se hace caso y de todos casa; el del Interés es de pocos, y ésos extranjeros; el de la Necesidad es peligroso, que hay gran multitud de halcones en alcándaras de varas; el del Gusto está tan sucio, que pasa de barros y llega el lodo a las narices, de modo que en él se anda apenas; el de Vivir va de priesa, y llégase presto al fin; por el del Servir es morir; por el del Comer nunca se llega; el de la Virtud no se halla, y aun se duda: sólo queda el de la Urgencia, mientras durare. Y creedme que allí ni bien se vive ni bien se muere. Atended también por dónde entráis, que va no poco en esto; porque los más entran por Santa Bárbara y los menos por la calle de Toledo; algunos refinos por la Puente; entran otros y otras por la Puerta del Sol y paran en Antón Martín; pocos por lava pies y muchos por untamanos. Y lo ordinario es no entrar por las puertas, que hay pocas y ésas cerradas, sino entremetiéndose.
Con esto se dividieron: la sabia Artemia al trono de su estimación, y nuestros dos viandantes para el laberinto en la Corte.
Iban celebrando en agradable conferencia las muchas y excelentes prendas de la discreta Artemia, muy fundados en repetir los prodigios que habían visto, ponderando su felicidad en haberla tratado, la utilidad que habían conseguido. En esta conversación iban muy metidos, cuando sin advertirlo dieron en el riesgo de todos uno de los peores pasos de la vida. Vieron que allí cerca había mucha gente detenida, así hombres como mujeres todos maniatados, sin osar rebullirse viéndose despojar de sus bienes.
—Perdidos somos —dijo Critilo—. Aguarda, que habemos dado en uñas de salteadores; que los suele haber crueles en estos curiales caminos. Aquí están robando sin duda, y aun si con eso se contentasen, ventura sería en la desdicha, pero suelen ser tan desalmados, que quitan las vidas y llegan a desollar los rostros a los pasajeros, dejándolos del todo desconocidos.
Quedó helado Andrenio, anticipándose el temor a robarle el color y aun el aliento. Cuando ya pudo hablar:
—¿Qué hacemos —dijo—, que no huimos? Escondámonos, que no nos vean.
—Ya es tarde a lo de Frigia, que es lo necio —respondió Critilo—, que nos han descubierto y nos vocean. Con esto, pasaron adelante a meterse ellos mismos en la trampa de su libertad y en el lazo de su cuello. Miraron a una y otra banda, y vieron una infinidad de pasajeros de todo porte, nobles, plebeyos, ricos, pobres, que ni perdonaban a las mujeres, toda gente moza y todos amarrados a los troncos de sí mesmos. Aquí, suspirando Critilo y gimiendo Andrenio, fueron mirando por todo aquel horrible espectáculo quiénes eran los crueles salteadores, que no podían atinar con ellos; miraban a unos y a otros, y todos los hallaban enlazados. Pues ¿quién ata? En viendo alguno de mal gesto, que eran los más, sospechaban dél.
—¿Si será éste —dijo Andrenio— que mira atravesado, que así tiene el alma?
—Todo se puede creer de un mirar equívoco —respondió Criti lo—, pero más temo yo de aquel tuerto, que nunca suelen hacer éstos cosa a derechas a juicio de la Reina Católica, y era grande. Guárdate de aquel, muchos labios y mala labia, que nos hacen morro siempre. Pues aquel otro de las narices remachadas, tan cruel como iracundo, y si de color de membrillo, cómitre amulatado.
—No será sino aquel del ojo regañado, que tiene andado mucho para verdugo.
—¿Y qué le falta [a] aquel encapotado que mira hosco, amenazando a todos de tempestad?
Oyeron uno que ceceaba y dijeron:
—Éste es, sin duda, que a todos va avisando con su ce ce a que se guarden dél. Pero no, sino aquel que habla aspirando, que parece se traga los hombres cuando alienta. Oyeron a uno hablar gangoso y dieron a huir, entendiéndole la ganga por valiente de Baco y Venus. Toparon con otro peor, que hablaba tan ronco, que sólo se entendía con los jarros. En hablando alguno alterado, presumían dél, y si en catalán, con evidencia. Desta suerte, fueron reconociendo a unos y otros, y a todos los veían rendidos, ninguno delincuente.
—¿Qué es esto —decían—, dónde están los robadores de tantos robados? Pues aquí no hay de aquellos que hurtan a repique de tijera, ni los que nos dejan en cueros cuando nos calzan, los que nos despluman con plumas, los que se descomiden cuando miden ni los que pesan tan pesados. ¿Quién embiste aquí, quién pide prestado, quién cobra, quién ejecuta? Nadie encubre, nadie lisonjea, no hay ministros, no hay de la pluma: pues ¿quién roba? ¿Dónde están los tiranos de tanta libertad?
Esto decía Critilo, cuando respondió una gallarda hembra, entre mujer y entre ángel:
—Ya voy, aguardaos mientras acabo de atar estos dos presumidos que llegaron antes. Era, como digo, una bellísima mujer, nada villana y toda cortesana: hacía buena cara a todos y muy malas obras. Su frente era más rasa que serena; no miraba de mal ojo y a todos hacía dél; las narices tenía blancas, señal de que no se le subía el humo a ellas; sus mejillas eran rosas sin espinas, ni mostraba los dientes, sino otros tantos aljófares al reírse de todos. Tan agradable, que era ocioso el atar, pues con sola su vista cautivaba. Su lengua era sin duda de azúcar, porque sus palabras eran de néctar, y las dos manos hacían un blanco de los afectos, y con tenerlas tan buenas, a nadie daba buena mano ni de mano; y aunque tenía brazo fuerte, de ordinario lo daba a torcer, equivocando el abrazar con el enlazar. De suerte que de ningún modo parecía salteadora quien tan buen parecer tenía. No estaba sola, antes muy asistida de un escuadrón volante de amazonas, igualmente agradables, gustosas y entretenidas, que no cesaban de atar a unos y a otros, ejecutando lo que su capitana les mandaba.
Era de reparar que a cada uno le aprisionaban con las mismas ataduras que él quería, y muchos se las traían consigo y las prevenían para que los atasen. Así, que a unos aprisionaban con cadenas de oro, que era una fuerte atadura; a otros, con esposas de diamantes, que era mayor. Ataron a muchos con guirnaldas de flores y otros pedían que con rosas, imaginando era más coronarles las frentes y las manos. Vieron uno que le ataron con un cabello rubio y delicado, y aunque él se burlaba al principio, conoció después era más fuerte que una gúmena. A las mujeres, de ordinario las ataban, no con cuerdas, sino con hilos de perlas, sartas de corales, listones de resplandor, que parecían algo y valían nada. A los valientes, al mismo Bernardo le aprisionaron después de muchas bravatas, con una banda, quedando él muy ufano. Y lo que más admiró fue que a otros sus camaradas los atraillaron con plumajes y fue una prisión muy segura. Ciertos grandes personajes pretendieron los atasen con unos cordoncillos de que pendían veneras, llaves y eslabones, y porfiaban hasta reventar. Había grillos de oro para unos y de hierro para otros, y todos quedaban igualmente contentos y aprisionados. Lo que más admiró fue que, faltando lazos con que maniatar a tantos, los enlazaban con brazos de mujeres, y muy flacas, a hombres muy robustos; al mismo Hércules, con un hilo delgado y muy al uso, y a Sansón con unos cabellos que le cortaron de su cabeza. Querían ligar a uno con una cadena de oro que él mismo traía, y les rogó no hiciesen tal, sino con una soga de esparto crudo, extremo raro de avaricia. A otro camarada déste le apretaron las manos con los cerraderos de su bolsa, y aseguraron eran de hierro. Añudaron a uno con su propio cuello, que era de cigüeña; a otro, con un estómago de avestruz; hasta con sartas de salados, sabrosos eslabones, ataban algunos, y gustaban tanto de su prisión, que se chupaban los dedos. Salían otros de juicio, de contento de verse atados por las frentes con laureles y con yedras, pero ¿qué mucho, si otros se volvieron locos en tocando las cuerdas?
Desta suerte iban aprisionando aquellas agradables salteadoras a cuantos pasaban por aquel camino de todos, echando lazos a unos a los pies, a otros al cuello, atábanles las manos, vendábanles los ojos y llevábanlos atados tirándoles del corazón. Con todo eso, había una muy desagradable entre todas, que cuantos ataba, se mordían las manos, bocadeándose las carnes hasta roerse las entrañas; atormentábalos a éstos con lo que otros se holgaban, y de la ajena gloria hacían infierno. Otra había bizarramente furiosa, que apretaba los cordeles hasta sacar sangre, y ellos gustaban tanto desto, que se la bebían unos a otros. Y es lo bueno que después de haber maniatado a tantos, aseguraban ellas que no habían atado persona.
Llegaron ya a querer hacer lo mismo de Critilo y de Andrenio. Preguntáronles con qué género de atadura querían ser maniatados. Andrenio, como mozo, resolvióse presto y pidió le atasen con flores, pareciéndole sería más guirnalda que lazo; mas Critilo, viendo que no podía pasar por otro, dijo que le atasen a él con cintas de libros, que pareció bien extraordinaria atadura, pero al fin lo era, y así se ejecutó.
Mandó luego tocar a marchar aquella dulce tirana, y aunque parecía que los llevaban a todos arrastrando de unas cadenillas asidas a los corazones, pero de verdad ellos se iban: que no era menester tirarles mucho. Volaban algunos llevados del viento, casi todos con buen aire, deslizándose muchos, tropezando los más y despeñándose todos. Halláronse presto a las puertas de uno que ni bien era palacio ni bien cueva, y los que mejor lo entendían dijeron era venta, porque nada se da de balde y todo es de paso. Estaba fabricada de unas piedras tan atractivas, que atraían a sí las manos y los pies, los ojos, las lenguas y los corazones como si fueran de hierro, con lo cual se conoció eran imanes del gusto, trabadas con una unión tan fuerte, que les venía de perlas. Era sin duda la agradable posada tan centro del gusto cuan páramo del provecho y un agregado de cuantas delicias se pueden imaginar: dejaba muy atrás la casa de oro de Nerón, con que quiso dorar los hierros de sus aceros; escurecía tanto el palacio de Heliogábalo, que lo dejó a malas noches; y el mismo alcázar de Sardanápalo parecía una zahurda de sus inmundicias. Había a la puerta un gran letrero que decía: El bien deleitable, útil y honesto. Reparó Critilo y dijo:
—Este letrero está al revés.
—¿Cómo al revés? —replicó Andrenio—. Yo al derecho lo leo.
—Sí, que había de decir al contrario: El bien honesto, útil y deleitable.
—No me pongo en eso; lo que sé decir es que ella es la casa más deliciosa que hasta hoy he visto: ¡qué buen gusto tuvo el que la hizo!
Tenía en la fachada siete columnas, que aunque parecía desproporción, no era sino emulación de la que erigió la sabiduría. Éstas daban entrada a otras siete estancias y habitaciones de otros tantos príncipes de quienes era agente la bella salteadora; y así, todos cuantos cautivaba con sumo gusto los iba remitiendo allá, a elección de los mismos prisioneros. Entraban muchos por el cuarto del oro, y llamábase así porque estaba todo enladrillado de tejos de oro, barras de plata, las paredes de piedras preciosas; costaba mucho de subir, y al cabo era gusto con piedras. El más eminente y superior a todos era el más arriesgado, y no obstante eso, la gente más grave quería subir a él. El más bajo era el más gustoso, tanto, que tenía las paredes comidas: que decían eran de azúcar sus piedras, la argamasa amerada con exquisitos vinos y el yeso tan cocido que era un bizcocho. Muchos gustaban de entrar en éste y se preciaban ser gente de buen gusto. Al contrario, había otro que campeaba rojo, empedrado de puñales, las paredes de acero, sus puertas eran bocas de fuego y sus ventanas troneras, los pasamanos de las escaleras eran pasadores, y de los techos, en vez de florones, pendían montantes; y con todo eso, no faltaban algunos que se alojaban en él tan a costa de su sangre. Otro se veía de color azul cuya hermosura consistía en deslucir los demás y desdorar ajenas perfecciones; adornábase su arquitectura de canes, grifos y dentellones; su materia eran dientes, no de elefante, sino de víboras, y aunque por fuera tenía muy buena vista, pero por dentro aseguraban tenían roídas las entrañas de las paredes; mordíanse por entrar en él unos a otros. El más cómodo de todos era el más llano, y aunque no había en todo él escalera que subir, estaba lleno de rellanos y descansos, muy alhajado de sillas, y todas poltronas; parecía casa de la China, sin ningún alto; su materia era de conchas de tortuga; todo el mundo se acomodaba en él, tomándolo muy de asiento: Con esto, iban tan poco a poco, y él era tan largo, que nunca llegaban al cabo, con ser todo paraderos. El más hermoso era el verde, estancia de la primavera, donde campeaba la belleza; llamábase el de las flores, y todo era flor en él, hasta la valentía y la de la edad, ni faltaba la del berro; había muchos Narcisos, alternados con las violas; coronábanse todos, en entrando, de rosas, que bien presto se marchitaban, quedando las espinas, y aun todas sus flores paraban en zarzas y sus verduras en palo; con todo era una estancia muy requerida, donde todos los que entraban se divertían harto.
Obligábanles a Critilo y Andrenio a entrar en algunas de aquellas estancias, la que más fuese de su gusto. Éste, como tan lozano y en la flor de su vida, encaminóse a la de las flores, diciendo a Critilo:
—Entra tú por donde gustares, que al cabo de la jornada todos vendremos a un mismo paradero.
Instábanle a Critilo que escogiese, cuando dijo:
—Yo nunca voy por donde los demás, sino al revés. No me excuso de entrar, pero ha de ser por donde ninguno entra.
—¿Cómo puede ser eso —le replicaron—, si no hay puerta por donde no entren muchos cada instante?
Reíanse otros de su singularidad, y preguntaban:
—¿Qué hombre es éste, hecho al revés de todos?
—Y aun por eso pienso serlo —respondió él—; yo he de entrar por donde los otros salen, haciendo entrada de la salida: nunca pongo mira en los principios, sino en los fines. Dio la vuelta a la casa, y ella la dio tal, que no la conocía, pues toda aquella grandeza de la fachada se había trocado en vileza, la hermosura en fealdad y el agrado en horror, y tal, que parecía por esta parte, no fachada, sino echada, amenazando por instantes su ruina. No sólo no atraían las piedras a los huéspedes, sino que se iban tras ellos, sacudiéndoles, que hasta las del suelo se levantaban contra ellos. No se veían jardines por esta acera tan azar, campos sí de espinas y de malezas.
Advirtió Critilo, con no poco espanto suyo, que todos cuantos viera entrar antes riendo, ahora salían llorando. Y es bien de notar cómo salían: arrojaban a unos por las ventanas que correspondían al cuarto de los jardines, y daban en aquellas espinas tal golpe, que se les clavaban por todas las coyunturas, quedando llenos de dolores, tan agudos que estando en un infierno levantaban el grito hasta el cielo. Los que habían subido más altos daban mayor caída. Uno déstos cayó de lo más alto de palacio, con tanta fruición de los demás como pena suya, que todos estaban aguardando cuándo cairía; quedó tan mal parado, que no fue más persona ni pudo hacer del hombre.
—¡Bien merece —decían todos los de dentro y fuera— tanto mal quien a nadie hizo bien!
El que causó gran lástima fue uno que tuvo más de luna que de estrella; éste, al caer, se clavó un cuchillo por la garganta, escribiendo con su sangre el escarmiento sin segundo. Vio Critilo que por la ventana antes del oro y ya del lodo, despeñaban a muchos desnudos y tan abrumados que parecían haberles molido las espaldas con saquillos de arenas de oro; otros, por las ventanas de la cocina, caían en cueros; y todos daban de vientre en aquel suelo abominando tales crudezas. Sólo uno vio salir por la puerta, y admirado Critilo únicamente, se fue para él, dándole la singular norabuena; al saludarle, reparó que quería conocerle.
—¡Válgame el cielo! —decía—, ¿dónde he visto yo este hombre? Pues yo le he visto, y no me acuerdo.
—¿No es Critilo? —preguntó él.
—Sí, y tú, ¿quién eres?
—¿No te acuerdas que estuvimos juntos en casa de la sabia Artemia?
—Ya doy en la cuenta: ¿tú eres aquel de Omnia mea mecum porto?
—El mismo, y aun eso me ha librado deste encanto.
—¿Cómo pudiste escapar una vez dentro?
—Fácilmente —respondió—, y con la misma facilidad te desataré a ti, si quieres. ¿Ves todos aquellos ciegos nudos que echa la voluntad con un sí? Pues todos los vuelve a deshacer con un no; todo está en que ella quiera. Quiso Critilo, y así, se vio luego libre de libros.
—Mas, dime, ¡oh Critilo!, y tú ¿cómo no entraste en este común cautiverio?
—Porque, siguiendo otro consejo de la misma Artemia, no puse el pie en el principio hasta tocar con las manos el fin.
—¡Oh dichoso hombre!, pero mal dije hombre, que no eres sino entendido. ¿Qué se hizo aquél tu compañero más mozo y menos cauto?
—Ahora te quería preguntar dél si le viste allá dentro, que sin freno de razón se abalanzó allá, y temo que como tal será arrojado.
—¿Por qué puerta entró?
—Por la de su gusto.
—Es la peor de todas: saldrá tarde, echarle ha el tiempo consumido de todas maneras.
—¿No habría algún medio para su remedio? —replicó Critilo.
—Sólo uno, y ése fácilmente dificultoso.
—¿Cómo es eso?
—Queriendo: que haga como yo, que no aguarde a que le echen, sino tomándose la honra, y más el provecho, salir él, que será por la Puerta, despenado, y no por las ventanas, despeñado.
—Una cosa te quisiera suplicar, y no me atrevo, porque parece más necedad que favor.
—¿Qué es?
—Que pues tienes ya tomado el tino a la casa, volvieses a entrar, y como sabio lo desengañases y librases.
—No será de provecho, porque aunque le halle y le hable, no me dará crédito sin el afecto. Mejor se moverá por ti, y pues te ves obligado, que te pedirán la palabra, mejor es que tú entres y le saques.
—Bien entraría —dijo Critilo—, aunque lo siento, pero temo que como me falta la experiencia, me he de cansar en balde y no lo podré hallar, corriendo riesgo de ahogarnos todos. Hagamos una cosa: vamos los dos juntos, que bien es menester la industria doblada; tú, como noticioso, me guiarás, y yo, como amigo, le convenceré, y saldremos todos con vitoria.
Parecióle bien el ardid; fueron a ejecutarlo, mas la guarda, que la hay a la salida, teniendo por sosprechoso al Sabio, le detuvo.
—Aquél, sí —dijo señalando a Critilo—, que tengo orden de que entre y que le inste.
Mas él, volviendo atrás, se retiró con el Sabio al reconsejo. Fuese informando de las entradas y salidas de la casa, de sus vueltas y revueltas; y ya muy determinado iba a entrar, cuando de medio camino volvió atrás y dijo al Sabio:
—Una cosa se me ha ofrecido, y es que troquemos de vestidos ambos: toma el mío, conocido de Andrenio, que será recomendación, y así disfrazado podrás desmentir la guarda entre dos luces; quedaré yo con el tuyo, ayudando al disimulo y aguardando por instantes siglos.
No le desagradó al sabio la invención. Vistióse a lo de Critilo, con que pudo entrar rogado. Quedóse éste viendo caer unos y otros, que no paraban un punto por aquellos despeñaderos del dejo. Vio un pródigo, que lo despeñaban mujeres por el ventanaje de las rosas en las espinas, y como venía en carnes el desdichado, maltratóse mucho, hízose las narices, cuando más se las deshizo: comenzó a hablar gangoso y duróle toda la vida, diciendo todos los que le oían:
—No es cosa rara que éste hable con las narices, por no tenerlas, justo castigo es de sus imprudentes mocedades.
Fue tal el asco que éste y todos los de su séquito tuvieron de su misma inmundicia, que no paraban de escupir al vil deleite en venganza y por remedio; que hubiera sido mejor antes. Los que rodaban por las espaldas del descanso tardaban en el mismo caer, pero mucho más en el levantarse, que de pereza aun no vivían; gente muy para nada, sólo sirven para hacer número y gastar los víveres; nada hacen con buen aire, y en él se paraban al caer, apoyando mórulas a Zenón, pero una vez caídos, siempre quedaban por tierra. Daban fieros gritos los que rodaban por el cuarto de las armas, que parecía el de los locos; venían muy maltratados, y eran tales los golpes que daban y recibían, que escupían luego sangre de sus valientes pechos, vomitando la que habían bebido antes a sus enemigos: que es bravo quebradero de cabeza una venganza. Solos los del cuarto del veneno se estaban a la mira, holgándose de lo que los demás se lamentaban; y había hombres de éstos que, porque se quebrase el otro un brazo y se sacase un ojo, perdía él los dos; reían de lo que los otros lloraban y lloraban de lo que reían; y era cosa rara que lo que a la entrada enflaquecieron, engordaban a la salida, gustando mucho de hacer aplauso de desdichas y campanear ajenas desventuras.
Estaba Critilo mirando aquel mal paradero de todos. Al cabo de un día de siglos, vio asomar a Andrenio a la ventana de las flores en espinas; asustóse mucho, temiendo su despeño; no le osaba llamar, por no descubrirse, pero ceñábale acordándole el desengaño. Cómo bajó y por dónde, adelante lo veremos.