El Angel de la Sombra/XXXIX
La vida de Luisa aclaróse, como lejana, en una deslumbrada melancolía.
Ajena a todos y a todo, aquella misma habitación tan íntima, donde había soñado desde la niñez, mirábala con desabrida extrañeza.
El día siguiente a la confesión del amor, amaneció lloviendo. El rumor del agua fué propicio al dichoso azoramiento de su despertar. Parecía la continuación del sueño dulcísimo, logrado tras las semanas de angustia. Tan profundo en su levedad, que volvió a la luz con un sobresalto de desvarío. Un deslumbramiento de felicidad anegó su ser. "Luisa, mi cariño, mi amor del alma", repitióse con apasionado asombro, cerrando los ojos, para poseerla mejor, a la certidumbre de su cariño.
Pasó largas horas ante la ventana, intentando, más que consiguiendo, hilvanar a ratos alguna pieza de la caritativa costura; absorta realmente en el pausado rumor de la lluvia sobre los árboles tranquilos. ¡Hacía tanto bien al alma su lenitiva tristeza! Decía y guardaba con tanta su avid ad a la vez su tierno secreto!...
Su secreto sin confidencia posible, y más dulce y más puro así, puesto que todos hallábanse dispuestos a condenarlo.
Qué importaba, si sabían quererse bien! A despecho de todo, silencio, desconfianza, error, se habían querido.
Embebíala una distracción tan llena de él, que el alma se le iba con blandura irresistible en la efusión de la lluvia, como si fuera el derretimiento dulcísimo de su nieve virginal al delicado mimo con que él la enamoraba.
Cuán tiernamente contábaselo la lluvia! Volvieron a rodar por su rostro las lágrimas luminosas de la dicha.
En los hilos de la lluvia lloraba también el amor su eterna quimera...