El Cardenal Cisneros: 29

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XXIX.

Lloró Cisneros la muerte de la ilustre Reina, como la lloró el Gran Capitán, como la lloró Colon, como la lloraron todos los buenos españoles. Aquella gran Reina, la más grande que ha conocido España y que todavía espera su parecido en la sucesión de los tiempos, reunía en si, como genio extraordinario, las virtudes del uno y del otro sexo, ninguna de sus debilidades. Su valor, acreditado en tantas ocasiones, singularmente en el motín de Segovia, en la guerra de Granada, en las invasiones de la peste, en que lejos de huir á sitios seguros y retirados del peligro, parecía como que lo desafiaba, podia ser envidiado hasta de los hombres, y por eso fueron héroes todos sus cortesanos, que aparecen en otros reinados cual hembras pusilánimes y nerviosas. Su ilustración era superior á su siglo, sabia el latin, conocía la historia y, sin querer, avergonzaba con sus luces á su propio marido. En cambio, como dice el sabio Clemencin, si tomó del otro sexo la fortaleza, retuvo del suyo la modestia y el pudor. Respiraba la atmósfera impura de su licencioso hermano, y la conducta de Isabel era una perpetua, silenciosa, involuntaria acusación de la de Enrique. Era todo recato, decoro y virtud al lado de la Infanta, y al lado de los Reyes todo corrupción, vicio y liviandad. No era ciertamente cálculo de la ambición aquella severisima conducta, que no dio lugar á la más leve murmuración en una Corte tan libre de lengua como estragada en costumbres, pues después que llegó á Reina, hasta el momento de su muerte, siempre fué su persona vaso de pudor y espejo de virtud. Era tan buena hija que cuidaba con sus propias manos á su madre en los achaques de una enfermedad triste y prolongada; tan amante esposa que nunca consintió —¡santa puerilidad del cariño!— que el Rey llevara camisa por otras manos hecha; tan cariñosa madre, que acaso aceleró el fin de sus dias aquella honda tristeza que no le abandonaba desde la muerte de la Reina de Portugal y de su nieto el Infante D. Miguel, viniendo á coincidir casi con los primeros anuncios de la locura de Doña Juana; amiga tan firme como lo pregonan Mendoza, Cárdenas, Talavera, Cisneros, Gonzalo de Córdoba, Colon, los Marqueses de Moya y tantos otros, de los cuales, los que se le adelantaron en la muerte, recibieron en la agonía sus consuelos, y los que la sobrevivieron hallaron injustos desvíos ó ingratas persecuciones en el Rey D. Fernando; tan apasionada por las libertades patrias, que, próxima á dejar este valle de lágrimas, decía en su testamento á los Príncipes herederos que «no fagan fuera de los dichos mis Reinos é Señoríos Leyes é Premáticas que en Cortes se deben hacer, según las Leyes dellos»; tan escrupulosamente legal, que en momento tan solemne mandaba hacer una revisión de las alcabalas que habían servido para aumentar el Real Tesoro. Grande en el concebir, animosa en el emprender, constante en el ejecutar, siempre igual, siempre serena, ni se abatia con las desgracias, ni se ensoberbecia con las prosperidades. Grave sin afectación, virtuosa sin gazmoñería, afable, dulce, hermosa, nadie se sustraia al respeto y á la fascinación que irradiaba toda su persona: de lejos se la bendecía, de cerca se la adoraba. Así la España fraccionada, viciosa, envilecida y despreciada en tiempos de su hermano, se trasformó en sus dias, y fué la grande, la severa, la heroica, la temida España de los Reyes Católicos ¡Tanto puede el ejemplo que baja de la altura, que en tan breve espacio, el un hermano desangra y prostituye á España, y la otra hermana la regenera y engrandece! Así el recuerdo inmortal de aquella Eeina, levantándose como brillante sol cuando todos los horizontes se cierran, viniendo en pos de la miseria, de las locas prodigalidades y de los infames vicios de Enrique IV, siempre será un consuelo y una esperanza para la patria en los dias de mayor confusión y vergüenza, presentándonos la perspectiva de aquella grandeza y de aquella virtud para sustituir á la anarquía, á la degradación y al vicio que pueden amenazarnos desde las alturas en la actualidad ó en el porvenir.