El cardenal Cisneros/XXXIV

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XXXIV.

Arreglados los asuntos de Nápoles, después de haber asistido á grandes ovaciones, jurada por aquellas Córtes Doña Juana y no Doña Germana, lo cual despertó las desconfianzas del Rey de Francia, trayéndose consigo al Gran Capitán, de quien siempre estuvo celoso y con quien siempre fué grandemente ingrato, si bien honrándole en apariencia, amigo del Papa y concertado con los Cardenales, aunque por huir de compromisos no quiso visitar á aquel en el puerto de Ostia en donde vanamente le aguardó, el Rey Católico dejó las costas de Italia, escoltado por una escuadra numerosa y brillante. Tuvo en Saona una conferencia con el Soberano de Francia, que le obsequió magníficamente y no menos al Gran Capitán, que bien lo merecía por sus extraordinarios méritos, tan grandes, que quien los debia premiar, que era D. Fernando, por los servicios que le prestara, sólo podia pagarlos con odio nacido de envidia ó desconfianza, torpísima manera con que creen los Reyes empequeñecer á los subditos que se levantan á mucha altura, y que es la única de levantarlos más en la conciencia de los contemporáneos y en la memoria de la posteridad.

Después de esta entrevista se dirigió á las costas de España, adonde llegó el 20 de Julio de 1507, desembarcando en Valencia, ciudad de sus Estados hereditarios, y á cuyo puerto ya habia llegado el Conde Pedro Navarro con la escuadra y tropas que hablan salido de Napóles. No se detuvo allí el Rey Católico, y hacienda jornadas cortas, se encaminó á Castilla, cuya nobleza bajaba en tropel para recibirle y saludarle. ¡Qué diferencia entre este recibimiento tan entusiasta, ruidoso y magnífico, y aquella otra despedida, que atrás queda relatada en estas páginas, tan descortes y grosera! Poco espacio habia mediado entre un suceso y el otro; pero en las naciones, como en los individuos, el tiempo se mide mejor por los grandes hechos que influyen y modifican profundamente su existencia, que no por los años que resbalan insensiblemente sobre los mismos, y la verdad es que las rapiñas, los despilfarres y las iniquidades de los Flamencos, seguidas de las agitaciones, turbulencias y anarquia que vinieron después y á duras penas podia remediar el animoso Cisneros, hicieron que todos, aun sus propios enemigos, consideraran como á un salvador al que no más que meses áantes vieron partir con gusto ó sin sentimiento.

Consumado político D. Fernando, trató con agasajo y afecto á todos los Nobles que se le presentaban, como que si los Castellanos necesitaban de él, no menos él necesitaba de los Castellanos; pero á pesar de esto, entraba por los pueblos de Castilla seguido de poderosa escolta y rodeado de gran magnificencia, como si con esto quisiera borrar de su ánimo el penoso recuerdo de su anterior despedida. Vió á su hija la Reina Doña Juana en Tórtoles, pequeño lugar adonde salió á recibirle, y allí, en una conferencia á que asistió Cisneros sólo, hubo un momento de efusión entre padre é hija, á quien apenas aquel conoció por el estado de abatimiento á que habia llegado. Doña Juana estuvo muy respetuosa con D. Fernando, pues cuando éste la preguntó el pueblo adonde queria trasladarse con la Corte, díjole al punto: Las hijas deben obedecer á los padres: á lo cual replicó el Rey Católico con tanta cortesania como afecto: que ella era su hija, pero que era también la propietaria y Señora del reino.

Verdaderamente que el Señor de Castilla desde entónces lo iba á ser D. Fernando, como nunca lo habia sido, ni en vida ni en muerte de su esposa. Con gran vigor tomó en sus manos y rigió hasta morir las riendas del poder supremo. No se consideró obligado, ni tuvo por conveniente convocar las Córtes para que confirmasen su Regencia. No toleró que se menoscabase su autoridad, y no temió pasar por ingrato y hasta por cruel cuando se trató de castigar á quien de algún modo la hollaba ó desconocia. Digalo sino el pobre Marques de Priego, que habiéndose atrevido á prender á un delegado del Rey, enviado á Córdoba para apaciguar la ciudad, fué juzgado y sentenciado como reo de lesa Majestad, sin que le valieran su arrepentimiento ni los grandes servicios de su padre, muerto como un héroe en Sierra Bermeja en la última rebelión morisca, ni el prestigio inmenso de su tio el Gran Capitan, ni la intercesión poderosa de toda la grandeza del reino, pues aunque salvó la vida, muchos de sus amigos y companeros fueron ejecutados, y vió arrasado el histórico castillo de Montilla, la joya feudal de toda Andalucía, y cuna de aquella ilustre familia, porque en él estuvo encerrado brevísimo tiempo el delegado antedicho.

Pero no es nuestro objeto seguir en sus diversas fases la vida del Rey Fernando, sino la de Cisneros, y huelgan quizá en estas páginas por lo mismo las últimas consideraciones. Añadamos, sin embargo, para cerrar este capítulo, que el Rey Católico consiguió de Roma que se concediese á Cisneros el capelo de Cardenal. El breve lo expidió el Papa Julio II en 17 de Mayo de 1507, y al título de Santa Balbina se anadia la apelación honorífica de Cardenal de España, que habia llevado su inmediato antecesor Mendoza y el Obispo de Osma Pedro Frias en el siglo XIV. La ceremonia de cubrirse Cisneros con el capelo encarnado no pudo celebrarse en la Corte, porque la Reina creia que aquella fiesta era incompatible con la tristeza de su viudez, y tuvo lugar en una pequeña aldea llamada Mahamud en el mes de Setiembre de aquel año, celebrando la Misa el Nuncio del Papa, y asistiendo gran número de grandes que fueron á aquel punto con este objeto.

A pesar del capelo de Cardenal que debia á D. Fernando, y á pesar de que lo invistió del cargo importantísimo de Gran Inquisidor, que á la sazón desempeñaba el Arzobispo de Sevilla, Cisneros censuró agriamente á su Soberano porque entónces consiguió tambien del Papa que el Arzobispo de Santiago, Alonso de Fonseca, traspasara á su hijo esta altísima dignidad, quedando él con el título de Patriarca de Alejandría; y recuerdo haber leido, no sé en qué antigua crónica, que Cisneros echaba de menos en las bulas del Papa, para ser completamente canónicas, la facultad de trasmitir el Arzobispado de Santiago á alguna de las hembras de la familia de los Fonsecas; pero aunque encontremos inverosímil en sus labios este sangriento epigrama, acerba debia de ser la crítica de Cisneros, cuando Zurita dice que éste abominó mucho de dicha gracia, no considerando lo que por su causa se hácia con el Arzobispo de Sevilla, porque somos malos jueces en nuestras propias causas y muy advertidos y considerados en las agenas [1].

  1. Zurita, lib. VIII, cap. V.